lunes, 26 de octubre de 2009

El condenado a la horca

El verdugo le recuerda al condenado a la horca su derecho a decir unas últimas palabras. Con la soga en el cuello, la mirada lacrada en el tablón que en unos instantes se abrirá para hundirlo en la oscuridad, teniendo delante a una multitud que ya contiene la respiración, el condenado a la horca expresa con una absurda pero profunda convicción: “Que esto me sirva de experiencia”.

¿De qué estamos hablando?

1. El humor negro es la luz al final del túnel, el corolario de una historia repetida una y mil veces y de la cual no se han aprendido sus lecciones. Parece que en México la memoria sólo ha servido para que los predicadores del victimismo lancen más gasolina al fuego. Pero si un defecto tiene nuestra democracia es el olvido, la inutilidad de la experiencia, el abandono de la obligación para con el pasado. Las páginas menos gloriosas de nuestro pasado –escribe Tzvetan Todorov– son las más instructivas, si nos tomamos la molestia de leerlas íntegramente; el pasado es fructífero no cuando alimenta el resentimiento o el triunfalismo, sino cuando nos conduce amargamente a buscar nuestra propia transformación.

2. La crisis económica –acompañada ahora de una crisis moral en su versión de desmoralización– nos echa en cara sus lecciones postreras. Hace unos meses la ciudad de México encendió su alerta por la inminente escasez de agua potable. Hace unos días el presidente Felipe Calderón anunció que la “emergencia” había sido superada; y aunque convocó a forjar una cultura de ahorro del llamado “oro azul”, el tono alegre de sus palabras fue una especie de borrón y cuenta nueva. Los expertos en el problema del agua en México aran en el mar. El lobo está entre nosotros y casi nadie lo quiere ver. Pero el agua es un problema cuyas consecuencias hacen imposible cualquier previsión económica. El titular de la Comisión Nacional del Agua, José Luis Luege, vino a recordarnos que el acuífero del valle queretano está agotado.
¿Qué sigue?
Después del mito guadalupano, el mito genial en México es de carácter fiscal. Lo podemos llamar el mito de la baja carga tributaria. Durante décadas se nos ha dicho –y a regañadientes hemos cobrado conciencia de una verdad que no es verdad– que, comparados con cualquier país desarrollado o medianamente desarrollado, los mexicanos pagamos pocos impuestos. Es cierto, las tasas impositivas son bajas, pero es más exacto decir que los pocos que (irremediablemente) pagamos impuestos, pagamos mucho. Se dice hasta el cansancio que la economía informal no contribuye y que los más ricos pagan poco (un especialista me dice que, por ejemplo, TELMEX y Bimbo pagan entre el dos y el tres por ciento de impuesto sobre la renta). Es cierto, pero abónese a favor de la economía informal el mérito de acolchonar los efectos del desempleo y la carestía.
¿Por qué los muy ricos pagan tan poco?

Apenas antier un grupo de los más ricos de Alemania inició una campaña a favor de que el gobierno de su país eleve las tasas impositivas a quienes más dinero ganan. La propuesta sugiere que los nuevos recursos recaudados servirán para ayudar a la recuperación de la economía alemana. Afirman que el fisco germano obtendrá unos cien mil millones de euros adicionales, lo que permitirá afrontar el desempleo y la puesta en marcha de programas sociales y económicos a favor de los más afectados por la situación. Parece una broma. ¿Se volvieron locos los ricos alemanes? Es una broma y no lo es. Estamos ante el eterno retorno a la “locura” de Erasmo. Pero ¿qué ganan? Ganan seguir ganando. ¿Y si los más ricos de México se erigieran en los líderes de la reforma fiscal y del combate a la desigualdad, asegurando de este modo su permanencia en el pedestal de la riqueza? Me temo que no son tan inteligentes.

3. El humor patibulario no sirve ya para lamentar un hecho. Es mal visto, más si se le mira con las anteojeras de la prudencia, el equilibrio, la moderación, la mesura; hay en él la sospecha de radicalismo, el signo de una fatalidad enfermiza y obsesiva; ha sido expulsado de la sobremesa: es de mal gusto, grosero, impertinente; los gozos de la vida no admiten que se hable de la muerte, de los cementerios o de los funerales; a nadie le hace gracia un chiste negro, una paradoja sepulcral, un presagio mortecino. En estos tiempos en que la superación personal le ha impuesto a la humanidad su torrente de mentiras piadosas y verdades ingrávidas, el humor negro ha sido sustituido por un humor sexual despatarrado. De un modo implacable pero insulso, se han cubierto de polvo grisáceo las caras de la moneda, el sentimiento trágico y el sentimiento cómico de la existencia. El humor genuino, que durante varios siglos pudo combinar ambos sentimientos y aleccionar a la gente en contra de la solemnidad, no cabe ya en una convivencia que simula liviandad, ligereza, liberalidad.

