jueves, 29 de julio de 2010

Raíces de agua

A principios del año del bicentenario los cerros y los montes se desplomaron sobre el viejo pueblo minero de Angangueo, en Michoacán, y casi lo sepultan. Agua, lodo, piedras y troncos arrasaron con el antiguo caserío, incluido el templo de la Inmaculada Concepción, un gótico copiado de Nuestra Señora de París y cuyo altar mayor fue traído de Italia hace más de cien años. El pueblo de cerros arbolados y aguas que bañan el enorme surco de cuevas y escondrijos fue avistado en 1550 por el conquistador Nuño de Guzmán, que se maravilló ante aquella hondonada boscosa. El pueblo casi desaparece con la fuerza del agua que a su paso sumó gruesos troncos de pino, oyamel, junípero, encino y cedro, y también a piedrillas, pedruscos y peñascos y a grandes capas de lodo que, en una masa deslavada incontenible, azotó su furia sobre este pueblo encañado. En dos de sus acepciones, Angangueo significa “entrada a la cueva” o “dentro del bosque”, términos sin duda emparentados con “misterio”. Lo que ocurrió en Angangueo es una calamidad que sufre todo el país: los cerros se desmayan y se derrumban.
Le preguntaron a un anciano campesino el por qué de la catástrofe. Triste, desconcertado, con la mirada perdida en un horizonte desolador, respondió: “Es que cortaron todos los árboles”.
Nadie organiza una fiesta en honor a los cimientos de su casa. Terminada y habitada, no se piensa en ellos, salvo cuando aparecen las primeras cuarteaduras, cuando una hendidura recorre viboreando uno de los muros, cuando el techo se cuelga o una pared se pandea; pero en esos casos la gente se mortifica, no hace una fiesta. Nadie propone un brindis a la memoria del cemento, las piedras, las varillas y demás materiales de una construcción. Nunca se ha visto que un propietario turne invitaciones a familiares y amigos para conmemorar la firmeza de los cimientos de su casa, la solidez de la obra negra; pero si un propietario destruye intencionalmente las trabes estructurales o socaba los cimientos de su casa, sin duda está loco; además, el derecho de propiedad no es absoluto y no puede legalmente derruir su vivienda sin permiso de la autoridad.
La cimentación que sostiene la estructura de la casa está enterrada y emparedada; es invisible pero real. Sólo los laputienses de Gulliver tenían la extraña costumbre de fijar los cimientos de los edificios en la parte de arriba, y desde lo alto empezaban la construcción de casas y edificios. Pero la costumbre de los laputienses era la representación tragicómica de la extraña manera de conducirse de los partidos políticos de la época de Swift, aunque antes y ahora los gobernantes tienen el hábito de dirigir los asuntos públicos de un modo enredado y esotérico, costumbre inverosímil entre la gente común y corriente que sabe que la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta, no el círculo.
En cambio, los cimientos de la naturaleza están a la vista y en la parte alta: el agua, los árboles, las piedras, el follaje donde se esconde la cautela de animalillos y duendes. Los árboles, los arbustos, las matas de yerba salvaje, las ramadas secas, el follaje inextricable, las enredaderas que se abrazan a los troncos y las piedras de todos los tamaños, son la cimentación de cerros, montes y montañas. Interiormente, el agua es la estructura que soporta el suelo; se filtra, se cuela por los diminutos bosquejos y hendiduras que mezquites y huizaches abren camino como tendiendo una alfombra por donde han de pasar las reinas de la noche, las aguas que ascienden del mar hasta el cielo y luego se dejan caer, ligeras o tormentosas, sobre los campos sedientos.
El mar de basura nos ahoga. Es el resultado de un proceso largo y pesaroso que comienza en el momento en que un árbol cae por la fuerza perseverante del hacha, del serrucho, de la sierra eléctrica o de la tristeza senil del gigante derribado. No todas las cosas están cimentadas en su base o enterradas en las oscuridades que las soportan. Hay cimentaciones que están arriba, en la superficie, en la parte más alta y visible. Son los cimientos arbóreos, las piedras impregnadas de tiempo, el agua que “en lluvia sube hasta el cielo y en llanto baja hasta el mar”.
Claudio Magris cuenta en El Danubio que cuando los leñadores bávaros talaban un árbol se quitaban durante un instante la gorra y rogaban a Dios que le concediera el último reposo. Existe, dice, una religiosidad de la madera; su florecer y su envejecer hacen que se sienta al árbol como a un hermano. Explica que ninguna criatura viva puede ser excluida de la redención o ser aniquilada por la eternidad. Ante el árbol caído se recitaba el kaddish, la plegaria fúnebre que también se cantaba por la mariposa que muere y la hoja que cae. Los leñadores no eran naturalistas y tampoco ambientalistas; no predicaban, no oficiaban un culto a la divinidad arbolada, no sentenciaban conductas morales ni perseguían infieles. Frente al árbol caído, mostraban una contrición que no les constreñía la vida. Con la madera construían sus casas y sus muebles; con ella se protegían del frío, del calor y de la lluvia; con troncos y tablones fabricaban las embarcaciones en las que navegaban río abajo llevando su comercio agrícola y artesanal a otros pueblos; con ella tallaban los zuecos de sus mujeres, y el árbol derribado era la causa eficiente de sus armas y sus fiestas. Casi romántica es la imagen de los leñadores cantando al final de la jornada, entonando las melodías que a mediados del siglo XIX escuchó Schumann, las que luego pautó en sus Kinderszenen: labradores y campesinos conciliados con la naturaleza. Derribar un árbol inmenso era como vencer a Goliat, pero concluida la batalla no había muestra alguna de vanidad, sino el duelo que sigue a la muerte de un ser vivo.
La religiosidad de la madera es muy antigua, se pierde en el tiempo y en el espacio, y sus devotos no fueron nunca los dueños de los grandes aserraderos o los maestros ebanistas, aunque estos últimos tuvieron la devoción por la obra maestra, una devoción que guarda comunión entre dos almas, la de una tira de madera cortada con precisión aritmética y la de una mano diestra y amorosa que le da forma.
Los poetas le han cantado a las piedras del camino desde que la humanidad tiene memoria. Con canto y sin él, hay en el mundo muchas personas que tienen una afición especial por las piedras. Son amantes de ellas, no sus coleccionistas. Tampoco son poetas o quizá lo sean sin saberlo; su gusto por la inmensa variedad de piedras es el impulso que los lleva de un sitio a otro, sea en la brevedad de su geografía inmediata, sea en sus recorridos por ciudades y campos de países cercanos y remotos. Son, si se me permite, viajeros de piedra en piedra: las contemplan en la distancia de sus contornos en cerros y montañas o las acarician con sus manos curiosas, moldeando sus texturas, aristas y pesos. Las contemplan sin extasiarse; prefieren el tacto, el encuentro cara a piedra; las degustan con ojos y manos, se raspan las yemas de los dedos con sus heridas, con sus huecos y sus relieves. Saben, aunque ignoran por qué, que las piedras son seres vivos, y en su fuero interno imaginan el alma de la que proceden y los nutrientes que el tiempo les ha impregnado. El amor a las piedras es una adivinanza de tiempo.
Volverse piedra es otro asunto. Los amantes de las piedras no desean convertirse en una de ellas, pero piensan que el ser humano acaba por ser polvo pedrusco desperdigado, y luego, con la ayuda del tiempo y los caprichos del viento, una piedra cualquiera, preciosa por ser cualquiera, por su trayecto azaroso durante miles y millones de años, la consideran una obra asombrosa. Poco importa a estos amorosos de las piedras las ciencias naturales; no es la precisión geológica el móvil de su gusto, sino el misterio de la larga travesía que una piedra cualquiera ha recorrido hasta el presente.
Caer como piedra o dormir como piedra es un placer inmejorable; pero antes se requiere no ser piedra ni soñar o desear la petrificación.
Los cariñosos de las piedras no quieren ser piedras: ni bloques enormes de mármol ni canteras monumentales, ni piedras pequeñas y ligeras ni rocas fantasmales. Las respetan. La piedra es civilización; ésta descansa sobre piedras; la cultura del mundo está fundada en y sobre una piedra; los palacios, los parlamentos, los castillos y las instituciones son simbolizados en formas pétreas. Pero una piedra cualquiera, la que no ha sido dotada de significado histórico, cultural o económico, vale por sí misma. Es ella misma, desnuda de proezas, libre de glorias y exenta de imprecaciones.
“La piedra es un diario impresionista del clima, acumulado durante millones de desastres”, dice el poeta Ósip Mandelstam. Él lo descubrió en el mar Negro, a donde fue a escribir un ensayo sobre Dante y la Commedia. Mandelstam confiesa que pedía consejo a las calcedonias, a las cornalinas, a los yesos cristalinos, a los espatos, a los cuarzos. Entonces comprendió que la piedra es como un diario del clima, una especie de concreción meteorológica. Escribe: “La piedra no es otra cosa que el clima mismo, pero excluido del espacio atmosférico y colocado en el espacio funcional. Para comprender esto hay que imaginar que todos los cambios geológicos, y aun los propios movimientos geológicos, pueden ser perfectamente descompuestos en elementos meteorológicos. En este sentido la meteorología es anterior a la mineralogía, la contiene, la baña, descubre sus raíces y le da sentido” (Coloquio sobre Dante).
Mandelstam cree, con sensibilidad poética y razón científica, que la piedra no es solamente pasado; es también futuro: “Es una lámpara de Aladino que penetra en las tinieblas geológicas de los tiempos por venir”. Su poemario temprano Piedra es una exquisita expresión de amor a las piedras, al futuro que prometen. Los árboles y las piedras, celosos vigías de cerros y montañas, hilvanan la sombra y la luz de las raíces de agua.

