sábado, 30 de enero de 2010

Cinco enemigos del sufragio efectivo

Transcurrió ya más de una década desde que nos embarcamos en la normalidad democrática. El punto culminante –el banderazo de salida, digamos– fue tan sencillo como trascendente: las urnas electorales sufrieron el peor desahucio de la historia; el desalojo de ojos, manos, narices, prestidigitaciones, contorsiones y milagros fue firme pero pacífico; de las casillas fueron expulsadas todas aquellas sombras que esparcían suspicacia, incredulidad, resentimiento; de las estructuras electorales se quitaron las sillas que no hacían juego con la legalidad, la transparencia y la imparcialidad, y del entramado de las elecciones se desaguó el moho acumulado durante cien o más años. El sufragio efectivo, esa plancha de concreto que sostiene el edificio del juego democrático, oscila tambaleante en la tierra erosionada de la política mexicana. El arribo a la meta era, sin embargo, apenas el punto de arranque. Algunos de los viejos enemigos del voto libre pasaron a mejor vida, pero muchos otros mudaron de piel. No hay que cantar victoria, así sea porque la democracia, imperfecta por definición, no es una línea recta.
Un ideal tan simple como el sufragio efectivo sigue causando resistencias, dudas, resquemores y malas artes. El sufragio efectivo sigue siendo, para los protagonistas de la lucha por el poder, el enemigo a vencer (“el enemigo por vencer”, me corregiría mi maestra de gramática de tercero de primaria de la escuela Francisco I. Madero, turno vespertino, grupo B). El lema grabado indeleble en la conciencia de los partidos políticos bien pudiera ser “Todos unidos contra el sufragio efectivo” (TUCSE, por sus siglas en el idioma del cinismo). Este lema, por desgracia, es uno de los nutrientes de la cultura política de miles de ciudadanos y de centenas de analistas y politólogos. Se corrigió la mayor parte de los vicios que trampeaban las elecciones pero no parece que haya echado raíces el fundamento primario de la democracia: la elección libre de los gobernantes. Las supervivencias antidemocráticas no son pocas ni superficiales. Algunas se ocultan en dobles intenciones y otras se esconden en análisis de apariencia verdadera.
Algunos enemigos del sufragio efectivo son:
1. La política puede esperar, tenemos prioridades más urgentes.
El ideal de la elección libre de los gobernantes ha sido pospuesto infinidad de veces en nuestra historia: ora por la inmadurez del pueblo, ora por la paz del pueblo, ora por el progreso del pueblo, ora por el destino de la patria, ora porque tenemos otras prioridades. Hace unos días el senador priista Carlos Jiménez Macías declaró que las prioridades del país son económicas, no políticas (y en el aire se escucha el eco de la estruendosa máxima porfirista: “Poca política, mucha administración”). Ante la declaración del senador Jiménez Macías tenemos dos opciones: a) esperar la segunda venida del periodista Mr. James Creelman para saber si ya estamos maduros para pensar y discutir de política todos los días del año, y b) seguir el consejo que el dictador Francisco Franco le daba a uno de sus amigos íntimos: “Haga lo que yo: para no tener problemas, no se meta en política”.
2. El gobernante debe ganar las elecciones siguientes.
A un gobernador se le impone y él mismo se autoimpone la obligación política de operar con eficacia para que el candidato de su partido triunfe en las siguientes elecciones. Esta obligación es a su vez causa de la mayor parte de las prácticas antidemocráticas que, en conjunto, evidencian inequidad en la competencia. Se exalta al gobernador que gana las elecciones porque “supo operar” y se reprocha al que las pierde porque no “operó”. En caso de derrota se arguyen explicaciones tan burdas como cínicas: a) el gobernador “operó” en contra de su propio partido (¿“operó” qué, cómo, con quiénes, dónde?); b) los militantes inconformes con el candidato votaron en contra o no votaron o jugaron las contras; c) los programas sociales lograron “convencer” a miles de electores que, al final, marcaron la diferencia. El caso es que al gobernante se le impone una responsabilidad que no le compete. Hay buenos gobernadores cuyo partido pierde la sucesión y hay otros malísimos cuyo partido las gana. La obligación de un gobernador es gobernar bien, no ganar las siguientes elecciones; si el buen gobierno contribuye a que el votante sufrague por el candidato del partido en el poder, qué bien; pero es antidemocrático que se explique una derrota aduciendo que “no operó” suficientemente o que “operó en contra”. Estas creencias comunes a todos los partidos y que sostienen y publican muchos analistas son, en conjunto, uno de los enemigos del sufragio efectivo. Porque ¿qué significa “operar políticamente”? Si sus significados son: a) gobernar bien, con honradez, transparencia y resolviendo problemas comunes; b) ser factor de unidad partidista, de conciliación, civilidad, respeto y competencia equitativa; c) garantizar, dentro de sus atribuciones, el cumplimiento de la legislación democrática, respetar la autonomía del organismo electoral y del poder judicial, y d) abstenerse de intervenir en la vida interna de los partidos y cuidar que sus subalternos no aprovechen los cargos para favorecer al propio partido o perjudicar a los contrarios. . . si los significados de “operar políticamente” son los mencionados, retiro lo dicho. Pero la expresión común entre analistas y expertos de que un gobernante “sabe operar” políticamente (dicho en tono laudatorio) es una perversión cultural de la conciencia democrática.
3. Las alianzas políticas son malas.
¿Qué adjetivo falta a los tantos con que se ha escarnecido a las probables alianzas PAN-PRD para contender en algunas de elecciones estatales de este 2010? Se ha dicho que son un fraude electoral, una vergüenza; que trasgreden el decoro y el sentido del honor; que no puede mezclarse el agua y el aceite y que es una traición a los principios de cada partido. Los demonios de la ironía tienen dos opciones: a) se puede apelar a la "férrea" moral de Groucho Marx cuando expresaba: “¡Pues éstos son mis principios; si no le gustan, acá tengo otros!”, y b) se puede decir que la alianza PRD-PAN es tan natural como chiflar y tragar pinole al mismo tiempo o como cantar intercaladamente versos de la Internacional y el Himno a Cristo Rey a dos voces. Pero las alianzas no son malas en sí mismas; por el contrario, son legales y muchas veces son necesarias. Las del PAN-PRD son criticables porque no son democráticas; no hubo, en su construcción, un debate abierto entre los militantes de cada partido y en cada caso; las decidieron unos pocos, ignorando la opinión de miles o millones de ciudadanos. El punto fino de la ironía de algunas alianzas PAN-PRD es que llevan como candidato a gobernador a ¡un priista! Es decir, no hay alianza democrática sino un conglomerado de rencor, despecho y cinismo.
4. La imagen y la mercadotecnia ganan elecciones.
Los ciudadanos son tomados como clientes o cosas, no como seres pensantes, con dignidad y voluntad. El problema de la mercadotecnia política es que deshumaniza la política. La propaganda y el cuidado de la imagen son medios, no fines. Sin embargo, el gobernante de nuestros días se mantiene en campaña seis años; su meta es quedar bien con todos, no gobernar; el objetivo es el impacto mediático pero efímero, no el prestigio duradero. Milan Kundera llamó Imagología a este signo de nuestro tiempo. Hay que decir que se ha probado que la videocracia entontece la razón, el juicio; es decir, el sufragio efectivo.
5. El pueblo elige y el gobierno gobierna.
La separación elegir-gobernar no es tajante. El sufragio efectivo empieza con el voto libre y secreto, pero su efectividad trasciende la elección y mantiene su espíritu democrático durante el tiempo que dura el ejercicio del poder. El sufragio efectivo es la expresión entrelazada de civilidad y eficacia, de libertad e inteligencia; es un mandato político con órdenes precisas y contundentes y se dirige lo mismo a la autoridad que a los ciudadanos. Elegir libremente a los gobernantes es elegirlos para que cumplan ese mandato y que respondan de ello.