4. Hace unos días, en Barcelona, a un peatón le cayó encima una suicida que se había arrojado desde un octavo piso. Ambos murieron. El humor inmediato y aparente nos lo proporciona el peatón. Que vayas caminando por una calle pensando en tus problemas, dándole vueltas a una situación conyugal que te tiene atormentado; que vayas indignado por la mala suerte, cargando rencores y deseos de venganza; que camines alegremente a encontrarte con un amigo o con tu amada, planeando proyectos, interiorizando afanes, lucubrando opciones; que simplemente camines sin pensar en nada, con la mente en blanco, con los pies autónomos y el alma desenraizada. . . ¡Y que te caiga del cielo una suicida!

Las posibilidades de humor negro no son infinitas. Pero el humor negro puede ser aún más negro, es decir fúnebre, si pensamos en la suicida. Habría que imaginar el momento previo al salto final. Si las hubo, ¿cuáles fueron las últimas palabras de la suicida? Tal vez no se dijeron, pero podemos imaginarlas: “me mato para ya no hacer daño a nadie”. Pero el humor es verdaderamente profundo cuando el observador se pone en los zapatos de la suicida que no se fija dónde cae o en los del peatón que en ese justo instante pensaba, muy seria y analíticamente, en los pocos miles de años que le quedan al género humano por causa del cambio climático.

5. Lo cómico es un fenómeno exclusivamente humano y también universalmente humano, dice Peter Berger en su “Risa redentora”. Teólogos y filósofos están negados para el humor. Es curioso, la filosofía dio inicio con un chiste, el de Tales: ocupado en la astronomía y en estar mirando siempre a lo alto, un día cayó a un pozo, ante la burla risueña de una sirvienta. De hecho, los filósofos se extinguieron cuando se tomaron muy en serio; dejaron de filosofar, que es lo mismo que dejar de reír. Los políticos, que no toman en serio los asuntos del bienestar general de la población, sin embargo se toman a sí mismos demasiado en serio.

Los políticos ríen y se ríen. Mucha gente no sabe con precisión de qué, pero su humor es quizá el que más se acerca al que nace de la incongruencia. Los políticos se ríen entre ellos y de ellos, nunca de sí mismos. Sus chistes no son graciosos y sus gracias no son chistosas. Sin embargo, la tarea de gobernar es un campo florido de humor, casi siempre involuntario. Enarbolan el ridículo con orgullosa alegría. Si no fuera porque sus decisiones suelen producir un mal mayor del que tratan de remediar, serían bufones de cabo a rabo. El gobernante suele representar al “bobo excitado”: palabras y gestos altisonantes y hechos absurdos. La estulticia política es cerrada, tautológica, circular. El político exitoso es barroco: la distancia más corta entre dos puntos es el círculo. Por eso es el condenado a la horca.