martes, 27 de julio de 2010

La fuerza de los elementos

El poeta José Emilio Pacheco dijo en abril pasado, al recibir el Premio Cervantes en Alcalá de Henares, que los escritores son miembros de una orden mendicante. Tímido hasta la ternura, desafecto de todo remilgo exagerado, no dijo que los escritores son en los tiempos que corren la única orden mendicante de la que se tiene prueba plena.
José Emilio Pacheco, como el Quijote, ha batallado en el desierto; su tejido poético se parece a las manos artesanas que van enredando los tallos largos y flexibles del bejuco. Unamuno rindió honor por adelantado al poeta: “Pero el desierto oye, aunque no oigan los hombres, y un día se convertirá en selva sonora, y esa voz solitaria que va posando en el desierto como semilla, dará un cedro gigantesco que con sus cien mil lenguas cantará un hosanna eterno al Señor de la vida y de la muerte” (Del sentimiento trágico de la vida).
La profecía de Unamuno es poética pero ha resultado falsa. El cedro no creció y, tierno y desvalido, fue talado sin misericordia. Sin embargo, el desierto oye.
La poesía es asombro. José Emilio Pacheco lo expresó en un verso inocente y limpio como la gota de lluvia que se queda dormida en la hoja maternal de la cuna de Moisés: “Yo nunca había visto un rey”. Es un verso. Escribir poesía es sencillo. Por eso hay tan pocos poetas en el mundo.
Del verso de José Emilio Pacheco brotan imágenes varias, dependiendo del ritmo de la vida de los que saben oír. El verso es de estirpe chestertoniana y se puede comenzar un cuento con el asombro del poeta: “Había una vez un poeta que nunca había visto un rey”. Le leí lo anterior a un niño rarámuri y al instante cantó: “Había una vez un rey que nunca había visto un poeta”. Algunos niños rarámuri aprenden a leer en verso, en los versos de su propia cultura y en los poemas de otros mundos, y cuando crecen y se hacen mayores hablan en verso, cantando las palabras, pausándolas como si las estuvieran leyendo en una hoja pautada de los colores de la sierra. Hace ya muchos años, conversando con un grupo de alfabetizadores de la Tarahumara, incluimos un par de poemas de José Emilio Pacheco en la enseñanza de las primeras letras. Si no recuerdo mal, propuse su poema La enredadera:

Verde o azul, fruto del muro, crece;
divide cielo y tierra. . .

Alguien la tradujo a la lengua rarámuri y se la llevó en su mochila camino a Guadalupe y Calvo, donde su mujer estaba de barbecho. El “fruto del muro” lo he llevado conmigo. La imagen me ha transportado a la infancia, a la casa de mis padres. Los frutos de los muros eran de lo más variado: flores blancas y amarillas, tallos como hilos delgados y tiernos que vivían enamorados de las paredes, brazos de higueras y granados que ascendían por el muro de adobe del cuarto donde mi abuela rezaba para que los bolcheviques ardieran en el fuego eterno.
Los prosaicos no sabemos de qué viven los escritores y menos de qué viven los poetas. Nadie sabe con cuánto viven, dónde viven, quién les paga y dónde se esconden cuando se cansan de vivir. La riqueza del poeta es la lengua; pero son pocos los que envidian esa riqueza y menos los que se deslumbran con ella. Lo triste es que el poeta tiene obligaciones pero no tiene derechos. Lo he leído en un ensayo de Joseph Brodsky: “Si una obligación tiene el poeta para con la sociedad, es la de escribir bien. Al formar parte de la minoría, no tiene opción; por otra parte, la sociedad no tiene obligación alguna con el poeta” (“Para agradar a una sombra, 1983).
Pero ¿de qué viven los escritores?
Los mejores escritores han vivido a media altura, a medio camino entre el llano y la montaña, subidos en un peñasco desde donde se puede mirar arriba y abajo. También por eso hay tan pocos poetas, pues situarse en medio es la tarea más difícil del mundo. Lo demás es fácil: ser muy rico o ser muy pobre son tendencias que no exigen grandes esfuerzos. A fin de cuentas, es más difícil trazar una línea recta que una quebrada.
En La fuerza de los elementos (1980) Brodsky escribe: “Junto con el aire, la tierra, el agua y el fuego, el dinero es la quinta fuerza natural con la que el ser humano tiene que habérselas con mayor frecuencia”. Dostoievski, por ejemplo, consideraba que seis mil rublos era una inmensa cantidad de dinero. Con esa cantidad se podía vivir todo un año. En 1980 (año en que Brodsky escribe su ensayo) seis mil rublos equivalían a unos veinte mil dólares. Pongamos por caso que ahora, treinta años después, los seis mil rublos de Dostoievski sean equivalentes a unos treinta mil dólares, algo así como cuatrocientos mil pesos. Con esta cantidad un escritor puede vivir un año, a razón de treinta mil pesos mensuales, menos impuestos. Puede tener casa, vestido y sustento, pero no mucho más. Con esa cantidad puede mantener a su familia, pero lamentará que no pueda comprar sino dos o tres libros cada mes, siempre que no sean demasiado caros. Con esa cantidad un escritor puede dedicarse lo suyo. No sé cuántas horas lee un escritor. Supongo que muchas. Es cierto, hay escritores que escriben más libros de los que leen, pero un buen escritor ha de leer, creo, al menos unas ocho horas diarias, y me figuro que el tiempo que dedica a escribir debe de ser por lo menos de cuatro horas cada día. Ya suman doce horas. Pero un buen escritor necesita también tiempo para pensar. Los poetas, imagino, tienen la necesidad –es su oxígeno– de destinar algunas horas a contemplar, sentir, meditar, oír las voces de sus semejantes, los gemidos misteriosos del viento y de los árboles, el ruido mundano de la ciudad donde viven, las histerias de los vecinos, la pareja que en la mesa de junto tiene una hora sin hablarse, la muchacha que alza y entrecierra los ojos y se mesa el cabello, el sol que se marcha sin despedirse, la noche que espesa los recuerdos o adelgaza los rencores. Eso imagino, en realidad no lo sé.
Es evidente que la mayoría de los escritores ganan mucho menos de los seis mil rublos de Dostoievski y a veces menos que nada, y es cuando la mendicidad toca a su puerta mortificada, aunque en realidad es el escritor el que toca –muchas veces de un modo golpeado y agolpado– todas las puertas a su paso, con los nudillos lacrados en la garganta.
Pero ¿quién le paga al escritor seis mil rublos anuales?
Muchos escritores son profesores o investigadores; imparten conferencias y seminarios; traducen, comentan, escriben críticas; cobran regalías por la venta de sus libros; algunos reciben un apoyo público o privado, una beca o algo por el estilo; trabajan en una revista como editores o redactores; revisan textos en una editorial importante o no tan importante, etcétera. Todo eso sumado puede arrojar la cantidad de seis mil rublos al año. Pero entonces ya no puede leer ocho horas diarias ni escribir durante cuatro. Supongo que no le queda tiempo ni ganas de embobarse con la pareja callada de la mesa de junto, fijarse en las minucias delgadas y huérfanas que entallan las paredes, asombrarse con el pajarillo que decidió vivir en un rincón discreto a los pies de la estatua de Pushkin del relato de Andréi Platónov; o no podrá escribir (abro al azar un libro de Isaak Bábel): “El otoño había cercado nuestros corazones, y los árboles, difuntos desnudos puestos de pie, se balanceaban en las encrucijadas”.
No lo sé; supongo que hay estilos y gustos. Sé que hay escritores que sólo pueden escribir si están enojados; otros si están contentos; unos más si están ebrios, y no son pocos los que producen febrilmente si su mujer los corrió de la casa por desobligados. No lo sé y me cuesta trabajo imaginarlo.
Los seis mil rublos de Dostoievski no representan una gran riqueza ni una pobreza llamativa, sino una condición humana tolerable: una condición que nos hace humanos, escribe Brodsky. Agrega que esa cantidad es la expresión monetaria de una existencia normal, moderada. Para la mayoría de las personas seis mil rublos anuales es una aspiración normal. Si un escritor considera que es una gran cantidad de dinero, funciona en el mismo plano físico y psicológico que la mayoría de las personas, es decir, aborda la vida en sus términos generales, ya que, como todos los procesos naturales, gravita hacia la moderación. A la inversa, un escritor que pertenezca a la capa más alta de la sociedad o a sus estratos más bajos producirá invariablemente una representación algo deformada de la existencia, pues en los dos casos la observará desde un ángulo demasiado agudo. Concluye: “La crítica de la sociedad (que es un apodo de la vida) desde arriba o desde abajo puede brindar una lectura muy interesante, pero sólo una labor desde dentro puede ofrecernos imperativos morales”. Brodsky argumenta que la posición de un escritor de clase media es lo bastante precaria para hacerle ver con considerable agudeza lo que ocurre por debajo de él. En cambio, la situación de arriba, dada su proximidad física, carece de atractivo celestial. Como mínimo, dice, un escritor de clase media trata de una mayor variedad de apuros, por lo que con ello aumenta las proporciones de su auditorio. Ésa es una forma de explicar la gran cantidad de lectores de que ha disfrutado Dostoievski, Melville, Balzac, Hardy, Kafka, Joyce, Faulkner: “Parece que el equivalente de seis mil rublos garantiza una gran literatura”. Además, supongo yo, el artista verdadero no es un escritor industrial.
Quizá sea por eso que la mayoría de los grandes escritores prefieren a Dostoievski y no a Tolstoi: el primero sufrió las de Caín para completar su subsistencia mientras el patriarca de Yásnaia Poliana sublimó la pobreza y la vida sencilla, pero siendo inmensamente rico. Sólo en el último instante de su remordimiento Tolstoi se zafó de la mediocridad doméstica y huyó a morir con la dignidad que predicó durante su larga vida. Además de la Biblia, llevaba consigo Los hermanos Karamázov.