miércoles, 27 de enero de 2010

¿Partidos contra democracia?

Es cierto que el sistema político mexicano está urgido de reformas de fondo que remedien o atemperen sus defectos más graves. El debate que puso en marcha la iniciativa de reformas constitucionales del presidente Calderón ha generado una discusión que, sin ser nueva, es de actualidad. Políticos e intelectuales ya han expuesto las líneas generales del debate, y los argumentos a favor y en contra de las propuestas presidenciales vislumbran el curso y desenlace de las mismas en el Congreso.
El presidente expone que su iniciativa persigue dos objetivos centrales: “fortalecer el vínculo entre la ciudadanía y el sistema político e instituir mecanismos que permitan consolidar nuestras instituciones”. Objetivos loables pero demasiado generales. Para lograr tan elevados propósitos democráticos la iniciativa propone, entre las que tienen relación directa con el sistema de partidos, la elección consecutiva de legisladores federales y eliminar la prohibición (de no reelección) de legisladores locales, miembros del ayuntamiento y jefes delegacionales; reducir el número de integrantes de las cámaras de diputados y de senadores; instituir la segunda vuelta electoral en la elección del presidente de la república para el caso de que ningún candidato obtenga la mayoría necesaria para ser electo en la primera votación; incrementar el porcentaje mínimo de votación para que un partido político nacional conserve su registro, e incorporar la figura de las candidaturas independientes a todos los cargos de elección popular. Reforma ambiciosa, sin duda, pero desprovista de claridad bastante que diferencie medios y fines y omisa respecto de algunas realidades políticas que no están expuestas en la iniciativa.
Una democracia es necesariamente una democracia de partidos. Sin embargo, en nombre de esta verdad relativa se cometen abusos en términos absolutos. Las encuestas nos informan que los partidos son las instituciones más desprestigiadas de la sociedad. Y no es que los partidos tengan en algún lugar del mundo el aplauso entusiasta de los ciudadanos, pero el profundo descrédito de los nuestros es una amenaza latente a nuestra frágil democracia y además limita la formación de una mayor conciencia política. Los partidos tienen, en efecto, el monopolio del acceso al poder, pero la democracia no se agota con ellos. El fenómeno que se ha dado en llamar “partidocracia” no existe en esos términos, pues tal adjetivo supondría que los partidos políticos funcionan como instituciones modernas, democráticas y responsables. Lo que en realidad existe es un exceso de poder de los dirigentes. ¿De qué nos serviría, por ejemplo, la reelección inmediata de legisladores y ayuntamientos si son las cúpulas de los partidos las que seleccionan a líderes y candidatos? ¿De qué pluralidad estamos hablando si las alianzas electorales las deciden las dirigencias, si decisiones de esta trascendencia no se someten a la discusión y votación de los miembros o militantes? ¿De qué le serviría a un buen presidente municipal tener el derecho de ser reelecto si un acuerdo cupular incluye esa candidatura en las negociaciones que acuerdan las élites?
La pregunta a la que quiero llegar es ¿qué reformas necesitamos para democratizar a los partidos? La unidad, lo sabe todo el mundo, es un valor primordial de una agrupación que busca el poder político. Pero en el caso mexicano el objetivo de la unidad ha anulado a otros fines de igual importancia: el debate interno, la competencia en condiciones de igualdad y equidad, la extensión y calidad de la conciencia democrática, el desarrollo de la cultura política de los ciudadanos, etcétera. Los candidatos de unidad, que se ha convertido en regla general de selección de líderes y candidatos, debiera ser la excepción. La regla general es la contienda interna, el debate entre aspirantes, el cotejo de méritos y deméritos de cada uno de ellos, el contraste de argumentos y propuestas y la libre votación de los electores. Es cierto que los candidatos de unidad protegen a los partidos de rupturas y divisiones fatales, pero por otro lado causan desaliento entre los miembros y abonan el terreno del rencor que a la larga fractura de modo más profundo e irremediable. Los métodos de consulta a la base y de encuestas de opinión son medios, no fines. En la lucha por el poder se busca ganar, pero no a cualquier precio ni con cualquiera. Vale la opinión pública pero valen más los principios democráticos. Entre ambos, la competencia interna es preferible que la obediencia sumisa, aun sabiendo que el proceso de selección y elección de líderes y candidatos tiene riesgos que deben ser enfrentados con la madurez y civilidad propias de una contienda democrática. Aprender a ganar y a perder es el aprendizaje fundamental de nuestro sistema de partidos. Si el debate y la competencia internos son las causas principales de división y ruptura, entonces la reforma política debe apuntar al fortalecimiento de la vida democrática de los propios partidos, y de este modo evitar que unos cuantos se apropien de decisiones trascendentes. Los partidos quieren reformar la democracia pero necesitamos que antes la democracia reforme a los partidos.
Lo que llamamos partidocracia es en realidad un eufemismo que encubre un problema peor: el exceso y abuso de poder de las élites de los partidos y de intereses contrarios al espíritu democrático. ¿Se ha logrado con este abuso de poder que no se cuelen los peores a las instituciones representativas y a los gobiernos? Los hechos dicen que no y la opinión pública avala esta negativa. Las propuestas de Calderón merecen una amplia discusión, pero siguen ausentes las iniciativas que, aunque menos espectaculares, provengan de abajo hacia arriba, que asciendan de la pequeña comunidad participativa a las alturas de los ideales constitucionales.