domingo, 18 de octubre de 2009

Organizados para no trabajar


La explotación del trabajo estuvo en el centro de la injusticia y la barbarie contemporáneas, y también fue el motor que generó prácticamente todos los movimientos sociales durante los siglos XIX y XX. El salario, la jornada laboral, las condiciones de trabajo y la seguridad social constituyeron la tetralogía de objetivos sindicales y gremiales que dieron cuerpo a la más trascedente lucha humana por la justicia, y en esa lucha se gestaron los estados benefactores y los totalitarios: la justicia basada en la libertad o la justicia basada en la igualdad forzada, que terminó siendo más injusta que el régimen de explotación que buscaba eliminar.
La jornada de trabajo fue una de las conquistas laborales que más se acercaron a eso que hoy llamamos dignidad humana. La jornada máxima de trabajo fue el tope. Lo demás sólo podía rodar cuesta abajo. ¿Hasta dónde? ¿Hasta cuándo?
Aparecieron algunas perversiones en el trayecto de ganar nuevas y mejores condiciones de trabajo. Detrás y en paralelo de las justas aspiraciones de dignidad laboral fue creciendo –monstruosa, disfrazada de reivindicación social– la creencia de que el trabajo es el enemigo por vencer; es decir, una carga, una penitencia, una prisión, una condena. En este punto hay una coincidencia fundamental entre el marxismo que dividía a la humanidad en explotados y explotadores y la teología cristiana que funda la historia humana en el castigo divino del trabajo.
El trabajo ha tenido la doble personalidad de honrar y humillar al ser humano. Según las encuestas mundiales, el trabajo es el segundo valor más apreciado, después de la familia. Por eso es una tragedia que cada año un millón de jóvenes se incorporen al mercado laboral y sólo una parte menor encuentre una oportunidad. A pesar de lo cual los gobernantes mantienen inalterada la promesa de generar empleos (formales), en una época en que la sociedad de pleno empleo está en una crisis de la que ya no se recuperará, a menos que sean reformadas las estructuras legales, institucionales y empresariales y comience una nueva cultura del empleo y del trabajo mismo. Si se ha probado sobradamente que la sociedad de pleno empleo está llegando a su fin, los discursos reivindicatorios parecen poco menos que anacrónicos. Pero igualmente anacrónicas son las promesas políticas que ofrecen crear más y mejores empleos. Y más anacrónicas son las concepciones del mundo de los economistas que terquean en que la generación de empleos es el fin de fines de la sociedad y del Estado.
El derecho a la libre asociación y sus derivados gremiales y sindicales han creado justicia e injusticia al mismo tiempo. Las conquistas sindicales, que en la actualidad justifican las más absurdas pretensiones y los más estrambóticos logros, han producido una inequidad que corre en contra de los trabajadores comunes y también en contra de millones de nuevos aspirantes al empleo. Las conquistas de los sindicatos del Estado acabaron siendo un inmenso cúmulo de privilegios que no tienen ni tendrán los trabajadores en general. La desproporción entre unos y otros es enorme.
Frutos podridos que nos heredó del estado autoritario y patrimonialista de la segunda mitad del siglo XX, la tríada sindical de petroleros, maestros y electricistas son obstáculos poderosos con que se topa la modernización económica, el avance democrático y la educación gratuita.
Miles de trabajadores han salido a la calle a defender su derecho al trabajo, no el trabajo. Junto a ellos, sus “compañeros de viaje” intelectuales y políticos proclaman y defienden los privilegios de una casta divina. En un punto tienen razón los electricistas y sus defensores: es imprescindible el debate. ¿Tendrán la honradez de aceptar que los sindicatos más poderosos del país fueron cómplices del estado mafioso que los creó, los alentó y los corrompió? ¿Se podría extender el debate a la revisión de los privilegios de corporaciones sindicales, empresariales y clericales?