viernes, 23 de julio de 2010

Democracia y caciquismo

En el examen que lleva a cabo Enrique Krauze de la democracia en México, a una década de la alternancia en el poder presidencial, una afirmación suya me parece relevante para completar el cuadro explicativo de los avances, las modorras, los retrocesos, las inercias y las nostalgias políticas en el México convulso y violento de nuestros días: “Ahora la democracia mexicana podrá seguirse consolidando en donde más lo requiere: el nivel estatal y municipal”.
El autoritarismo no ha desaparecido, sólo se ha dispersado; su fragmentación ha federalizado el régimen de caciques y abusos locales. Apenas exagero al afirmar que los gobernadores se convirtieron en presidentes de la república de sus estados y los alcaldes se conducen como gobernadores de sus municipios. Sin duda hay excepciones, pero las excepciones no hacen sino confirmar la regla.
Los avances democráticos del orden federal en división de poderes, libertad de expresión, transparencia y responsabilidad pública están muy rezagados en estados y municipios. Los gobernadores son poco menos que monarcas sexenales de los estados que gobiernan. El funcionamiento de los poderes legislativo y judicial y el de los organismos autónomos sigue dependiendo, en sus decisiones medulares, de la voluntad del gobernador. Los ayuntamientos, a pesar de la pluralidad de su integración, no funcionan como autoridades colegiadas. El presidente municipal mantiene un poder desmesurado que anula la deliberación en el cabildo y favorece el ejercicio unitario del poder.
En diez sencillos apuntes conjeturo una explicación general:
1) El origen jurídico-político de los estados es la Constitución Federal de 1824. En los hechos, sin embargo, los gobernadores están más emparentados con los jefes políticos del centralismo del siglo XIX que con el espíritu de autonomía estatal del sistema federativo del constitucionalismo moderno, que en nuestro caso lo situamos a partir de la Constitución vigente, la de 1917. Durante el siglo XX (de 1929 a 2000) los gobernadores del PRI, designados realmente por el presidente de la república, tenían como responsabilidad fundamental la de mantener el orden y la paz en sus respectivos territorios. Su obediencia al presidente era incondicional; esa obediencia era su razón de ser, el más importante de sus deberes republicanos, su seguro de vida. No cumplir escrupulosamente con la fidelidad religiosa al Señor Presidente tenía consecuencias previsibles y contundentes: desaparición de poderes y muerte política.
2) La alternancia en los poderes municipales y estatales modificó relativamente la vida política local. Culturalmente, sin embargo, los gobernadores no han podido ni querido ni permitido la emancipación de los otros poderes públicos. Herederos en línea recta de los jefes políticos del siglo XIX y de los caciques del XX, los gobernadores son aceptados como los líderes políticos y sociales por los poderes legislativo y judicial y por los titulares de los organismos autónomos (institutos electorales, comisiones de derechos humanos, comisiones de información pública). Los funcionarios locales no han desenredado la madeja de la servidumbre voluntaria; las raíces autoritarias se hunden en la vieja concepción de que el gobernador es el responsable de todo cuanto ocurre en el estado que gobierna y en la incapacidad de los otros poderes públicos de ejercer una independencia que sea al mismo tiempo libre y responsable.
3) Entre la clase política se ve con buenos ojos al gobernador que tiene el control de los medios de comunicación. “Manejo de medios”, se dice. La represión contra periodistas y comunicadores no es la regla general, pero son legiones de ellos cuyo servilismo hace innecesaria cualquier acción represiva. En los estados se necesitan periódicos locales que dependan más de sus lectores y anunciantes privados que del gobierno.
La democracia es confrontación o no es democracia. La confrontación nos fortalece, si no se confunde con enfrentamiento. Todavía tiene mala prensa que los diputados discutan y confronten sus posturas e intereses. Cuando en un congreso local los diputados debaten un asunto por más de dos semanas, los propios medios de comunicación lanzan sus reproches. He escuchado y leído a periodistas que exigen: “ya dejen de discutir y mejor pónganse a trabajar”, como si la principal tarea de un órgano legislativo no fuera la de pelear democráticamente todo el tiempo, no importa que a veces se pierda la compostura. Nadie paga por ver una pelea de box en la que los rivales intercambian besos y linduras. Confrontación es confronta, contraste, compulsa, cotejo, contradicción, deliberación, debate, discusión. . . a todo eso se le llama diálogo democrático. Sólo después deviene en decisión mayoritaria.
4) Las autoridades municipales también tienen su corazoncito y ahora se han llenado de funciones de fomento y promoción en perjuicio de sus funciones básicas. Los presupuestos se han incrementado sustancialmente y en tal proporción ha aumentado el gasto corriente; las burocracias municipales, aun las de municipios pequeños, se ha vuelto compleja y costosa. Se han creado organizaciones administrativas de promoción industrial, turística, comercial, de negocios globales y otras grandiosidades por el estilo, en detrimento de la atención de las más elementales necesidades de las poblaciones. En algunos municipios rurales hay más asesores que nopaleras.
Los ayuntamientos tienen la facultad de aprobar sus presupuestos de egresos, pero las reglas generales de cada estado no han limitado esa atribución para impedir que el gasto burocrático se eleve arbitrariamente. La mayoría de los municipios del país son pobres, pero los sueldos y prestaciones de regidores y burócratas nadan en la abundancia.
5) Las elecciones estatales del pasado cuatro de julio fueron ejemplares en más de un sentido. En primer lugar, la gente salió a votar en un porcentaje razonablemente bueno, incluso en regiones donde la violencia criminal amenaza a las instituciones públicas y a la propia sociabilidad. En segundo lugar, la alternancia en Oaxaca y en Puebla fue la mejor noticia. Dos gobernadores del PRI, los más representativos de lo peor del PRI, fueron derrocados por el voto ciudadano. No todo fue perfecto, pues lo peor del PRI ganó en Tlaxcala. Falta derrocar electoralmente a lo peor del PAN: Jalisco y Guanajuato, sedes nacionales del fanatismo.
6) La alternancia en los poderes estatales y municipales reforzó el terrible mal del “managerismo” político. Las administraciones públicas se llenaron de gerentes. Los políticos demagogos no fueron sustituidos por políticos modernos (democráticos y honrados) sino por tecnócratas de quinta que deciden para sociedades que no existen. Aun en los municipios pequeños y pobres se da más importancia a los proyectos de comunicación e imagen personal que a la recolección de basura o a la construcción de pequeñas obras de utilidad comunitaria.
7) Los partidos políticos locales son, en general, delegaciones de las dirigencias nacionales, y los partidos pequeños son franquicias de un membrete nacional. Los ciudadanos no hemos promovido la formación de agrupaciones civiles solamente locales (estatales y municipales), cuya participación en los problemas públicos represente intereses que contrasten con los intereses de los poderosos. En general, las que se forman nacen con la bendición del gobernador. En los partidos –el problema es nacional– no hay deliberación. Como un reflejo cultural de la sociedad, el debate es mal visto y la disidencia es calificada como indisciplina o desobediencia. Los miembros de los partidos, si quieren tener futuro, deben cumplir con sus tres derechos históricos: ver, oír y obedecer. En los partidos el debate simplemente no existe. Los acuerdos son arriba y lo demás es cosa de control político y reparto clientelar.
8) En estados y municipios la crítica es tomada siempre de manera personal. Una crítica convierte al crítico en enemigo público. Los poderes locales siempre tienen manera de reducir o eliminar la libertad crítica.
Las sociedades estatales y municipales siguen siendo, en general, sociedades cerradas: intolerantes, pueblerinas, sensibleras. El contraste no puede ser más paradójico: el discurso de la globalidad de un lado y la negación de la pluralidad y la diferencia del otro.
9) Las reformas políticas no surgen de estados y municipios. Siempre llegan de arriba. Abajo, en el orden de competencia estatal, se produce poco y se propone menos. Las legislaturas locales y los ayuntamientos carecen de imaginación. Hasta el presente, funcionan como órganos de adecuación de las grandes reformas federales a los ámbitos locales.
En algunos municipios del país (todavía pocos) se elige al regidor síndico en boleta separada de la del ayuntamiento. Son varios los casos en que el elector elige la propuesta de ayuntamiento de un partido y al síndico de otro. Creo que se puede avanzar más en este sentido si las legislaturas estatales llevan a cabo su propia reforma política. Sería más útil que un ciudadano tuviera derecho a ser candidato independiente a síndico municipal que a presidente de la república. Pueden surgir candidaturas de ciudadanos capaces y respetados en la pequeña comunidad donde viven.
10) La participación ciudadana en la discusión y decisión de los problemas públicos no tiene reglas ni instituciones por donde puedan transcurrir. Tenemos más derechos pero no tenemos cauces legales e institucionales para hacerlos efectivos. La planeación del desarrollo sigue encerrada en el esquema legal de 1983, en la estructura promovida por el presidente Miguel de la Madrid. El rezago va para tres décadas.