domingo, 24 de enero de 2010

El padre Brown en Querétaro

Uno de los juegos más divertidos en la infancia con mis hermanos era el de buscar en la calle personas que dieran el tipo de los personajes de nuestras lecturas. La literatura a nuestro alcance a principios de los años sesenta, limitada a pocos pero excelentes libros, tenía ese mérito característico de épocas y lugares donde los libros no son precisamente abundantes, el de leer una novela, un cuento o un relato cualquiera muchas veces. ¿Cuántas veces leímos los cuentos de El llano en llamas, los de Rojas González, los de Traven, Los funerales de la mamá grande? ¿Cuántas veces Al filo del agua o El barco de la muerte? ¿A dónde fueron a dar los libros deshojados de Azuela, Rivero del Val, los tres tomos de la Segunda Guerra Mundial de Selecciones? ¿Qué se hicieron las vidas de san Francisco de Asís y Don Bosco? ¿Quién se quedó con mi Rebelión de los colgados? Ya he contado que a los seis o siete años descubrí providencialmente –vivíamos en una ranchería perdida a donde sólo llegaba el sol, los aguaceros de mayo y un extraño ruidillo de civilización– un librito de cuentos de Antón Chéjov y la impresión que experimenté ha quedado a salvo de la nieblas del tiempo: trenes, copos de nieve, hombres que caminan decenas de verstas para llegar a una isba donde sacian su eterno cansancio con una hirviente sopa de col.
El juego empezaba en la calle. En el paradero de camiones foráneos (Zaragoza y Juárez) teníamos material de sobra para asignar personajes a nuestro gusto e imaginación. Aún recuerdo a Macario, el cargador de cajas de la Flecha Amarilla que se escondía en un rinconcillo de la calle Colón a comerse un pollo cocido, unos chiles en vinagre envueltos en un pedazo de papel de estraza y un kilo de tortillas. A la señora de la cervecería le decíamos la Negra Angustias. Todavía tengo en la memoria el rostro de la Tía Agustinita, que era la señora que vendía tamales en aceite y atole champurrado. Milagrosamente conservo Las tribulaciones de una familia decente de Ediciones Botas, la tercera edición (1947). Rulfo era el más prolijo, el favorito de todos. No sé si aún viva Fulgor Sedano, que vendía rebanadas de papaya en los camiones de Corsarios del Bajío; ¿se murió el flacucho Tanilo, aquel muchacho siempre enfermo cuya madre lo llevaba en peregrinación a ver a la virgen de San Juan de los Lagos?; ¿qué fue de Petronilo Flores, el soldado atrabiliario y cejijunto que nos asustaba? Llamábamos Justino a un muchacho mecánico al que apodaban El gato y que nos enseñó el chiflido del arriero. Y otros: Feliciano Ruelas, Urbano Gómez, Ignacio el de ¿No oyes ladrar los perros?, Anacleto Morones. . . Ya no recuerdo por qué a una pordiosera le decíamos la viuda de Montiel ni por qué al más peleonero del barrio, un tal Alfredo, le decíamos Dámaso. Recuerdo claramente a Damiana Cisneros, una mujer con rostro patibulario que cada noche era tragada por las sombras fantasmales de la calle Allende.
El juego infantil terminó con la llegada de la adolescencia y la partida de mis hermanos al seminario; no sé si para ellos la decisión fue afortunada, pero sin duda lo fue para mí, pues cada vez que venían a vacacionar traían consigo libros estupendos, dos de los cuales me produjeron un impacto que perdura y que a la vez debilitaron mi gusto por las novedades. Me explico: después de leer La muerte de Iván Ilich ya casi nada me gustó del conde Lev Nikoláievich, excepto la Sonata a Kreutzer; luego de leer muchas veces El coronel no tiene quien le escriba, lo demás de García Márquez parecía un disco rallado; y Édgar Alan Poe me hizo perder el gusto por otros grandes del misterio y el terror. Debo dcir que, para bien y para mal, nunca he tenido que preocuparme por exégesis, escuelas o estilos.
Pero el juego de mirar a la gente identificando a los personajes de mis lecturas lo conservo hasta el presente. El pasado diciembre descubrí en la ciudad de México a pan Apolek de Isaak Bábel, aquel maravilloso e irreverente pintor de escenas y personajes sagrados, el que excluyó a Jesús de un cuadro de la Sagrada Familia alegando que no lo había pintado porque los popes lo tenían escondido. El pan Apolek que acabo de descubrir es un pintor irreverente de la colonia Algarín; pinta sus cuadros según la sacra vanidad de sus vecinos y su fama ha llegado ya a la Del Valle, la Nápoles y hasta el Pedregal de San Ángel. Me mostró un retrato de una señora cincuentona con el rostro de Julia Roberts. Un diputado del PAN le encargó un retrato en el que sobresalieran los rasgos del padre Marcial Maciel, y un gobernador del PRI le ha pagado por adelantado un cuadro de la Última Cena donde él aparece como el apóstol Pedro, lo cual no parece tan extraño como que la imagen de Jesucristo es la de un tipo de bigote, calvo, orejón y con una sonrisa siniestra.
Uno de estos días leí las historias inéditas del padre Brown de Chesterton. Una de ellas, La máscara de midas, la escribió G. K. el último año de su vida, cuando ya estaba gravemente enfermo (1936). Era un cuento para no publicarse (así lo dispuso el autor); se descubrió apenas en 1991 en forma de fotocopia del manuscrito original, y fue publicado hace unos meses en la colección de relatos completos del padre Brown (El Acantilado, 2009). Como un legado a la humanidad del siglo XXI, La máscara de midas es –¿qué otra si no?– una historia de banqueros. De criminales, pues. Ya en otra parte G. K. había ironizado diciendo que sólo había personas peores que los ladrones de bancos: los banqueros. Y en la historia queda claro que los peores crímenes no los cometen los criminales. Pero no es de la última aventura del padre Brown de la que quiero hablar, sino del padre Brown mismo, el personaje que una vez estuvo en México (ver El escándalo del padre Brown) y unos extranjeros creyeron que era un típico mexicano. Lo cual no tiene nada de extraño si recordamos a cualquier cura de una vieja ranchería mexicana: raído de ropas, candoroso y noble, vivaz pero discretísimo, humilde pero seguro y valeroso, y de una inteligencia más aguda que la punta de un alfiler. Sin embargo, al padre Brown sólo he podido encarnarlo en mi profesor preparatoriano de historia de la filosofía, Manuel Lozada, que sonreía amablemente y miraba con generosa ironía a sus prójimos, advirtiendo quizá su incapacidad de ver lo evidente en una frase, una sombra, un ruido, la caída de una hoja del árbol de siempre, la cómica solemnidad de sus compañeros profesores. Manuel Lozada era, como el padre Brown, el sentido común en persona. Pero el sentido común no era lo que ahora se cree que es; no está en la superficie de las cosas y las personas, no es lo evidente-visible sino lo que está detrás de ellas, lo evidente-invisible. El sentido común no es común, excepto para los que tienen el misterioso poder de ver la verdad que esconden los rostros, los hechos y las palabras. Las críticas que se han hecho a G. K. no son siempre justas; no lo es el veneno que lanza el sabio de la cultura George Steiner cuando fustiga a “los apóstoles del sentido común” (la indirecta a Chesterton es tan obvia que el profundo Steiner peca de superficialidad). Pero el sentido común, que todos poseemos por el sólo hecho de pertenecer a la especie, se ha empañado con el paso de los siglos y la enfermedad de las miradas. Los sentidos son los mismos pero su funcionamiento ha variado. El gusto, el olfato o el oído no perciben igualmente en la Edad Media, en el Renacimiento o en estos años huecos. Y las miradas también son otras, cada vez más ciegas, torpes y erráticas. Ni en la familia ni en la escuela nos enseñan a mirar. Sólo el profesor Manuel Lozada veía lo que nadie sospechaba siquiera. Sólo él, con su sonrisilla cristiana y su mirada tímida, casi escurridiza, veía marcianos y naves espaciales donde los demás veíamos paredes descarapeladas y nubes sin destino. En honor a G. K., tal vez se podría decir que el sentido común de Manuel Lozada era de un realismo fuera de serie, pues era capaz de ver los fulgores achispados de los misterios del alma.