El problema laboral en México bien puede ser una paráfrasis de un ensayo memorable de Gabriel Zaid: Organizados para no leer. Escribe, recordando a Vasconcelos, que hay libros que se leen de pie; nos mueven a hacer cosas, tomar notas, consultar un diccionario, ver el jardín con otros ojos. Compartir esa animación, hablar de la experiencia de leer, de lo que dice un libro y cómo lo dice, de lo que gusta o decepciona, hace más inteligente la vida social y personal. No obstante, en México no se lee, ni siquiera los que escriben libros. El trabajo también es fuente inagotable de experiencias que se pueden compartir, gustos y decepciones laborales, charlas que intercambian técnicas y modos distintos de hacer las cosas, soluciones que se regalan, problemas que se formulan y analizan. . . Sin embargo, estamos organizados para no trabajar.
Trabajar menos o no trabajar son algunas de las conquistas de los sindicatos. Obsérvese el curso de todos los contratos colectivos de los sindicatos de empresas e instituciones públicas y se comprobará que se puede contar la historia teniendo como método la organización de la vida para no trabajar. Ganar más es una aspiración legítima, necesaria, pero no entiendo lo de trabajar menos o no trabajar. Cualquier contrato colectivo universitario es ejemplar: trabajar poco o no trabajar, no importa que se pongan en la mesa algunas justificaciones honorables como la investigación científica, la preparación de clases, los intercambios académicos, los cursos y congresos, las becas o los años sabáticos. El resultado es que no hay resultados.
Hay desde luego parodias del trabajo que debieran erradicarse. Es verdad que el trabajo nos hace más libres, lo cual nada tiene que ver con el Arbeit Macht Frei de los campos de concentración del nazismo. Los que tenemos el privilegio de trabajar porque nos gusta y en lo que nos gusta, quisiéramos que todos tuvieran la misma suerte. Algunos disfrutamos el trabajo y no nos basta el horario comprometido; lo hacemos por la gratificación que nos produce el trabajo mismo y por el salario que nos pagan; pero hay una gratificación especial en el gusto laboral: el trabajo bien hecho. No deifico el trabajo; el trabajo por el trabajo es una tontería; un trabajo sin salario no es trabajo, es condena. La diversidad laboral es una experiencia incomparable. Comparto lo que decía Faussone, el personaje de El sistema periódico de Primo Levi: “Cada nuevo trabajo que empieza es como un primer amor”. La paradoja del gusto por el trabajo es que entre más tiempo le dedicamos, más tiempo y calidad le destinamos a actividades menos tensas pero más intensas. ¿Cómo no gozar de la vida después de una jornada esforzada de un trabajo bien hecho?
Cada quien sus gustos y necesidades, pero no deja de haber un cierto patetismo entre aquellos que el día que comienza su vida laboral inicia también el conteo de los días que faltan para jubilarse. Es como vivir en la cárcel. Cada quien tiene derecho a planear y organizar su vida como quiera y dependiendo de sus circunstancias y modos de asumir la existencia, y debido a esa pluralidad la reforma laboral debiera abrir opciones de horario, seguridad social y salario. El actual régimen cerrado no puede mantenerse porque condena a millones a la nada laboral. Cada quien sus gustos y necesidades, pero la burocracia es burocracia precisamente porque pertenece al reino de la ley del mínimo esfuerzo.
Hay trabajos degradantes y también hay personas que se sienten degradadas por trabajar. No vivimos en Jauja, todo requiere esfuerzo. No trabajar enferma; la falta de esfuerzo nos vuelve débiles y estúpidos. El gusto por el trabajo no es gratuito: suele ser el fruto de la derrota, del fracaso; es un fruto amargo a veces, ácido otras tantas; sin embargo, el trabajo es el núcleo fundamental de la experiencia.