lunes, 12 de julio de 2010

El hijo del tejedor

“Mi vida está llena de muertos. Pero el más muerto entre los muertos es el pequeño niño que fui”: Georges Bernanos

Lo mejor de la infancia son las excursiones. No exageraba Mauriac cuando decía que la infancia es el paraíso perdido. En las excursiones perdíamos el sentido de la naturaleza: nosotros éramos la naturaleza misma, una fuerza fundida. Así lo fue por lo menos en mi caso y en nuestro barrio. De ellas converso con el hijo del tejedor, a quien he encontrado luego de tantos años. Algunas etapas de la infancia pueden ser borrosas, inconexas, difusas; las excursiones son memorables, nítidas como las lunas blancas de las noches negras de diciembre. El hijo del tejedor y yo las recordamos con sorprendente precisión de detalles. Están adheridas a la piel más fina de la memoria; se cuelan sin permiso en el recuerdo, palpitan en los olores, los sabores, las risotadas; vienen solas y se van cuando les da la gana; nos dejan sus dibujos de árboles y matorrales, el sol naranja circulado por unas nubecillas sosegadas, veredas desgarbadas y serpenteantes, cerros lejanos que, erguidos y solemnes, impregnan de misterio el horizonte.
Trepados en un mezquite o tumbados en la yerba promiscua, una excursión era bordear los misterios del paraíso. Sobre un peñón enorme, con los brazos extendidos y el rostro de barbecho, las bocas abiertas recibían el milagro de la lluvia, el crujido del granizo; no teníamos alas, pero de nuestros labios, como reza un verso de Rilke, brotaba una mariposa. El hijo del tejedor se fue a Estados Unidos a estudiar ingeniería genética; ha regresado, no sé qué tantos años después, a visitar a su madre enferma. Hablamos de plantas y animales, de piedras y arbustos, de ríos y cuevas, del estanque de El Pueblito donde se ahogó el hijo del afilador. “¿Te acuerdas del hijo del afilador, el goleador del equipo?”
En uno de sus ensayos (Plantas y animales), Alejandro Rossi escribe que un jardín zoológico es un homenaje al cazador y que hay niños que han visto tigres y osos polares y nunca un burro o un conejo. Es posible que en la ciudad futura los zoológicos alberguen, para asombro de la infancia, no sólo cóndores e hipopótamos, sino también terneras, ovejas, cabras y cerdos. Recuerda Rossi que Pio Baroja nos habla de la sorpresa de un niño cuando le dijeron que debajo del asfalto había tierra, la misma en la que se sembraba el trigo. La distancia es la categoría básica, escribe Rossi. Lo usual ya no es ver el pollo vivo, sino dividido en pechugas y muslos y el pescado siempre está sobre unas barras de hielo. Es la naturaleza muerta: el animal despellejado, el filete sin espinas, el trozo de carne, el final de un proceso cuyo origen nos es cada vez más remoto.
El hijo del tejedor se queda pensando. Su mirada triste es la que habla: “Lo de hoy no se parece en nada a nuestra infancia. Para empezar, cada casa –el hijo del tejedor se refiere a la hilera de casuchas donde terminaba la ciudad y comenzaba la aventura– tenía su propio corral. Los que vivíamos en la frontera entre el asfalto inerte y la naturaleza viva éramos pobres; en cada corral había unas cuantas gallinas, unos pollos, un cerdo, dos o tres chivas, cuatro o cinco cóconos y unas diez jaulas donde gorriones y canarios hacían jirones la música de Stravinski” (el hijo del tejedor es melómano, un poco anticuado pero culto; detesta a Stravinski; afirma que la buena música terminó con Schubert).
“Algunos de nuestros vecinos –sigue– no eran tan pobres; don Gervasio el pajarero, que vivía en Arteaga, tenía dos gallos de pelea, el soldado tenía su bicicleta, el cartero se daba el lujo de ir a La Caldera cada mes y el peluquero podía mantener a dos mujeres. Tu padre, sin ir más lejos, tenía, sin contarte a ti, dos burros: yo lo veía cuando paseaba por los alfalfares, cuando los cargaba de tabiques que compraba en las ladrilleras de Santa María Magdalena, cuando los balanceaba con sendos cántaros de agua del corral de piedra. ¿Acaso ya no te acuerdas de tu padre?”, me pregunta elevando el tono de su voz opaca y triste.
El pasado es un país extraño y remoto. Pero el pasado no es cuestión sólo de tiempo. El espacio también cuenta, a veces más que los años. Viajar de un sitio a otro, aun en distancias pequeñas, es viajar al asombro. Formas de hablar, costumbres, hábitos, gestos, comedimientos, naturaleza.
Borís Pilniak narra en Un cuento sobre cómo se escriben los cuentos que una muchacha rusa casada con un escritor japonés se extrañaba de que en los mercados de Japón no vendieran los pollos enteros sino en piezas, y se podían comprar separadamente las alas, la pechuga, los muslos. Eso era inconcebible en Rusia y lo era en Querétaro en la época de nuestra infancia, ya no se diga antes. Los pollos se vendían enteros, no en partes. Pero al mercado sólo íbamos a vender, no a comprar. Recuerda el hijo del tejedor:
“En casa no había dinero para comprar un pollo en el mercado. No era la costumbre ni había necesidad. La primera rosticería que hubo en la ciudad fue todo un acontecimiento, ¿te acuerdas? Teníamos que conformarnos con una gallina del corral a la que nuestras madres torcían el cuello con una pericia y una determinación que hoy ofendería los sentimientos de los protectores de animales. El caldo de gallina, con el repollo y la pieza de carne nadando en el milagroso líquido, era una delicia. Luego del caldo venía un plato de acelgas o verdolagas enchiladas con costillitas de cerdo y frijoles de la olla en abundancia. Lo mejor era tomar uno mismo del comal las tortillas infladas. Un jarro de agua fresca del corral de piedra era como el banderazo de salida: había llegado el momento de partir a La Cañada a corretear liebres y coger escarabajos para volarlos en redondo. Éramos pobres y por eso nunca había postre, pero en el camino, ¿te acuerdas?, comíamos garambullos, duraznos, higos, tunas, moras, nísperos y otros milagros que la naturaleza de la vereda nos ofrecía con una sonrisa, entrecerrando los ojos. Éramos pobres y sólo cada mes había buñuelos, calabaza endulzada, tamales de ceniza o uchepos, jocoque, pozole, gorditas de trigo con un vaso de leche o, cuando la pobreza se ensañaba, apenas un bolillo de nata y un champurrado hirviendo. Éramos pobres, pero eso sólo lo supimos muchos años más tarde, ya adultos, ya adulterados”, dice con ironía ácida el hijo del tejedor. Temps qui court, murmura.
Concluye Rossi que en la actualidad nos relacionamos con la naturaleza pura a través de una doctrina falsa. Escribe que la técnica acentúa la lejanía. En la ciudad, la naturaleza se presenta como parque o jardín, espacios limitados que intentan reproducir una imagen de ella. Parques y jardines son para mirarlos. Se puede uno sentar en una banca y contemplar el pasto recién cortado, mullirse en el fluir monótono de los chorros de agua de la fuente, recorrer con la mirada la enorme jacaranda que te lanza dos veces por año sus besos de lila, pero no más. Cuando una abeja ronda tu cabeza, ya tienes con quien charlar. Le cuento al hijo del tejedor una historia:
El lenguaje de las abejas abarca bastante más que la danza en forma de ocho como orientación de la comida. Eso dice uno de los personajes de Primo Levi (Pleno empleo). Este personaje logró compilar un pequeño glosario con algunos centenares de voces de las abejas. Por ejemplo, descubrió equivalentes de un buen número de sustantivos del tipo de “sol, viento, lluvia, frío, calor”. Sus voces tienen un amplio surtido de nombres de plantas; tienen por lo menos doce figuras distintas para designar manzano, según se trate de un árbol pequeño, viejo, sano, silvestre. Las abejas saben decir “recoger, picar, caer, volar”, y también cuentan para el vuelo con un número sorprendente de sinónimos: el “volar” propio de ellas es diferente del de los mosquitos, las mariposas y los pájaros. En cambio, no distinguen entre caminar, correr, nadar o viajar sobre ruedas. Para ellas, todos los desplazamientos a ras de suelo o sobre el agua son un “arrastrarse”. Se contentan con una nomenclatura extremadamente genérica para los animales más grandes. No distinguen entre hembra y macho, distinción que el personaje les ha explicado. Las colmenas le han confiado algunos de sus misterios: de qué manera deciden el día en que tendrá lugar la destrucción de los machos, cuándo y por qué autorizan las reinas la lucha a muerte entre ellos, cómo establecen la relación estadística entre zánganos y obreras. Pero las abejas no te lo dicen todo. Mantienen algunos de sus secretos. Son un pueblo de gran dignidad.
El hijo del tejedor me contó a su vez el experimento con hormigas que llevó a cabo su hijo adolescente. En un pomo vacío de mostaza, sin lavar, metió unas quince hormiguitas. Cavó un hoyo de la profundidad del pomo y dejó a la intemperie la entrada, a ras de la superficie. Las hormigas no han dejado de hacer esfuerzos por ascender por el vidrio grasoso y alcanzar la libertad. Los intentos han sido infructuosos. Las paredes resbaladizas lo impiden. El muchacho comprobó el primer día su hipótesis: las hormigas se montaban unas sobre otras para que la de arriba pudiera salir. No lo consiguieron, pero descubrió un suceso que lo tiene perplejo: las hormigas del exterior, en su trajinar, se han dado tiempo para arrojar piedrecillas al fondo del pomo. En un mes el frasco ya va a la mitad. Antes de veinte días el pomo estará al tope, y las hormigas podrán salir del calabozo y reemprender su trabajo cotidiano. El muchacho ha aprendido algo del lenguaje de las hormigas: su naturaleza es contractual; tienen un lenguaje mediante el cual todo el día llevan a cabo pactos o acuerdos, y son capaces de negociar un intercambio que les permita vivir en paz, a cambio de lo cual se comprometen a terminar con las larvas nocivas de los jardines. Tout est possible, même Dieu, dice en un suspiro el hijo del tejedor.
“¿Cómo está tu madre?”, le pregunto.
–Mi madre se muere. Sus ojos ahuecados ya sólo miran hacia dentro. Tiene las uñas grises. ¡Che so oio! Ayer me miró con el poder de su alma. Con su voz débil y quebradiza me preguntó:
–Hijo, ¿por qué eres tan infeliz si ya no eres pobre?