miércoles, 20 de enero de 2010

¿Cómo escribir la historia?

El bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución llegan en un mal momento. Son, como se suele decir, visitas inoportunas. ¡Y llegaron para quedarse todo el año! Por favor, nada de lugares comunes: que estábamos mejor antes de la Revolución, que sobre el país penden riesgos temibles de estallidos sociales, que hace falta otra revolución o insensateces por el estilo. El problema es que las visitas centenarias llegan como cronómetros, no como termómetros. Se pregunta Joseph Brodsky: “¿Es la historia un simple instrumento para medir nuestra capacidad de distanciamiento de los hechos, una especie de anti-termómetro? La historia, que solía constituir la fuente de la formación ética de la sociedad, ha dado un giro radical."
La historia, dicen, es otro país, un lugar donde hacen las cosas de un modo extraño, como en los mundos de los malayos que narra Joseph Conrad. Así, por tanto, me parece oportuno mencionar un hecho del presente como el medio que nos puede transportar a ese extraño lugar al que llamamos “Historia Patria”. Apenas ayer el presidente Felipe Calderón dijo una verdad sobre la verdad: la verdad oficial ya no es la única verdad; se ha superado el autoritarismo que imponía sus dogmas y sus prejuicios; el presidente de la república ya no es el tlatoani que fue durante cientos o miles de años. Tal es mi interpretación libre de las palabras del presidente, que textualmente son: “En el México de hoy dejó de imperar como verdad única la visión oficial y las decisiones que se toman no son sólo las del presidente de la República”. Con esas palabras el presidente dio inicio al programa “Discutamos México” que transmitirán el Canal 11 y las estaciones del IMER. La respuesta de don Miguel León Portilla precisó la cuestión discutir México es criticarlo, dijo.Tal vez a muy pocos le interesen las palabras del presidente. Parece que los propios no las entienden y los impropios no las quieren entender. Sin embargo, en términos democráticos, son las más importantes que ha dicho en más de tres años de gobierno. Hemos sido testigos del declive del presidencialismo autoritario, pero en términos políticos, históricos y éticos es de gran importancia que el presidente Calderón lo diga pues en sus palabras tenemos el derecho de advertir un nuevo reto y una responsabilidad: discutir México es el objeto más necesario y útil de las conmemoraciones centenarias. Y es que en todo el país se han formado cientos o miles de comisiones y comités de festejos, y muchos buscamos ya algún refugio para protegernos de la tormenta de proezas y héroes que se nos vienen encima.
En las palabras presidenciales no hubo el triunfalismo desfachatado del presidente Fox y en su tono tampoco hubo el aire soberbio de los dirigentes del PAN. Hubo, en cambio, sobriedad: es injusto no reconocer que hemos avanzado y sería irresponsable ignorar que el camino es largo, que falta mucho por hacer. ¿Qué falta por hacer? Mucho. Es urgente reducir la tremenda desigualdad social de los mexicanos. Antes, sin embargo, podríamos recordarle al presidente Calderón que él no es el propietario (ni el copropietario, ni el arrendatario, ni el concesionario, ni el poder tras el trono, ni el fiel de la balanza, ni el dedo divino, ni el fedatario, ni el dueño de la franquicia, ni el primer militante del país) del Partido Acción Nacional. Es, como presidente de la república postulado por ese partido, un factor real de poder, pero siempre acotado por las reglas, la competencia y los principios democráticos internos. Y puede ser, dependiendo de sus virtudes políticas y sus méritos como gobernante, un líder con autoridad moral para contribuir a la unidad y congruencia de su partido.
Que la verdad oficial no sea ya la única verdad de los mexicanos –ni siquiera la más importante– es uno de los hilos que algunos historiadores han cogido para desenredar la madeja de doscientos años de Independencia, contados desde luego a partir del Grito de Dolores. Sobresale, por su acuciosidad, rigor y escritura, la biografía del poder de Enrique Krauze, de Hidalgo a Salinas de Gortari. Es una obra magna la de Krauze, de las más importantes que se han escrito en México y sobre México. Los historiadores pueden ser vistos o definidos como se quiera, pero un buen historiador es por definición un buen escritor. Significa ello que tiene la obligación ética de hacerse entender. Tal vez por ese escrúpulo moral el historiador Jean Meyer se pregunta “¿Cómo escribir la historia?" Porque ¿qué son los archivos y la mesa repleta de documentos sino la primera gran mentira de la historia? El cuestionamiento se lo hace Meyer en esa temible soledad que desespera al historiador frente a los documentos, los personajes y los intríngulis de la escritura de la historia, con el tiempo encima, con las dudas más encima, con los escrúpulos metidos en la conciencia, con la honradez intelectual que coteja nombres, fechas, genealogías, circunstancias, azares, con la Editorial contando los días como los contaba el prestamista de Dostoievski cuando el gran escritor debía escribir El jugador en 26 días. Es Jean Meyer tejiendo las historias de Yo, el francés. Crónicas de la Intervención francesa en México (1862-1867). El historiador tiene, como escritor, una responsabilidad fundamental con la escritura. Es bueno recordarlo, sobre todo ahora que han llegado las visitas centenarias.
Los centenarios que este año redondo se conmemoran ya han causado una nueva explosión demográfica: aumenta el número de escritores por cada lector. Ya se sabe que somos un país de escritores, no de lectores. Suele decirse en broma que en México hay escritores que han escrito más libros de los que han leído. La broma no es necesariamente falsa. Ahora, con motivo de los centenarios, los historiadores agravarán el fenómeno demográfico. "Los demasiados libros (de historia)", diría Gabriel Zaid. Las librerías ya están hasta el tope de libros conmemorativos. Los más vendidos son por desgracia los más malos. Ha crecido incontenible la legión de los “desmitificadores”. No son historiadores; si acaso, cronistas del corazón o “paparazi” (dice Guillermo Cabrera Infante que la palabra proviene de un verbo italiano que significa, casi, comer carroña). Los carroñeros de la historia, pues, figurarán en las listas de los libros más vendidos. Basta que descubran en el héroe un desliz amoroso, un hijo fuera de matrimonio, una carta escondida, una palabra altisonante, para escribir, a veces en unas cuantas semanas, un mamotreto de cuatrocientas páginas. Sin embargo, entre los cientos de libros conmemorativos que atiborrarán las librerías, sólo unos cuantos valen la pena y el gasto. La libertad de escribir y publicar libros es una señal democrática, pero es más democrático aprender a discernir.
Entre los clásicos de la actualidad hay sin duda libros de historia de excelente manufactura narrativa. Yo pondría la biografía del poder de Enrique Krauze. La obra de Jean Meyer es imprescindible, sobre todo su Historia de los cristianos en América Latina y el clásico La Cristiada. Por supuesto, no puede faltar el citado libro sobre los oficiales franceses durante la Intervención Francesa. De Katz hay que leer los dos tomos de Pancho Villa; de Brading no pueden faltar El nacionalismo mexicano y, sobre todo, Mito y profecía en la historia de México. Si algún lector quiere conocer los hechos y personalidad de Hernán Cortés, asegúrese con Hernán Cortés de José Luis Martínez y La Conquista de América de Tzvetan Todorov. Y apenas para abrir boca.
Dice este escritor búlgaro que toda sociedad tiene una obligación para con su pasado, pero que las lecciones preferidas de la historia son cuando somos héroes o cuando somos víctimas. Pero –agrega– las páginas menos gloriosas pueden ser las más instructivas si las leemos integralmente. Lo que importa es la lucidez. La condena o la glorificación absolutas del pasado son los temibles muros que impiden su comprensión.