domingo, 11 de octubre de 2009

La razón no puede tomar vacaciones

A Enrique Krauze

Parece normal que aquellos que sufrieron los horrores de una dictadura aprecien con un talante más comprensivo al régimen democrático. Y digo “parece” porque en algunas naciones que padecieron la tiranía no ha muerto la añoranza por los viejos (y “mejores”) tiempos.
El tiempo, que es olvido, pone en marcha la maquinaria del más perverso de sus juegos, casi siempre a favor de la barbarie: niega los hechos y exculpa a los tiranos.
Una vez que un pueblo se libera de la pesadilla totalitaria, el desahogo jubilar obnubila y posterga la reflexión objetiva; con los años, la memoria matiza y dramatiza, cubre y descubre a la vez; más tarde, cuando el hecho histórico es convertido en un objeto de moda, la gente olvida sin olvidar (o hace como que olvida): a fin de cuentas –se dice con parsimonia– la vida sigue, hay que dejar atrás el pasado, ver hacia delante; después, cada vez que alguien atiza las brasas de la memoria, mucha gente hace gestos y determina que el pasado es pasado, que no es sano recordarlo, sea porque avergüenza o porque se busca, casi siempre con buena intención, resguardar a las nuevas generaciones de las atrocidades cometidas por los abuelos; al final, el tiempo ofrece un proyecto de sentencia absolutoria que remueve la tierra y vuelve a sembrar las semillas del mal. Se generaliza entonces la creencia de que el terror de hace cincuenta o cien años es un mito; pero entonces el verdadero mito ha florecido: la negación de lo real.
No es lo mismo olvidar el pasado que trascenderlo. La memoria es un deber con la humanidad pero no cualquier tipo de memoria. El deber de la memoria fue para Primo Levi, sobreviviente de Auschwitz, una carga y una liberación; sufrió la andanada de versiones que negaban la existencia del Holocausto o que falseaban, sobre todo mediante el cine y los reportajes televisivos, la realidad del nazismo. Levi conservó hasta el final el miedo a la barbarie totalitaria. Y para él el deber de la memoria era el deber de la razón. En una entrevista al periódico italiano Stampa Sera en 1975, explica: “Creer en la razón quiere decir creer en la propia razón, no quiere decir que la razón gobierne al mundo y ni siquiera que gobierne al hombre. Haber presenciado el naufragio de la razón, y aquí aludo no sólo al nazismo sino también a nuestro fascismo, no debe y no puede llevar a una rendición. Diría Calamandrei que para nuestra generación no hay permiso. Tampoco para la razón hay permiso, no puede tomar vacaciones. Por mi parte, desconfío de todas las ausencias de la razón. Por eso considero saludables todos los oficios que ejercitan la razón y el mío es uno de ellos”.
La reflexión de Levi es aleccionadora: las distracciones de la razón son las fisuras por donde se cuelan las justificaciones de los más espeluznantes horrores humanos, de las más sangrientas dictaduras. La lección puede resumirse en el título de la entrevista: “La razón no puede tomar vacaciones”. Cuando la razón se ausenta, la estupidez se encarga de adornar la tragedia con una corona de laureles. El tiempo, que es olvido, ha cerrado el más perverso de sus juegos con un desenlace monstruoso: lo que ocurrió no ocurrió. Es un mito.
En estos días, en Rusia, está en marcha un hecho increíble: Yevgeny Dzhugashvivli, nieto de José Stalin, ha demandado al periódico Novaya Gazeta por publicar que el dictador soviético ordenó la ejecución de varios nacionales. El periódico muestra documentos en los que aparece la firma de Stalin ordenando el asesinato de algunos “enemigos del pueblo”. De inmediato el nieto de Stalin interpuso una demanda contra el periódico por la difamación de su abuelo. Pero el problema no lo representa el nieto (lo podríamos juzgar como un loco estridente en busca de notoriedad), sino los sectores de la sociedad rusa que añoran “los buenos tiempos” de Stalin. Estamos, en palabras de Tzvetan Todorov, ante un efecto tardío de melancolía post totalitaria. El día de la declaración preliminar de Yevgeny Dzhugashvivli, una pequeña muchedumbre se congregó frente al palacio de justicia de Moscú para defender a José Stalin. “Bajo Stalin nuestro país era respetado; en esos días éramos respetados y temidos por otros”, declaró el líder de la muchedumbre. El tiempo, que es olvido, remacha su perverso juego con una jugarreta tragicómica: ¿condenará el Tribunal ruso al periódico Novaya Gazeta a indemnizar al nieto de Stalin por difamación y daño moral?