jueves, 8 de julio de 2010

Unamuno y los buenos negocios

Según datos de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social y del Banco de México, seis entidades federativas concentran más del cincuenta por ciento de los quinientos mil empleos creados durante el primer semestre del año: Nuevo León, Estado de México, Distrito Federal, Jalisco, Coahuila y Baja California.
Ya se sabe que geografía y economía no van siempre de la mano; las comunicaciones, uno de los factores clave para la facilitación de actividades económicas, tampoco resulta tan definitivo en la gesta de condiciones del trabajo; la inversión extranjera, el dogma económico de la globalidad, resulta menos relevante como factor de crecimiento y empleo, y en cambio es verdad que bienestar y calidad de vida no corren paralelamente con el crecimiento económico ni con el aumento del empleo.
Tenemos ejemplos de que el crecimiento económico es una de las causas principales del decrecimiento del bienestar; tenemos otros tantos de que la creación de empleos no depende del crecimiento económico; y también los tenemos de que el ahorro es posible sin crecimiento económico y sin creación de empleos formales. Por eso se dice que el progreso es una ilusión. Las apariencias engañan y también desengañan; los beneficios son tan dispares: mucho para muy pocos y casi nada para muchos. Por ejemplo, una región donde la construcción es abundante genera miles de empleos. . . ¡de albañiles! Se puede alegar, con razón, que la construcción beneficia a contratistas y proveedores, es decir, a pequeños constructores y comerciantes medianos. No ocurre tal cosa cuando la construcción no provee sus materias y productos en el lugar donde construye. En sí misma la industria de la construcción no es significativa si no se adjetiva. ¿Construir qué, cómo y para qué? El problema de la construcción es que edifica para que la dignidad social se adapte a sus condiciones y no para que las edificaciones se adapten a la dignidad social. Y esto es así porque el desarrollo urbano lo deciden los urbanizadores, no los urbanistas.
El Estado de México, uno de los grandes productores de empleo, no es por ello un estado productivo. Sus problemas sociales son quizá los más graves del país, incluidos los de violencia y criminalidad. En el extremo, Yucatán es uno de los estados que apenas ha generado empleos, pero ninguna ciudad mexicana le quita a Mérida su calidad de ser la ciudad más segura del país. Pero Mérida es mucho más que una ciudad segura: es una ciudad feliz. Es difícil encontrar en Yucatán a personas de mal humor. El Paseo Colón es justamente eso, un paseo, una calle a la medida de los pies humanos. Sea lo que signifiquen calidad de vida, crecimiento, progreso y bienestar, cualquier mirada atenta puede comprobar que existen pueblos más felices que otros. La pobreza de Yucatán no es la miserable pobreza del Estado de México.
El fenómeno de la crisis del empleo formal afecta al país entero y al mundo, pero no se ha tomado en serio la temible crisis de la sociedad de pleno empleo. Los programas públicos del empleo son bien intencionados pero son ilusorios. Si de poner un ejemplo se trata, ahí está el fracaso del programa del presidente Felipe Calderón de exentar de contribuciones el primer empleo. Crear un empleo formal se ha encarecido hasta las nubes y en cambio no se apoya a los desempleados a crear uno a la medida de su esfuerzo y creatividad.
Apoyar a la gente pobre para que cree su propio empleo en lugar de condenarla a buscarlo en vano es apenas una línea en los discursos. Se requiere apoyo y capacitación, pero antes se requiere deshacer el nudo de requisitos y trámites que se interponen entre el empeño de la gente de trabajar y las burocracias pazguatas y groseras. A esa gente pobre a la que la burocracia le hace la vida de cuadritos es a la que Gabriel Zaid llama “empresarios oprimidos”.
El uso del vocablo “empresa” en sentido económico es relativamente reciente. Palabra de origen italiano (impresa), nace como emblema, apotegma, bandera. Su cuna es la concisión; el principio filosófico de su origen se puede fundar en cuatro palabras de Baltasar Gracián (1601-1658): “No se nace hecho”. En el origen de la empresa encontramos un deseo de libertad, una expresión de imaginación y creatividad; escrito como aforismo o sentencia, la sabiduría de la empresa es eminentemente práctica; busca llegar a cualquier persona, al campesino y al peatón, al joven que empieza con entusiasmo y al viejo que termina con dignidad, al hombre que le gusta el trabajo por su cuenta y a la mujer que lo necesita; es un alegato conciso contra el determinismo que proclama que nada nuevo hay bajo el sol; por lo mismo, se aleja de las categorías morales del bien y del mal; sus consejas abordan cuestiones prácticas y una moral común que las acompaña. Gracián es el creador de los emprendedores. El “self-made man” moderno es de Gracián, que en el arte de la prudencia exaltó la sabiduría del esfuerzo personal, el arte de saber ganar: mantener la dignidad, ascender con decoro, hacer del respeto y la cortesía las formas culturales de un buen negocio. La sabiduría práctica de Gracián fue continuada por los moralistas de los siglos XVIII y XIX. Si uno lee a Shopenhauer la huella de Gracián respira hondo. Hace poco, leyendo Mi visión de mundo de Albert Einstein, vi claramente la presencia de Gracián en las actitudes científicas y morales de este genio del siglo XX.
La empresa emerge como una acometida contra lo que se suele considerar muy difícil o imposible. Las primeras empresas son las del pensamiento; son filosóficas, literarias, artísticas; representan un acto de rebeldía contra los dogmas. No es casual que las primeras empresas fueran también las de la conquista de la naturaleza.
En sentido moderno, “empresa” conserva sus antiguos usos y se ha agregado el de entidad productora de bienes y servicios. Es este último sentido el que casi ha desaparecido. Si una empresa fue siempre una dificultad, un esfuerzo, un desafío, ahora, como ha dicho el empresario Rogelio Garza Zambrano (entrevista con Sanjuana Martínez, La Jornada, 13 de junio, 200), los empresarios sólo se interesan por el último renglón de la contabilidad, el de las utilidades; ya no les interesa crear riqueza sino ganar dinero. Declara Garza Zambrano que la cultura empresarial de nuestros días se basa en éxitos rápidos y espectaculares, no en la paciente edificación de una empresa que pasa a formar parte de la cultura de una región o una ciudad, que incluso acaba siendo el símbolo del esfuerzo, su emblema, su bandera, un signo de identidad, su orgullo. Muchas ciudades del país tienen una identidad empresarial que se ha venido deslavando por la fugacidad de los negocios modernos. En Querétaro las primeras fábricas de la industrialización formaron parte de la cultura popular de la ciudad, a pesar de la CTM. Las fábricas queretanas fueron, de 1950 a 1980, emblemáticas: nos representaban, eran la concisión de una historia, el símbolo de un porvenir abierto y esperanzador.
Como ahora la actividad empresarial tiene como valores la velocidad y la espectacularidad, los negocios aparecen un día y desaparecen el otro. Por eso se dice del progreso que es una ilusión: es un acto de magia, de prestidigitación. Querétaro se ha vuelto fantasmagórica; es irreal, una humareda de luces sombrías que matan la memoria de la comunidad en la medida en que prescinden de la identidad del esfuerzo empresarial.
Dice Zaid que un puesto de tacos le conviene más al país que un puesto burocrático. Un puesto de tacos requiere una inversión pequeña, un espacio de no más de tres metros cuadrados, y crea tres o cuatro empleos: dos que preparan los tacos, otro que cobra (el dueño que cuida su negocio) y un cuarto, el del niño que ayuda a su padre destapando los refrescos y limpiando la barra. No faltan los que chillan diciendo que hay explotación infantil, pero ¿quién le da al chiquillo los cincuenta pesos diarios que reúne entre el salario de cuatro horas de trabajo y las propinas?
Abrir un pequeño negocio es un calvario. En algunos casos he llegado a contar más de sesenta trámites. Escribe Gabriel Zaid: “Los que hacen leyes, reglamentos, normas y trámites no distinguen mosquitos de elefantes. Legislan como si todas las empresas tuviesen departamentos técnicos, contables, jurídicos. Legislan para un país que no existe”.
Se legisla sobre la pobreza pero no se entiende ni se atiende a los pobres. Una encuesta de la UNAM (La Jornada, 7 de marzo de 2010) muestra que el 60 % de jóvenes de entre 12 y 17 años ve en el narcotráfico “una alternativa viable” de trabajo. No hay oportunidades de empleo para ellos ni para los de 18 en adelante, y por definición la burocracia está hecha para entorpecer al empresario, no para facilitarle su determinación. Los programas de formación de emprendedores también están hechos para un país que no existe: se habla de negocios fantásticos y fabulosos. Y tienen razón: son negocios de fantasía, de fábula.
El problema no es que seamos un país pobre sino un pueblo iluso, de donde resulta que no somos ilusos por pobres sino pobres por ilusos. No hemos sacado provecho suficiente de la pobreza, aún sabiendo que son los pobres los que mantienen la estabilidad del país. Unamuno lo dice poéticamente en una línea de su Diario íntimo: “el pobre que siente caridad hacia el rico es el que se eleva de su pobreza y la aprovecha”. Hay que leer con inteligencia la frase de don Miguel. Admiro a los empresarios que quieren conquistar el Everest de los negocios, pero más admiro al empresario de tacos de la esquina: es más útil al país y es tan feliz como Carlos Slim. La felicidad del taquero me consta, no la de Slim. La informalidad económica, remata Zaid, es una bendición incomprendida que despierta sentimientos equivocados. Es el refugio del sentido común.

