domingo, 22 de febrero de 2009

Familia y poder

La familia es la familia. Con esta frase del habla común se sitúa en el pedestal de los valores humanos la lealtad primordial a la llamada célula básica de la sociedad. Que la familia sea la célula básica de la sociedad es uno de los mitos más poderosos de la cultura occidental. La familia, que sólo aparece en la historia dentro de una comunidad, obtuvo sus nociones morales y jurídicas dentro de un orden estatal (Roma antigua), que en esencia se mantiene hasta nuestros días, pero nadie definiría a la sociedad como la simple agrupación de familias. Lo cierto es que la familia, sea o no la célula básica de la sociedad y como consecuencia de la diversidad de su composición alcanzada, posee una funcionalidad que produce efectos que se trasminan en todos los ámbitos de la vida social: convivencia cotidiana e inmediata, asociación natural en materia económica y comercial, lazos amorosos y fraternos, origen y pertenencia común, garantías jurídicas y morales y participación solidaria en la vida pública. En cualquier encuesta de valores, el valor más apreciado es la familia; después de ella vienen el trabajo, la amistad y la diversión.
El alto aprecio a la familia es una virtud que, como todas las virtudes, a veces degenera en vicio. Que una virtud privada llegue a convertirse en un vicio público es un hecho incuestionable. La conversión puede incluirse en la noción que tenía Octavio Paz del Estado Patrimonialista: lo público como una extensión de la familia, donde el concepto “familia” no esta restringido a los lazos de parentesco reconocidos por la legislación civil. En un significado más amplio, la noción de familia en el Estado Patrimonialista abarca, desde luego, a los miembros cuyos lazos son consanguíneos, afines y legales, pero incluye además a todos aquellos individuos y familias entrelazados por relaciones de origen, vecindad, amistad, pertenencia social, asociación voluntaria o involuntaria, religión, moralidad, trabajo y otras. Decir que las familias modernas han reducido considerablemente el número de sus miembros no es tan exacto.
Cuando se predica el imperativo moral de que la familia es el valor de valores y que la máxima obligación de un individuo es ayudar a su familia, la virtud inicia su conversión cuando se entra a la esfera de lo público. Este camino está trazado en línea recta a la hora en que un miembro de una familia logra un cargo público, desde el más humilde puesto administrativo hasta la presidencia de la república. En todos los casos la obligación de ayudar a la familia representa una carga de la que el funcionario no puede zafarse fácilmente. Los muy fuertes, los que logran separar los intereses e influjos de la familia de la responsabilidad de gobernar, son calificados con adjetivos denigratorios: mal hijo, mal padre, mal hermano, mal amigo, mal socio. Frente a este valor moral supremo de ayudar a la familia, la confusión de lo público y lo privado queda, de entrada, en el predicamento de quien es puesto en jaque desde la primera jugada.
No es extraño que el ejercicio del poder en México posea tantas imbricaciones familiares y grupales, harto difíciles de deshacer o desactivar. Parece inevitable que, a pesar de las prohibiciones legales, los miembros de una familia pasen a formar parte de un proyecto público (y de los beneficios y privilegios propios de lo público) por el sólo hecho de su relación parental, sentimental o amorosa con el que ejerce el poder. El nepotismo, ese mal antiguo, es uno de los males modernos más enraizados en las creencias morales y en las prácticas públicas: ayudar a los padres y recomendar a los compadres, regalar permisos y concesiones a los suegros, sugerir empleos o privilegios a los hermanos, influir a favor de tíos y primos, conseguir una chamba a los cuñados, conseguir becas a los sobrinos, echar la mano a los amigos, empujar los negocios de los leales, jalar a los compañeros de la generación, etcétera. Siempre hay forma de sacarle la vuelta a la ley. El poder no es sustantivo –pensaba Foucault– sino adjetivo. Es una compleja relación o un sistema de relaciones. La familia, en un sentido amplio, encaja bien en el marco de las prioridades morales del gobernante. No es casual que Foucault, teniendo en mente la relación entre saber y poder, se interesara tanto en la locura y en la sexualidad.
Hace algunos años un amigo proponía tres requisitos básicos para ser gobernador: 1. Ser hijo único y de madre soltera; 2. Ser huérfano, y 3. Ser soltero y mantener este estado de gracia durante el tiempo de su encargo. La broma reflejaba el desastre público del estilo familiar de gobernar. Y las bromas, según Benjamín Constant, a veces reflejan el verdadero secreto de la vida. Si saber es poder, no se ignore que existen otras fuentes de poder que nada tienen que ver con el saber: pertenecer y estar junto a los que pertenecen, ejercer presión. Junto a la pertenencia, es indiscutible que la relación amorosa, la sexual, la ideológica y la moral son poderes que están dentro de esa amplísima gama de relaciones llamada “familia”.
Gabriel Zaid publicó en 1988 un libro memorable: De los libros al poder (reúne sus ensayos sobre las relaciones entre saber y poder). Con la erudición transformada en sentido común de su mano ágil y lúcida, la crítica se centraba en el arribo al poder político de las tribus platónicas. La tecnocracia de los años ochenta del siglo pasado alcanzó el poder: la presidencia, las secretarías de estado y los puestos administrativos estratégicos del país los ocuparon egresados de universidades prestigiadas de Estados Unidos. Pero Platón, el más importante filósofo de todos los tiempos según Whitehead, cometió dos errores graves en su vida: hablar de política y meterse a político. Como político Platón acabó en una cárcel de Siracusa, pero como pensador del Estado sentó las bases teóricas en que se fundaron las todas las barbaries políticas de la humanidad.
El neo platonismo tuvo su momento estelar en México con el arribo al poder de Carlos Salinas de Gortari, el primer presidente mexicano con grado de doctor y el primero en hablar inglés. Hablar inglés puede parecer irrelevante, pero no lo fue para Salinas cuando vetó a Fernando Ortiz Arana: no sabe hablar inglés, dijo el presidente. Ernesto Zedillo, también doctorado en Estados Unidos y con un inglés menos fluido, le tocó bailar con la más fea: contener la fuerza de los errores de su antecesor y los propios, y seguir deshaciendo el entuerto de los horrores del populismo de Echeverría y López Portillo. Fox y Calderón no pertenecen a ninguna tribu platónica, pero las mantienen dirigiendo los asuntos del gobierno, aunque su inglés es un balbuceo cómico que se aprende en cualquiera de las escuelas patito que abundan en el país.
A pesar de sus muchos saberes, el de Carlos Salinas fue, ante todo, un proyecto familiar. Intentó modernizar al país con reformas estructurales que se proponían arrancar de cuajo los vicios del populismo y la demagogia. Si no lo logró fue porque la familia tenía otros planes, otros intereses y otras locuras. Prevaleció el Estado Patrimonialista y la noción de “familia” se amplió a poderosos intereses económicos que antes no eran actores estelares en el juego del poder. La familia se fortalece mientras el Estado se debilita. Las lealtades familiares pesan demasiado y obstruyen las lealtades democráticas y republicanas, sobre todo en este país donde las leyes y los tribunales son meros instrumentos, y donde los gobernantes deciden y actúan en el desfigurado lindero entre lo legal y lo ilegal. El poder público es una extensión de la familia cuando las virtudes privadas se convierten en vicios públicos. Si en la vida familiar son virtudes admirables la solidaridad, la lealtad, la comprensión, el perdón, la piedad o la asociación de hermanos y amigos con fines lucrativos, llevados a lo público son los vicios donde descansa la compleja estructura de la corrupción nacional.

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