Hace uno año, en la cumbre del cerro de El Gallego, en la Alta Tarahumara, teniendo delante el inmenso y hermoso valle de Urique, pregunté al escritor ruso Vitali Shentalinski sobre la aceptación que había tenido en su país la trilogía sobre los archivos literarios de la KGB, publicada durante la década de 1990. Los viejos, dijo, no quieren saber; argumentan que hay que cerrar ese capítulo, enrejarlo en el archivo muerto de la historia nacional; arguyen que nada se gana con machacar el recuerdo de un hecho lejano. Los jóvenes, agrega, no se interesan por el tema; consideran que es asunto de otros tiempos y de otra gente; no quieren saber, no les interesa; sólo importa el presente. . . El traductor de literatura rusa Jorge Bustamante me platicó que en una librería de Moscú se puso a observar las reacciones de la gente frente a los libros de Vitali: indiferencia. Algunas personas veían los libros, tomaban alguno, leían el texto de la contraportada, y luego lo regresaban al altero donde se exhibían. La trilogía de Shentalinski sobre los archivos secretos de la KGB descubrió obras maestras de la literatura rusa que habían sido confiscadas por el régimen de Stalin: Bábel, Mandelstam, Bulgákov, Platónov, Gorki, Ajmátova. . . Gracias a Vitali la humanidad conoció una obra maestra como Corazón de perro de Mijaíl Bulgákov y la correspondencia de aquellos escritores que fueron encarcelados o asesinados por disentir. Uno de esos disidentes fue llevado preso por tener una risa contrarrevolucionaria.
El tiempo, que es olvido, tiene excepciones notables. La escritora inglesa Doris Lessing recuerda, en una conferencia de 1985 publicada en Las cárceles elegidas, que en una visita a la Unión Soviética, en plena censura literaria, un grupo de escritores le explicaba que en su país ya no había necesidad de la censura, pues en ellos ya se había formado una “censura interna”, la que veían como una etapa avanzada del socialismo. Tal vez sufrían lo que Orwell denominó doublethink. “Pero –sigue Lessing– hay una minoría que no lo hace (la minoría que atiza las brasas de la memoria) y me parece que nuestro futuro, el futuro de todos, depende de esta minoría”. Esa minoría es la que no le concede vacaciones a la razón.
Todorov escribe que la democracia es bella cuando la comparamos con una dictadura. Abandonada a sí misma, a sus imperfecciones, la democracia ya no es tan bella; más bien es fea, desgarbada; es ruidosa, ineficaz, precaria. Pero todas las democracias son precarias. Sus defectos son notorios, y el hecho de ser visibles es un mérito inexistente en un régimen autoritario o tiránico. Otros defectos, quizá los peores, suelen estar ocultos, y por eso los historiadores y los críticos son imprescindibles: saben que la memoria es un deber y que la razón no tiene vacaciones. Todorov no deja de ver los defectos de las democracias occidentales pero no concede ningún beneficio a la dictadura. Escribe en El hombre desplazado que la sociedad occidental está libre de los peores defectos que caracterizaban al país totalitario donde creció. Creo que un gobierno democrático no tiene derecho a mirarse en el espejo del totalitarismo; si se contempla en el espejo de sus propios vicios, la democracia no posee los encantos que los ingenuos o los analfabetos políticos predican. Pero la democracia es la única forma de gobierno y de convivencia que nos permite ver sus defectos, criticarlos y alertar contra la conformidad de quienes expresan que el mundo es así y que no hay nada que hacer. Porque el tiempo, que es olvido, puede lanzar su carta debajo de la manga y espetar su cinismo: la memoria y la razón son estorbos y hay que mandarlas de vacaciones.
El siglo XX nos interroga. Es –sigue siendo– nuestro siglo. Los vándalos que salieron a la calle el pasado 2 de octubre a conmemorar la matanza de Tlatelolco son una muestra patente de que en México la memoria ha fracasado. Los líderes del movimiento del 68 han contribuido poco a la comprensión objetiva de ese hecho terrible y en algunos casos han convertido el suceso en un victimismo políticamente rentable, en odio de usufructo partidista. El resultado es que el 2 de octubre se ha olvidado. No vivimos las condiciones de hace cuarenta años y es improbable que una masacre de esa naturaleza se repita en nuestros días, pero el peligro autoritario tampoco toma vacaciones; late en el uso político del resentimiento, en la ideologización de la historia, en el lenguaje oscuro de los académicos, en las arengas justicieras.
El deber de la memoria no es un deber ciego, mudo o torpe. Tan peligrosa es la desmemoria como la memoria distorsionada. En cambio, la memoria objetiva es el verdadero signo de la civilización, base de la conciencia democrática. En una charla con el escritor Philip Roth en octubre de 1986, Primo Levi dice que pensar fue un factor de supervivencia en Auschwitz. No vivimos en un Lager pero no me parece desmesurado formular una paráfrasis: pensar es un factor que nos puede salvar del decaimiento político, del retroceso democrático. También entre nosotros sobrevive poderosa la nostalgia autoritaria. Son muchos los que creen que estábamos mejor cuando estábamos peor. Hay que recordarles que a la precaria democracia mexicana ya podemos verla, criticarla, reformarla. La memoria es aliada de la democracia, sobre todo cuando, como diría Octavio Paz, el pasado se trasciende de un modo creador.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Ejemplaridad pública