martes, 6 de julio de 2010

Los muros de la desconfianza

Las percepciones pueden ser temibles. Si se cree que las mafias del narcotráfico son invencibles, por eso son invencibles. Entonces se cumple el objetivo de la delincuencia, el de infundir un miedo tal que se anulen las reservas de valor civil de la sociedad. La realidad es que el poder del crimen organizado no es invencible, pero una sociedad atemorizada es la geografía ideal donde los delincuentes se mueven a sus anchas. Está bien la presencia de policías, pero está mejor la presencia de la población. La actitud ante la violencia no es un asunto de optimismo o pesimismo, sino de dignidad personal y colectiva. El miedo es la soga que uno mismo se pone al cuello. Tengo un ejemplo a la mano que puede servir:
El hecho ocurrió en una ciudad fronteriza y es una muestra de la psicosis colectiva que ha producido la violencia. Un joven veinteañero –sus padres son amigos muy queridos–, alegre y entusiasta como el que más, acude gustoso al auditorio donde una de sus primas habrá de recibir, en la ceremonia de graduación preparatoriana, su diploma de bachiller. El lugar está atiborrado de familias y amigos. Hay gente de todas las edades: abuelos, padres, tíos, hermanos, primos, amigos, niños. . . A cada graduado nombrado corresponde un aplauso de su familia y amigos, como es costumbre en estos casos. Una porra aquí, otra allá, gritos jubilosos en este pequeño grupo, silbidos de alegría en aquel, “bravos” que inundan el auditorio como una ola en un estadio, aplausos y más aplausos, porras y más porras. Cuando el maestro de ceremonias dice el nombre de la prima del joven veinteañero, éste, que quiere un estruendo festivo digno del acontecimiento, se pone de pie y con fuerza hace girar una matraca de regular tamaño. Al instante la gente corre despavorida buscando la salida. En un segundo los rostros alegres cruzan la espesura del espanto, los nervios se crispan y una densa nube de alaridos se apodera del lugar. La gente atropella, se atropella, se cae, se levanta, otros caen encima, unos más brincan las hileras de butacas para alcanzar la puerta, algunos parece que vuelan, muchos chillan, gritan a sus hijos, se tiran en el pasillo entre butacas. La ceremonia pudo reiniciarse media hora más tarde. La tronada de una maraca de regular tamaño fue percibida como un ajusticiamiento colectivo. Ya en la calle, la gente vio tres ahorcados colgando de un puente de la avenida, cada cual con un letrero ilegible.
Charlo con el joven veinteañero en una cafetería de la Plaza de Armas de Querétaro. Me cuenta, apenado, la temible anécdota luego que escuchó el zumbido atronador de un cohete, tal vez en el templo de La merced. “Allá, dice, un petardo de feria provoca que la gente corra a refugiarse donde sea, debajo de un automóvil o de una mesa, detrás de un árbol o de una pared. Y aquí, con la plaza repleta de gente, el cohete pasó sin que nadie se diera cuenta”. Le respondo que lo he visto y sufrido. Sólo acierto a recordar que la calle es de la gente, no de los delincuentes o de la policía. Es nuestra, sería un suicidio huir de ella. Cualquier cosa es preferible al miedo.
De seguridad se habla todos los días. Políticos, gobernantes, intelectuales y analistas hablan del asunto como otros hablan de sus alegrías y penurias cotidianas. Los especialistas definen, clasifican, explican; nunca antes la seguridad y la justicia penal habían tenido tantos expertos; elaboran teorías, sugieren estrategias, diseñan marcos institucionales y proponen reformas legales. El tema parece sencillo. Al menos así les parece a los especialistas que no pertenecen a las élites gubernamentales que toman las decisiones o al grupo de asesores que diseñan modelos y venden sus anticuados enfoques sistémicos. En todo caso, analizan el problema, como se dice ahora, con una visión estructural. El problema ya no resulta tan sencillo para los que tienen la responsabilidad de decidir. Por el contrario, señalan que la seguridad pública y la lucha contra la delincuencia organizada son problemas complejos. Es cierto, los asuntos políticos suelen ser complejos, pero el abuso del adjetivo “complejo” ha devenido en coartada de los especialistas para delimitar un campo de acción cada vez más reducido, con exclusión de los que no son especialistas, no se diga si se trata de simples ciudadanos que nada saben de lo complejo que es lo complejo.
Cada vez que escucho que tal y cual problema son muy complejos, sospecho una intención excluyente, deliberada o no. Es cierto, el ciudadano común nada sabe de seguridad ni de combate al narcotráfico, pero sabe más que nadie de inseguridad, injusticia, miedo e impotencia. Los especialistas se ocupan de la justicia: la conceptualizan, definen sus esferas, organizan instituciones, teorizan sobre sus elementos, medios y fines. No se han ocupado, en cambio, de estudiar la naturaleza de la injusticia, la que no pertenece al ámbito de las instituciones, la de los comportamientos interhumanos y sus consecuencias injustas. La sociedad civil es invisible pero real, y en ellas se producen injusticias manifiestas que son evitables mediante una cultura de respeto, civilidad y legalidad.
Aceptemos, en fin, que los asuntos de seguridad y delincuencia organizada son complejos. El escritor y político irlandés Edmund Burke (1729-1797) nos diría: “Es difícil hablar de ellos pero es imposible callar”. Va una decena de notas esquemáticas sobre esos problemas tan complejos:
1) Se repite que la estrategia de la lucha contra la delincuencia organizada ha fracasado. Se habla tanto de fracaso que hemos perdido de vista qué es lo que ha fracasado. La idea de fracaso parece moverse en un espacio ciego, un espacio muy del gusto de Musil. Queríamos un pastel de fresa y criticamos que sabe a manzana, pero pasamos por alto si es pastel. El fracaso se convirtió en una idea generalizada y dejamos de prestar atención al sustantivo. Exagero, sin duda, pero también exageran los especialistas en temas de seguridad cuando sentencian el fracaso de la estrategia, como si tuviéramos completamente claro de qué estamos hablando. Porque ¿cuál es la estrategia? ¿Sólo es una? ¿Son varias? ¿El fracaso es el predominio de lo policial? ¿Es la inclusión del Ejército? ¿Se refieren a la falta de inteligencia o voluntad para detectar y decomisar el dinero sucio y su lavado en el sistema financiero y bancario y en otras actividades económicas? ¿Qué es una estrategia? ¿Qué es un fracaso?
2) La mejor manera de combatir el delito es combatiéndolo. Si vemos el asunto desde una perspectiva histórica, la estrategia contra la delincuencia organizada es el combate mismo a la delincuencia organizada, en especial al narcotráfico. La decisión de combatirlo la tomó el presidente Felipe Calderón, una decisión cuya magnitud y alcances no tuvimos durante cincuenta años, contados desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Con la intensidad y determinación actuales, el combate al narcotráfico no existió durante ocho sexenios. En el gobierno de Ernesto Zedillo se conceptualizó “delincuencia organizada” y se instituyó su combate. El esfuerzo se interrumpió en el sexenio del presidente Vicente Fox.
3) Durante varias décadas el narcotráfico fue un problema menor; al menos así lo consideraron los gobiernos del PRI durante cinco o seis sexenios; cuando creció (la década de 1980 es clave), la política en México estaba concentrada en entender y atender la grave crisis económica. El hecho es que el combate al narcotráfico fue históricamente un problema reducido a policías y ladrones, monopolizado por los altos jefes policiales del país, con las consecuencias que hoy padecemos: corrupción, fusión de intereses criminales y policiales, complacencia a unos y exterminio de otros, acuerdos “oficiales” sobre territorios. Sólo con Calderón el combate al narcotráfico se desmonopolizó; es decir, se asumió como un problema de estado, aunque en la práctica el combate no ha congregado los pactos característicos de un asunto de estado.
4) El narcotráfico creció sin demasiadas trabas. En la perspectiva histórica, la responsabilidad política y moral es de los gobiernos del PRI. Por eso es mezquino que sus dirigentes acusen que ha fallado la estrategia, como si el problema hubiera nacido hace un lustro.
5) El presidente Calderón insiste en el diálogo y llama a fortalecer las instituciones de seguridad del país. En el PRI responden que es demasiado tarde. Sin embargo, la respuesta es impolítica, pues en política son relativas las concepciones “demasiado tarde” y “demasiado temprano”. Nunca es demasiado tarde para dialogar. La criminalidad sigue causando grandes daños a las instituciones públicas y a la sociabilidad; detener o paliar esos daños es un asunto de cualquier tiempo.
6) Es un error reducir el diálogo a las instituciones de seguridad. Se necesitan acuerdos y reformas que fortalezcan las instituciones públicas, en especial los partidos, el sistema representativo y los poderes judiciales.
7) Un apremio impostergable es evitar que la corrupción del narcotráfico penetre las instituciones partidistas y los procesos electorales. La reforma democrática es imprescindible. El objetivo sería reforzar la confianza en la democracia y ahuyentar la indiferencia anti política. El alto abstencionismo de las elecciones de Chihuahua (65 %) y de Tamaulipas (60 %) es un ejemplo visible. El temor y la indiferencia explican la baja participación.
8) El presidente Calderón hace cosas buenas que parecen malas y cosas malas que son malas. Si la guerra contra la delincuencia organizada es un asunto de estado, el presidente no ha estado a esa altura.
9) El diálogo no es incondicional, pero los agravios y las condiciones deben formularse en una mesa de trabajo. No hay excusas infranqueables si se piensa en la supervivencia misma del régimen democrático.
10) Es evidente la mutua desconfianza. Los gobernadores del PRI y del PRD se toman con reservas la colaboración y los funcionarios federales desconfían de los gobernadores no panistas. ¿Cómo derribar los muros de esa desconfianza? No veo cómo, salvo que la clase política sobreponga a los agravios y las revanchas los intereses generales del país.