sábado, 16 de enero de 2010

Haití, el Nuevo Mundo

Bartolomé de las Casas tiene el mérito, entre muchos otros, de haber luchado incansablemente contra la violencia y la crueldad de la Conquista, de polemizar apasionadamente a favor de la dignidad de los indios, de denunciar la explotación indígena en las Antillas y de proponer remedios para evitar los males que atestiguó desde su primera estancia en Cuba y en La Española, remedios entre los cuales sobresalen la creación de pueblos de indios gobernados por caciques (comunidades libres de la Encomienda). En su defensa de los indios, sin embargo, hubo de aceptar que, para compensar a los españoles afectados, se trajeran esclavos de África que realizaran el trabajo de los indios, inaugurando de este modo la historia de la esclavitud negra en América. Un mérito doctrinal de Las Casas fue su visión de mestizaje: propuso que se llevase a las tierras conquistadas a labradores españoles –en lugar de las legiones de aventureros que se embarcaban– y edificar una sociedad hispano-indígena mediante la fusión étnica y cultural de los dos elementos en pugna. Bartolomé de las Casas basaba su esperanza en una colonización en la que los indios vieran con sorpresa a gente blanca que viviera del esfuerzo de sus propias manos, gente humilde y llana, y de ese ejemplo construir una cercanía espiritual y cultural libre de violencia y explotación. En la pasión polémica de Bartolomé de las Casas se gestó el mito del salvaje bueno y feliz, adelantándose más de doscientos años a Rousseau. La isla bautizada por Colón como La Española, a la que los indios de Cuba llamaban Haytí, “es de las más felices y grandes, graciosas, ricas, abundosas, deleitables del mundo”, escribe fray Bartolomé en su Historia de las Indias. En el paraíso terrenal que describe las aguas son dulcísimas, las tierras suavísimas y los aborígenes viven en estado de inocencia: “bondad natural, simplicidad, humildad, mansedumbre, pacabilidad (sic) e inclinaciones virtuosas, buenos ingenios, prontitud o prontísima disposición para recibir nuestra sancta fe. . . .” A la vez que desmiente un pequeño mito (que en Haytí había canibalismo), levanta otro de enormes proporciones y consecuencias éticas y políticas, el mismo que años más tarde habrá de utilizar para defender a los indios de la Nueva España de la desmedida ambición y crueldad de los conquistadores comandados por Hernán Cortes. Menos efusivo que Bartolomé de las Casas y que Gonzalo Fernández de Oviedo, el cronista Pedro Mártir de Anglería, el primero en escribir y dar a conocer la historia del Nuevo Mundo (él acuñó el término), expresaba: “Pero me parece que los isleños de La Española son más felices que aquéllos con tal que reciban la religión; porque, viviendo en la Edad de Oro, desnudos, sin pesos ni medidas, sin el mortífero dinero, sin leyes, sin jueces calumniosos, sin libros, contentándose con la naturaleza, viven sin solicitud ninguna acerca del porvenir. Sin embargo (viene aquí el escepticismo de Pedro Mártir que lo aleja de Las Casas y de Oviedo), también les atormenta la ambición del mando y se arruinan mutuamente con guerras, de la cual la peste no creo que se viera inmune de modo alguno la Edad de Oro”. El caso es que en La Española, conocida entonces como Haytí, Colón vio a “perros que nunca ladraban” y las Casas sella en su memoria que en dicha isla no había indios que hicieran mal a nadie ni tomaban lo ajeno, “antes daban lo que traían suyo”.
La tragedia de Haití ha vuelto los ojos de la humanidad no precisamente al paraíso terrenal, sino a uno de los pueblos más pobres del mundo. Sigue siendo, en un sentido contrario al que vieron los cronistas de las Indias, el Nuevo Mundo. Nuevo por olvidado, porque las miradas del presente lo están descubriendo. La misma Cuba, cuyos habitantes hace más de quinientos años calumniaran a los indios de Haití acusándolos de caníbales, ha decidido hoy permitir a la aviación norteamericana volar su espacio aéreo para transportar con más rapidez a los heridos a Guantánamo. Haití vuelve a ser el Nuevo Mundo, ese que estamos descubriendo todos; no se parece en nada al que describió Colón o al que glorificó Bartolomé de las Casas. Quinientos años de colonizaciones y esclavismos no han dejado en Haití los fundamentos de un desarrollo político propio, no obstante que fueron los haitianos los primeros en guerrear y lograr su independencia (1769-1804). Sin embargo, ninguna independencia real han logrado en doscientos años. Entre el colonialismo y las dictaduras, Haití es pobre entre los más pobres. Ha sufrido cientos de años de dictaduras y sufre hoy la orfandad de la inexistencia del Estado. El país antillano es, según todas las noticias, el reino del caos, la ley de la selva, el verdadero estado de naturaleza, nada que ver con el estado de inocencia vanagloriado por Bartolomé de las Casas. Ligado a la geografía pero distante en la historia, la República Dominicana también ha sufrido largas y crueles dictaduras, pero la cultura mestiza y una democracia en marcha ha logrado en poco tiempo más progreso material y político que el de varios siglos de opresión colonial y otro tanto de caudillos sanguinarios. Sumidos en el analfabetismo político y cultural, la extrema pobreza de los haitianos es una consecuencia que ahora está convertida en causa. Reconstruida la ciudad y el país, ¿a dónde va Haití? Es probable que los haitianos vivan, como decía el cronista de Indias Pedro Mártir, “sin solicitud ninguna acerca del porvenir”, pero las secuelas morales, políticas y sociales del desastre pueden ser aún más crueles. Con la restauración relativa de la normalidad, deben ser restauradas las instituciones públicas (por frágiles e ineficientes que sean) y empezar el difícil y largo camino de la democracia política.
Sorprende gratamente la oleada de ayuda de casi todos los países, incluidos los más pobres. En Bolivia muchos indígenas han acudido a los centros de acopio, no a dejar su contribución de agua, alimentos, medicinas, ropa y otros productos indispensables, sino a donar su sangre. A pesar de que la ayuda del mundo llegó pronto, los habitantes de Puerto Príncipe siguen solos y su dolor. Se dice que no hay infraestructura para trasladarla del aeropuerto a la ciudad, que el aeropuerto mismo se saturó a las primeras, que no hay combustible, electricidad, transporte ni autoridades locales que distribuyan la solidaridad internacional. La paradoja es cruel. George Steiner llama “una tercera cultura” a la revolución electrónica e informática. Sabemos que el robot se está acercando insensiblemente a los actos del pensamiento. La computadora es una herramienta indispensable en los negocios y las finanzas, en el gobierno y en la organización de los medios de comunicación, en la medicina, en todas las facetas del diseño y en el arte de la guerra. La pantalla electrónica se ha convertido en el espejo del hombre. En un segundo podemos comunicarnos a cualquier parte del mundo; los mensajes de texto nos llevan, como en una máquina del tiempo-espacio, a los sitios más remotos; con el dedo en una tecla del Internet es posible hacer compras y negocios, suscribir contratos, reunir voluntades dispersas, hacer pagos y transferencias millonarias. La pantalla electrónica, el espejo del hombre moderno, lo acerca y lo aleja irremediablemente. Pero en cambio la humanidad es incapaz de hacer llegar una garrafa de agua a un haitiano sediento, una gasa, una vacuna, un trozo de alimento.
Somos testigos del Nuevo Mundo del que habló Pedro Mártir en sus Décadas. En México sabemos de tragedias naturales y el terremoto de Haití nos obliga a vivir con un ojo al gato y otro al garabato. 25 millones de mexicanos estamos expuestos al infierno telúrico. Tenemos experiencia pero no estamos previniendo los daños severísimos que nos puede causar un nuevo terremoto: acuíferos sobreexplotados, deforestación irracional, desorden demográfico, crecimiento urbano salvaje, edificaciones de cartón, desmemoria histórica y una clase política pachorruda y pazguata.