La editorial Taurus acaba de publicar un libro del politólogo español Javier Gomá que es un traje a la medida de la política mexicana: “Ejemplaridad pública”. El libro de Gomá tiene el mérito (un mérito raro en tiempos en que la reflexión política rinde homenaje cotidiano a Cantinflas) de estar escrito con la pulcritud de quien piensa bien y luego escribe lo que piensa de manera sencilla y clara. Pero más importante que el estilo es el contenido: Gomá propone la ejemplaridad como un medio para organizar la democracia. Y organizar la democracia es para el autor una manera de comprenderla.
La ejemplaridad pública es desde luego un principio político que está en el origen de las repúblicas modernas; todavía durante el siglo XIX los republicanos aludían a la moral pública como fuente por excelencia de las virtudes de los gobernantes; entre tales virtudes, algunas tenían que ver con la persona y otras con la institución. Las virtudes personales procedían de modo directo o indirecto del justo medio aristotélico y de la temperancia y moderación explicada y defendida por los filósofos morales de los siglos XVII y XVIII. Las virtudes institucionales estaban directamente influidas por los ideales republicanos de erradicación de privilegios, legalidad, igualdad y fijación de límites al poder público, de donde derivaron las garantías individuales de las constituciones liberales del siglo XIX. En la formación de los estados democráticos la ejemplaridad fue siempre el atizador con que se removía el brasero ardiente de fueros y privilegios. Sin embargo, el atizador republicano desvaneció su fuerza en el tránsito del siglo. Durante el siglo XX, en nombre de la eficacia, se ha justificado casi todo. Gobernar se encareció. Ahora mismo, en nombre de los pobres, el gobierno mexicano pretende cobrar más impuestos. El discurso que defiende la propuesta es tan viejo como la aparición del poder político: hacer el bien; es decir, lo de siempre: bienestar general, justicia social, bien común y demás consignas encubridoras.
Hace unos días estuve en una conferencia del politólogo italiano Giovanni Sartori. Casi al final de su charla sintetizó su postura de un modo rotundo: “La opinión pública es la espina dorsal de la democracia”. Pero antes expresó que la democracia necesita ser entendida para funcionar. En el primer caso, la opinión pública mexicana ha puesto en la mesa de las prioridades el problema de los excesos del gasto público: salarios, prestaciones económicas y privilegios diversos, exención de impuestos a los más ricos y poderosos, abusos presupuestales, ineficiencia en el gasto social… y, utilizando la expresión de Primo Levi, un sindicalismo estúpido en cuya conciencia subyace la idea o sensación de que el trabajo degrada al ser humano, lo cual tiene quebradas a las instituciones de salud y seguridad social del Estado y a las más importantes empresas públicas.
Salvo algunas tímidas reacciones de la clase política, los partidos no se han propuesto en serio la restauración de la república. No es exagerado decir que ante la generalización del abuso salarial y del excesivo gasto burocrático del Estado, los mexicanos tenemos la misma necesidad pública que defendieron los liberales de la Reforma: restaurar la república.
En el segundo caso, que la democracia necesita ser entendida para funcionar, me parece que el apunte de Sartori es elemental pero incuestionable: ¿de qué hablamos cuando hablamos de democracia? Y de esta pregunta podemos formular otra: ¿de qué hablamos cuando hablamos de república? ¿De verdad sabemos a estas alturas sus significados e implicaciones? Los clásicos nos siguen interrogando. Si gobernar es más caro que nunca, es natural que la opinión pública mexicana se pregunte sobre las interioridades de la alta burocracia. Veremos entonces que los privilegios de los servidores de la república a veces son tan escandalosos como en su tiempo fueron los monárquicos.
La ejemplaridad pública de Javier Gomá también es un medio para organizar la democracia. Dar y poner el ejemplo puede parecer a muchos una tontería, pero es un método infalible para que la clase política recobre algo de la credibilidad perdida. Es cierto que el poder corrompe; también lo es que algunos son más susceptibles de ser corrompidos; pero lo más grave es que algunos, los peores, llegan a corromper a las instituciones. Organizar la democracia lleva precisamente el propósito de evitar, tanto cuanto sea posible, que una democracia sea corrompida mediante una adecuada distribución del poder y un control legal más claro y estricto. Nuestro problema sigue siendo, en una primera instancia, de tipo legal. En México la corrupción es legal; también es legal la injusticia; más legal aún es evadir impuestos o traficar con influencias; los altísimos salarios de diputados y senadores son legales; los privilegios de las corporaciones son ejemplos de apego estricto a la ley; los abusos del poder se pueden justificar legal y jurisdiccionalmente. Javier Gomá sugiere en su libro varias estrategias de organización del poder público como medio para cernir en forma permanente a los elementos podridos.
La ejemplaridad pública posee un contenido moral indudable: los servidores públicos deben ser ejemplo de honradez, moderación, equilibrio y sensatez. Virtudes viejas, en desuso, es cierto; pero su rescate parece la única opción para limitar el ejercicio del poder, así por razones éticas como políticas. La eficacia, esa virtud maquiavélica admirable, no tiene por qué ser perjudicada con la ejemplaridad pública. Si ser ejemplo o dar el ejemplo sirve para algo, es precisamente para administrar los recursos públicos eficazmente. De otro modo no entiendo que se pida a la población lo que el gobierno no está enteramente dispuesto a ejemplificar.