jueves, 1 de julio de 2010

El telegrama del médico

En la fe de mis padres el oído era más importante que los ojos. Podíamos mirar sin restricciones, pero las advertencias sobre lo que escuchabas eran sentenciosas: “Ten mucho cuidado con lo que oyes”. En mi caso, leer tampoco tenía reglas prohibitivas o preventivas, y además no había muchas opciones. Quizá por eso me sorprendió que unos padres indignados fueran a la Preparatoria a denunciar la inmoralidad de la maestra de psicología por habernos dejado la tarea de leer El arte de amar de Erich Fromm. En mi casa, ni en cuenta. Leí a Erich Fromm sin ningún problema, excepto, claro, el de que no le entendí. Lo mejor fue, al final del curso, el viaje que hicimos a Cuernavaca con la profesora de psicología a conocer a Fromm. Ya no vivía en México, pero se había dado una vueltecita a saludar a los amigos. La profesora de psicología, que había sido su alumna en la UNAM, no pudo quedarse a vivir en Querétaro, pues el Ordinario de este Lugar presionó con fanática insistencia. Antes, los padres indignados hicieron en el atrio de la parroquia de Santiago una pira con los libros de Fromm.
En casa, pues, no teníamos advertencia de ninguna especie sobre ver, leer, tocar, gustar y oler. Oír, en cambio, era la puerta por donde entraba el mal. Hace algunos años leí las novelas de Javier Marías y pude entender la advertencia materna. El oído es la ventana por donde entra el azar: lo malo y lo bueno. Ha de ser por eso que los curas y los psicólogos tienen sus retiros espirituales. Necesitan, por decirlo así, desaguar los residuos sólidos de la condición humana azolvados durante años.
En la calle no hay peor infortunio que toparte con un conocido al que amablemente saludas y te detiene para contarte, en un acto teatral de infame conmiseración, su mísera existencia. Luego del melodrama que te avienta impúdicamente, el tipo, a quien apenas conoces, se despide al estilo del jibarito Rafael Hernández: parte loco de contento sin su cargamento en busca de otro incauto, mientras tú te quedas con su porquería, sin tener dónde tirarla, y el municipio aún no ha instalado en la ciudad tambos de basura moral, que podrían tener dos tiraderos: en uno se podrían depositar las miserias y en otro las tonterías que escuchas, teniendo mucho cuidado en no revolverlas y en no desparramar el tambo, pues en tal caso la contaminación moral de la ciudad infectaría a niños, ancianos y mujeres embarazadas, con las nefastas consecuencias que tal cochinero causaría en la salud mental de personas inocentes.
Javier Marías acentúa en sus novelas la relación oído-azar. Es inevitable oír, y lo que oyes te puede torcer la existencia durante un día, un mes o toda la vida. El oído, dice, no tiene, como los ojos, párpados que lo protejan de lo que otros dicen. Supongo que en la recomendación familiar había la intuición de que los ojos tenían sus blindas naturales: cerrar los ojos o entrecerrarlos, voltear a otra parte, hacerte de la vista gorda o incluso el maravilloso poder de ver sin mirar. Oír indiscriminadamente y mantenerse inmune es propio de personas que tienen un carácter especial. Es un don. Sólo unos cuantos tienen el extraordinario poder de oírlo todo sin que les altere la vida. El más célebre de los duelos del oído lo protagonizaron dos escritores famosos que libraron, además de compartir un sofá donde se albergaba la precocidad de sus lubricidades, una verdadera guerra de oídos; fue una lucha cruel, sanguinaria, a muerte. Durante varios años fue un intercambio de carcomas auditivos, pero la vencedora indiscutible fue ella, la escritora irlandesa Iris Murdoch, y el perdedor fue el más grande oidor que ha conocido la humanidad, Elias Canetti. El duelo es memorable; no creo que la historia tenga conocimiento de una guerra de esta naturaleza, con dos personajes poderosos y temibles, nacidos para oír. Canetti, el perdedor, pudo escribir un epitafio entripado: “Cuanto aborrezco de la vida inglesa está representado por ella”. Ella, la ganadora, no logró escribir una literatura a la altura de la de él (ni de lejos), y en la vejez fue víctima del devastador mal del Alzheimer, que le hizo perder la memoria de todo cuanto había logrado devorar del alma de los demás, incluido lo que, con los artificios más refinados de la malignidad, le arrancó a Canetti al grado de devastarlo de por vida. El formidable duelo Murdoch-Canetti terminó en paradoja: el año que él murió (1994), a ella se le empezaron a descarapelar los recuerdos hasta convertirse en polvo, y luego vegetó durante cuatro o cinco años (falleció en 1999).
El político profesional se distingue del novato por el oído. El primero sabe administrar el elogio y el segundo se vuelve loco con el más vulgar de los piropos. Cuando se dice de un político que es un buen gobernante sólo se debe admitir en el sentido apuntado: la digestión del elogio. Si un gobernante cree o se cree todo lo que oye, está perdido. El buen gobernante promueve y alienta las intrigas palaciegas, pero no forma parte del juego ni es víctima del mismo. Se ríe de sus colaboradores y se burla de algunos que llegan a su oficina a ofrecerle charolas repletas de violetas y jazmines. Precisamente porque sabe oír, escucha las voces secretas de los demás, empezando por sus leales. El mal gobernante, en cambio, es manipulado fácilmente por sus colaboradores: lo doman, le inyectan odio, le hacen decir estupideces o cometer injusticias. Acaba siendo un oído de papel de china en manos de las mentiras de todos, un rehén de las intrigas de unos contra otros, un títere movido por el servilismo.
No obstante, la fe de mis padres tenía una advertencia más sutil. Era un consejo, por decirlo así, de tipo teológico: “Ten cuidado con lo que le pides a Dios porque te lo concede”. La recomendación no la entendí durante mucho tiempo y no he tenido la humildad para comprenderla del todo. Sé que, en general, le pedimos mucho a la vida y que la vida te lo concede a manos llenas, en una cantidad superior de la solicitada, pero muchas veces de manera trágica, como la del niño tuerto del cuento de Francisco Rojas González al que un cuete de feria le estalló en el ojo bueno y lo dejó completamente ciego, con lo que la virgencita “le concedió” su máximo deseo: dejar de ser tuerto y ya no tener que sufrir todos los días las burlas de unos escolares maloras: Uno, dos, tres, tuerto es. . .
La vida te concede lo que le pides. Cuando se han cumplido tus peticiones, te arrepientes de haber sido tan pedinche. Si la pedidera (palabra favorita de mi madre) se hace en tono solemne y juramentado, el resultado puede alcanzar niveles de humor negro. Cuenta en sus Diarios el escritor alemán Victor Klemperer una anécdota macabra de la Alemania hitleriana de 1938, en medio de la creciente histeria antisemita:
“En Berlín, un hombre lleva a su mujer a dar a luz a la clínica. Sobre la cama cuelga un cuadro de Jesucristo. El hombre: -Señorita, este cuadro hay que quitarlo, que lo primero que vea mi hijo no sea la imagen de ese judío. La enfermera dice que ella no puede hacer eso sin permiso, que dará parte. El hombre se va. Por la noche, telegrama del médico: -Tiene usted un hijo. El cuadro no hace falta quitarlo, el niño es ciego”.
Al gobierno le pedimos todo. Los estatistas son pedigüeños hasta lo risible. Según ellos, el Estado tiene la obligación de dar todo a todos. En diferente medida todos esperamos que el gobierno resuelva los problemas sociales, incluso los que son de la esfera de la responsabilidad privada. Escuché a una sufrida mujer pedirle al presidente Echeverría que hiciera algo para que a su marido se le quitara lo borracho. La petición no fue tan absurda como la respuesta, pues Echeverría ordenó que de inmediato se formara una comisión intersecretarial para resolver al problema.
Provenimos de una larguísima tradición providencialista del poder: Tlatoani-Rey-Presidente. En el presidente se encarnaron todos los poderes, virtudes y dones de la mixtura de varias culturas. Si hay un acto fundador del populismo de América Latina fue la expulsión de los judíos de España en 1492. Los Reyes Católicos oyeron la voz de su pueblo y decretaron una terrible injusticia. El mito de la opinión pública sintetizado en la máxima vox populi, vox dei es quizá la más desgraciada de nuestras taras políticas. La expulsión de los judíos de España fue, además de injusta y populista, culturalmente desastrosa, pues se expulsó una buena parte de la ciencia, el arte, la religión y la literatura acumulados durante dos mil años. Algo de esa cultura trajeron a América los conversos, a pesar de que la Inquisición los traía a punta de interrogatorios y condenas.
La voluntad del Presidente fue en el siglo XX Su Santa Voluntad. De esa raíz cultural proviene la burocracia más grande del mundo, cuyo final dimos por hecho con la derrota del PRI el año 2000. La realidad fue otra: la burocracia se multiplicó. La concepción panista del poder de “Tanto gobierno como sea necesario y tanta sociedad como sea posible”, fue echada a la basura en menos de un sexenio. Lo mismo ocurrió en las burocracias estatales y municipales. Los alcaldes del país, pobres en su gran mayoría, gestionaban sus necesidades en una camioneta destartalada, mal vestidos y peor tratados. Las cosas cambiaron radicalmente. El alcalde de un municipio en extrema pobreza ahora se traslada en una camioneta de lujo y come en los mejores restaurantes de la capital. Ya tiene asesores, ayudantes, al menos un guarura (nombre de soltera del actual escolta) y una burocracia que no sirve sino como cortejo de mieles y crisantemos.
Por eso debemos tener mucho cuidado con lo que le pedimos al gobierno porque nos lo concede. A cambio, el gobernante nos pide más sacrificios, sube los impuestos, la vida se encarece y crece la burocracia improductiva. Aprender a vivir sin tantos riesgos es aprender a pedir. El problema de la pedidera indiscriminada es que olvidamos lo esencial: que el pequeño mundo donde habitamos sea menos injusto, que todos podamos disfrutar las maravillas de la existencia, que se alivie, tanto como sea posible, el sufrimiento de muchos. Por lo demás, que cada quien se cuide, según su real gana, de lo que oye y de lo que le pide a Dios. Adiós.