martes, 12 de enero de 2010

Jauja infernal

La ciudad de México es bella porque está llena de sorpresas y es fea porque es inabarcable. Quizá sea lo mismo. He vivido en ella en varias ocasiones. La más sorprendente estancia ocurrió hace ya casi treinta años. Instalado en un pequeñísimo departamento en la colonia Moderna (el tamaño de la habitación fue la primera sorpresa para un provinciano acostumbrado al patio, a la huerta, al corral), a los pocos días recibí el recibo de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro con una leyenda sellada en el centro: “NO PAGUE. TIENE SALDO A FAVOR”. Así, con letras grandes y mayúsculas, como supongo que estaban escritos los mandamientos que Dios le entregó a Moisés y despreciados por el pueblo errante. Provinciano al fin, desconfiado en las buenas y confiado en las malas, al día siguiente fui a la oficina de la empresa y me formé en una fila de no más de diez personas. En cuanto le presenté el recibo a la muchacha de la ventanilla, me lo devolvió diciendo que yo tenía un saldo a favor y que esperara el siguiente recibo. No hubo manera de preguntarle por qué Luz y Fuerza del Centro tenía un adeudo conmigo (apenas tenía un mes en la ciudad de los palacios), o cuándo y quién había pagado de más y si el siguiente recibo no sería una ingrata sorpresa para mi escaso presupuesto mensual. Salí intranquilo de la oficina. El desasosiego aumentó cuando dos días después el administrador del edificio pasó a dejarme la cuenta del agua y el gas: veinte pesos un mes y treinta el otro. “¿Está seguro”?, pregunté con un sincero azoro. El mes siguiente llegó puntual el recibo de luz. El letrero era el mismo: “NO PAGUE. TIENE SALDO A FAVOR”. No me confié y fui a la oficina de Luz y Fuerza del Centro. Lo mismo: “No pague, tiene saldo a favor”, y la muchacha, sin mirarme ni un instante, dijo “El siguiente”. Entonces pregunté a los vecinos del edificio, al administrador: “¿no me estaré metiendo en un problemón con Luz y Fuerza del Centro?”. Un vecino chaparrito pero antropólogo me preguntó con una ironía que me dolió: “¿Usted de dónde viene”? Nunca supe por qué los veinte departamentos teníamos saldo a favor, pero más me sorprendió enterarme de que toda la colonia también era acreedora de esa providencial empresa públia. Los recibos de luz llegaban puntuales, pero a partir del tercero preferí vivir con la preocupación de un aviso desagradable que regresar con mi cara de provinciano de corral a enfrentarme con la eficiente cajera de la compañía. Pasaron más de dos años. El día que entregué el departamento lo hice no sin el temor de que, de pronto, llegara un inspector de Luz y Fuerza del Centro, acompañado de dos obesos pero aviesos gendarmes, a notificarme un proceso judicial y llevarme preso.
Las sorpresas de la ciudad de México ocurrían todos los días: un peso el metro, dos pesos el pesero, cincuenta centavos el camión. Mi ingreso mensual no era mucho, pero el costo del transporte me parecía francamente ridículo. Los días los pasaba en la biblioteca de la Universidad. Fue una sorpresa que hubiera comedor. Diez pesos la comida. No tan buena pero abundante. Lo mejor era el cine. En noviembre en la Cineteca Nacional podía uno ver películas estupendas por veinte pesos toda la serie. Y había mucho más, casi todo gratis: teatro, exposiciones, música, danza, salas de lectura, conferencias. . . La ciudad era un paraíso infernal que te daba a manos llenas a cambio del calvario que te causaba. Ya no era la ciudad más transparente del aire, pero en cambio era la época en que el presidente José López Portillo administraba la abundancia. En todos lados te ofrecían becas, apoyos bibliográficos, empleos públicos, tiempos completos, viajes de estudios, asesorías gubernamentales. La ciudad, además, era bellísima; el terremoto de 1957 era el pasado remoto, el agua fluía todos los días, los mercados y los grandes almacenes eran hormigueros de compradores. El futuro había llegado y era grandioso. Un sábado fui al mercado de Jamaica y me sorprendió la cantidad y variedad de flores que se ofrecían. Pensé en lo tristón de mi departamento y pedí veinte pesos de rosas rojas. Regresé con una enorme brazada que me permitió regalar flores a mis vecinas y con una caja de mangos que también distribuí con generosidad provinciana. A veces, por recomendación de un amigo de la Dirección Federal de Seguridad (la DFS, por sus siglas en el lenguaje del terror), comía en una de las fondas de la calle Topacio: platazos de arroz y de fideos, bisteces en abundancia, frijoles al gusto, postre, agua de frutas sin límite. Ahí conocí a Pola, una mesera vivaracha pero soñadora, que cuando supo que yo estudiaba epistemología (supongo que le pareció un trabajo agotador), repetía cucharadas de sopa y más bisteces. La vida en la ciudad de México era dura pero gratuita. Una casa de clase media pagaba de predial setenta pesos ¡por año! Para darnos una idea de la proporción, en esa época en provincia se pagaban doscientos pesos por bimestre.
La cultura y la intelectualidad estaban concentradas en esta hermosa ciudad. Había problemas, qué duda cabe, pero no se veían tan claramente, y además la prensa no los reflejaba, salvo el periódico unomasuno y las revistas Proceso y Siempre! Antes y después he residido en la metrópoli. Ninguna tan generosa como la de hace treinta años, durante la abundancia que no supimos administrar. La ciudad me sigue pareciendo hermosísima. Es pesada pero gratuita. En ninguna te cobran tres pesos por recorrerla de cabo a rabo. Con la extinción de la empresa Luz y Fuerza del Centro no sé si aún tengo saldo a favor, en cuyo caso haría bien en presentarme a cobrar lo que el Estado me debe. El mejor negocio en este país es el papel de víctima. No falla. Nadie quiere ser una víctima pero todos aspiran a haberlo sido, dice Todorov. El que fue víctima (real o figurada) es el actor principal de la escena pública. Y acaso la proliferación de víctimas sea el invisible pero poderoso muro con que se topa eso que llaman cultura democrática.

sábado, 9 de enero de 2010

Odio e inflación

En sus memorias el escritor húngaro Sándor Márai recuerda el odio especial que produce la inflación: todo el mundo odia a todo el mundo. Es un odio distinto a otros: es difuso, constante, nebuloso; carcome el ánimo y desertifica las miradas; apesadumbra los pasos y enflaquece la esperanza. Y cuando la gente comprende que no vale la pena esperar a nadie ni nada, empieza a odiar. Es un odio ambiguo pero venenoso. No estamos en México en el extremo de desesperanza que describe Márai. El mundo de hoy es incomparable con el de los primeros años de la post guerra europea. Sin embargo, el extremo existe: es posible porque es humano. Es asimismo incomparable la inflación de hasta un 5 por ciento que se pronostica para el 2010 con la del 170 por ciento que sufrimos en 1987. Las comparaciones pueden ser odiosas –amargas, quisquillosas, inquisitivas– pero algunas son necesarias y pueden ser útiles: nos dan noticia cierta del pasado. Es tarea de los historiadores refrescar la memoria, humanizar el recuerdo, poner en carne y hueso hechos y biografías. Independientemente del tiempo transcurrido, existen realidades actuales muy similares a otras que lo mismo pueden ser próximas o distantes. Por ejemplo, si se habla de la corrupción de la vida pública, ¿cómo no recordar la corrupción alemanista (1946-1952), una etapa que ya pocos recuerdan pero que marcó la institucionalización del atraco público, el derroche institucionalizado y el enriquecimiento ilegal de funcionarios y empresarios? Si se revisa el sexenio y la personalidad de José López Portillo (1976-1982), ¿cómo no recordar la personalidad del caudillo Antonio López de Santa Anna? ¿No es la memoria histórica el más útil de los contrapesos que nos previene de los excesos utópicos del presente?
Es cierto, la mayoría de los mexicanos aún no nacía en 1987 o eran niños, pero los efectos de la catástrofe económica que le produjo al país la barbarie populista de los sexenios de Luis Echeverría y José López Portillo gravitan, pesarosos y actuantes, en la economía del presente. Decían los antiguos que el mal sobrevive al que lo produce. Si el petróleo se está acabando y la clase política no se ha decidido seria y responsablemente a reformar el andamiaje constitucional, legal, administrativo y sindical de este monopolio del Estado, la explicación nos remite obligadamente a su historia. Con el petróleo nos puede pasar lo mismo que a la lechera de la fábula de Esopo: muy pronto nos estaremos peleando por lo que no existe. No puede complacernos lo incomparable. Ya sabemos que la democracia es bella si la comparamos con el terror totalitario. Pero abandonada a sí misma, la democracia no tiene, ni vista de lejos, una buena facha; y, sin embargo, gracias a ella el sistema político ha venido desprendiéndose de muchos de sus vicios ancestrales. Se ha avanzado pero aún son muchos los pendientes. No hay motivo de complacencia en comparar la inflación de un 5 por ciento pronosticada para el 2010 con la del 170 por ciento de 1987. En el caso de la actual inflación, el cotejo debe mirar un espejo más claro, pero es saludable refrescar la memoria colectiva, sobre todo para no convertirnos en el laudator temporis actis de Horacio, y llegar a creer que todo tiempo pasado fue mejor, sólo porque fue pasado.
La realidad es terca y no se ve reflejada en el espejo de los números oficiales ni en los análisis de los economistas. Los precios de algunos productos de consumo diario se dispararon en diciembre hasta en un 30 por ciento. Fue el grosero epitafio de un año difícil. Independientemente de los porcentajes, la inflación es un atizador del odio. En las casas y en las calles la violencia es más visible y peligrosa. Los informes oficiales no se ven con suspicacia sino con desprecio. Las secuelas de la crisis son tantas y tan cotidianas que nadie tendrá elementos de juicio para creer que la crisis ha sido superada, aunque la macroeconomía lo predique todos los días.
Podemos conocer los más importantes aspectos de la crisis económica pero difícilmente podemos comprender sus consecuencias morales y los efectos emocionales: temor, incertidumbre, desmoralización, agresividad, violencia. En este desconocimiento se confirman los equívocos de los economistas. Hace unos días Gabriel Zaid nos recomendó que aprendiéramos economía para cuidarnos de los economistas. Tiene razón: la realidad humilla a una ciencia tan arrogante como la economía. Las realidades sociales –los millones de personas que diariamente compran maíz, frijol, avena, habas o lentejas– no se dejan reducir –ni seducir– por las ecuaciones estadísticas. Los economistas caminan en un pantano. Su oficio es el futuro. ¡Hablan con una seguridad sólo comparable con la de los teólogos! Acierta Zaid al argumentar que la economía mexicana nunca había estado tan mal como cuando la deciden los economistas.
El presidente Calderón parece agobiado. Las palabras están desgastadas. Sin embargo, Calderón pone el dedo en una de las llagas de la democracia: la opacidad de los gobiernos estatales. La crítica ha de entenderse como autocrítica. Es cierto, hay gobernadores y alcaldes que administran los recursos y la información como si fueran de su propiedad. Algunos de ellos (Estado de México, Veracruz, Nayarit, Tamaulipas) gastan más en pregonar las proezas de sus gobiernos que el costo de las obras que presumen. De manera paralela a las soluciones económicas para contener los efectos de la carestía y el desempleo, las soluciones democráticas son impostergables. Necesitamos más transparencia y rendición de cuentas, más información pública, más división de poderes, más competencia política, partidos políticos más democráticos, elecciones más equitativas. Aún es válida la expresión de Octavio Paz al final del desastre de López Portillo: “Necesitamos un proyecto nacional más humilde”.

domingo, 3 de enero de 2010

Un año desmesurado

A Rogelio Garfias, por estos 25 años de hospitalidad

Por fin terminó el 2009. Año largo, farragoso, desmesurado. Los tres bombazos en sucursales bancarias del último día rubricaron la conclusión del que ha sido uno de los años más violentos de la historia reciente. Y la rúbrica fue también un saludo tenebroso al 2010. Conviene un poco de distancia para ver el 2009 con menos dolor de espalda, una vez que el cuello haya destorcido los nudos que en este momento nos acalambran.
Nadie puede saber cómo será el 2010. Una opinión generalizada es que ya no nos puede ir peor; esperanza un tanto descorazonadora, pero esperanza al fin. El 2009 terminó peor de lo que se esperaba. Se sabía que la situación económica de la mayoría de los mexicanos sería –como lo fue– difícil. La desventura económica nos golpeó a casi todos. La crisis económica hirió las expectativas de las clases medias del país y el hecho no es un problema menor. Las consecuencias se verán con el tiempo. Lo que no se esperaba era la intolerancia de fin de año que produjo la aprobación del matrimonio entre personas del mismo sexo y su derecho de adopción, nuevas realidades jurídicas y sociales que entrarán en vigor en marzo próximo en el Distrito Federal. El odio que sigue a la intolerancia ha envenenado la discusión pública, que debe ser racional y abierta a un tiempo. No se entiende en qué afecta a “la familia” que dos personas del mismo sexo puedan unirse en matrimonio, pero menos se entiende que de última hora los legisladores de la Asamblea del Distrito Federal incluyeran el derecho de adopción. Que dos personas (dos seres humanos, dos adultos que libremente expresan su voluntad) convengan en celebrar contrato matrimonial es una prueba positiva que pone en práctica el artículo 1º de la Constitución que prohíbe la discriminación por motivo de género. El matrimonio entre personas del mismo sexo no trastoca el orden público, la moral ni los derechos de terceros, pero la aprobación del derecho de adopción no mereció el debate sobre el significado y alcances del concepto “derechos de la niñez” del artículo 4º. Sólo por curiosidad, ¿no son muchos de los defensores del matrimonio entre personas del mismo sexo los mismos que no hace mucho defendían el amor libre (libre del matrimonio, se entiende)? Como sea que fuere, la adopción merecía un debate por separado, desde luego porque trasciende el ámbito de la voluntad de dos adultos. Se puede defender parcialmente el derecho de un niño de ser hijo de un padre y de una madre, pero es enteramente defendible su derecho de pertenecer a la sociedad en calidad de hijo de un padre y de una madre. Es un derecho de reconocimiento social. Nacemos dentro de una cultura determinada y los conocimientos que compartimos nos acercan o nos alejan de la vida social. La no discriminación de dos adultos por motivo de género no puede conducir a la discriminación de un menor por motivo de ese mismo género. ¡Como si no supiéramos de la dolorosa crueldad de los niños en las escuelas! Pero el yerro del derecho de adopción por parte de un matrimonio entre dos varones o dos mujeres es de tipo democrático: no se debatió. La potestad de adoptar de un matrimonio homosexual o lésbico no es absoluta. Ya veremos que el derecho de adopción puede causar más conflictos de los que trata de resolver, pues en última instancia la decisión de un juez que, aun fundadamente, niegue la adopción, será vista en todos los casos como una actitud homofóbica. Más leña al fuego de la intolerancia recíproca. ¿Por qué no escuchamos la voz de pediatras, psicólogos, antropólogos, maestros y de todos aquellos que tienen el conocimiento y la experiencia cotidiana con la niñez? El hecho de que el matrimonio entre personas del mismo sexo tenga en muchos países el derecho de adopción, no nos exime de llevar a cabo una reflexión y debate propios, teniendo en cuenta nuestras realidades culturales.
Los obispos han atizado con palabras de fuego una decisión legislativa que formalmente es democrática. Se predica que se atenta contra “la familia, que es la célula básica de la sociedad”, como si tal afirmación fuera una verdad indiscutible, un dogma a prueba del conocimiento y la razón que hemos acumulado gracias al estudio del origen y el desarrollo de las sociedades. La familia, qué duda cabe, es el valor social más apreciado, pero no es el único. Por principio de cuentas, “la familia” no es ya una realidad monolítica. También ha adquirido un carácter plural. Hay, si se me permite la expresión, una pluralidad de familias, y cada tipo familiar ha de tener derechos y obligaciones claramente establecidos y regulados. Se ha alegado que la esencia del matrimonio es el sexo de los contrayentes. Si caemos un poco en la tentación del “esencialismo”, se puede argumentar que el matrimonio es una relación de amor entre dos personas, antes que una relación entre un hombre y una mujer. ¿No son el amor, el respeto y la ayuda mutua los valores esenciales de cualquier matrimonio? Pero dejemos de lado lo esencial para situarnos en lo real, en el limitado ámbito de la discusión democrática: ¿qué derechos de terceros se afectan con la decisión libre y responsable de dos personas que contraen matrimonio, independientemente de su sexo? ¿De veras se afecta la moral o se produce un daño a la sociedad? Los inconformes anuncian una acción de inconstitucionalidad, acción de indudable naturaleza democrática.
El año terminó, pues, de un modo inesperado. La radicalización de las posturas, los ingredientes teocráticos que se advierten en ambas, la reedición de un protagonismo clerical de infame memoria histórica, el halo de revancha que persiste en la izquierda y el escaso y poco racional debate público, son los abonos de una intolerancia que se agrega al clima de desesperanza económica de la sociedad mexicana.