domingo, 25 de abril de 2010

Pacheco y Krauze, dos buenas noticias

No nos sorprendamos por los resultados de la prueba Enlace que en todo el país examina el nivel de conocimientos de los alumnos de educación básica. Menos nos rasguemos las vestiduras ni gritemos escandalizados por la ignorancia de niños y adolescentes en materias tan elementales como matemáticas, español o historia. Si a alguien le gana la tentación de echar pestes contra los profesores, los métodos o los contenidos, antes pregúntese si, de haber contestado él el examen, los resultados habrían sido diferentes. Si la pregunta se responde con sinceridad, lo más probable es que ese alguien concluya que, en su caso, la calificación habría sido poco menos que desastrosa, inferior al promedio obtenido nacionalmente. Tampoco se culpe a la maestra Elba Esther Gordillo del estado calamitoso en que se encuentra la educación de la niñez mexicana. Créamelo, el nivel cultural de la dueña del sindicato de maestros no es distinto al de la clase política que nos gobierna. Tómese el caso de cualquiera de nuestros gobernadores, de un senador, un diputado federal o local, un alto funcionario federal o estatal o un alcalde, y al instante comprobará que la prueba Enlace resultaría para ellos un examen difícil de aprobar. Si, no obstante lo dicho, ese alguien se atreviera a fustigar la pereza intelectual de los profesores y la irresponsabilidad de los padres de familia en la educación de los hijos, antes fíjese en el lenguaje de los periodistas y pregúntese si los llamados “comunicadores” alcanzan el mínimo de conocimientos en álgebra, geografía o civismo. Si no le bastara esta observación cuyos resultados están a la vista, tome entre sus manos un periódico importante (Reforma, La jornada, El universal, Milenio, Excélsior) y lea los análisis y reflexiones de críticos y articulistas, y luego concluya si la mayoría de ellos obtendría una calificación notoriamente distinta a la del promedio nacional de la prueba Enlace.
Los medios masivos impresos y electrónicos destacan en sus noticias principales la detención del narcotraficante José Gerardo Álvarez, alias “El indio”, y la secuela de afirmaciones, dudas y sospechas acerca de si la ex miss universo 1996, la venezolana Alicia Machado, tuvo una relación sentimental con el criminal y si de tan espectacular amorío nació una niña. Los mismos medios destacan hoy sábado los enfrentamientos entre sicarios y policías, el atentado contra la titular de la secretaría de seguridad pública de Michoacán, la ejecución de policías en Ciudad Juárez y en Nuevo León. De manera también destacada se muestra la noticia del “retiro” (sic) del golf de Lorena Ochoa y alguna información sobre la postura de El Vaticano sobre los escándalos de pederastia. Sin embargo (excepción hecha de La jornada, que publica una fotografía de buen tamaño en su portada), los demás periódicos y medios televisivos han difundido con escasa relevancia la que es la noticia más importante en nuestro país en muchos años, la del premio Cervantes otorgado al poeta mexicano José Emilio Pacheco. En un recuadro casi insignificante, algunos medios muestran la fotografía en que aparece el historiador Enrique Krauze y el presidente Calderón en el acto de presentación de una obra excepcional: Historia de México, escrita por miembros distinguidos de la Academia Mexicana de Historia. Excepción hecha de La jornada, que no dio importancia a este hecho cultural de indiscutible valía intelectual, los demás medios apenas si lo murmuran, y mucho me temo que su publicación sea porque en la presentación de tan importante obra intelectual estuvo el presidente Calderón.
El poeta, narrador, crítico literario y excelente ser humano José Emilio Pacheco recibió de manos del rey de España el premio Cervantes de Literatura. Antes que Pacheco lo recibieron los mexicanos Octavio Paz (1981), Carlos Fuentes (1987) y Sergio Pitol (2005). Es el más importante premio de literatura de nuestra lengua. El premio ha sido otorgado a escritores de la talla de Borges, Carpentier, Onetti, Alberti, Sábato, María Zambrano, Roa Bastos, Francisco Ayala, Delibes, Vargas Llosa, Cabrera Infante y otros literatos excepcionales. Que el premio Cervantes de Literatura le sea concedido a un poeta es una gran noticia; que se concediera a un mexicano es oro molido en este país de ejecuciones y reprobaciones educativas. Sin embargo, los medios masivos han destinado mucho más tiempo, espacio y comentarios al narcotraficante apodado “El indio” y a la modelo Alicia Machado. De modo, pues, que nadie tiene motivo bastante para escandalizarse por los resultados de la prueba Enlace.
La novelista Doris Lessing (premio Nobel de literatura 2007) subraya la utilidad de la literatura y de la historia en el conocimiento de la condición humana y del mundo. Si hacemos caso de la propuesta de George Steiner, podríamos agregar la educación musicial. De un modo más certero y más bello que el de Lessing, otros grandes escritores han exaltado la importancia de la literatura y la historia en la formación de seres humanos más completos y felices. Cito a Lessing porque usa la palabra “utilidad”. Leer, lo sabemos, es un placer que no tiene genéricos ni similares. Pero –decía Primo Levi– cuando leemos literatura siempre llevamos la intención de aprender algo y de ser mejores personas. Si de buena poesía se trata, hay que leerla en voz alta. Ya no se lee habladamente. Los profesores no lo hacen ante sus alumnos y no recomiendan que esta práctica se lleve a cabo en casa: se aprende a leer y se aprende a hablar. En verso o en prosa, a José Emilio Pacheco es mejor leerlo hablándolo. Nunca olvidaré a mi profesor de literatura española de tercero de secundaria cuando nos leía trozos de El Quijote; la risa y el llanto le ganaban y jamás terminaba de leer el párrafo o el diálogo completo; era tal su carcajeo que casi se asfixiaba, y se veía en la necesidad de salir del salón a tomar un poco de aire; regresaba al aula y vuelta a empezar la lectura, peroel efecto era el mismo: el rojo púrpura intensificaba su profundidad en un rostro incapaz de contener la risa. El resultado fue que nos inectó el virus de la curiosidad: nos vimos forzados a leer El Quijote para indagar qué le causaba tanta risa a nuestro profesor y cerciorar los finales que él nunca pudo concluir. Creo que fue Georges Bataille el escritor que, recordando una tradición egipcia, decía que la entonación justa de la voz es la condición previa a la enunciación de toda verdad. ¿Como entender en esta época de correos electrónicos y mensajes de texto la supuesta risa de ja ja ja, si no la vemos ni la oímos? La risa y la poesía son sonoras o no son ni risa ni poesía.
¿Tenemos conciencia de la importancia intelectual, cultural y educativa que tienen para México José Emilio Pacheco y Enrique Krauze? Parece que no. Así, por tanto, no se vea en los resultados de la prueba Enlace un desastre ocurrido en un país remoto.

sábado, 24 de abril de 2010

Una tarde cualquiera

El espacio público no cancela la vida privada ni el espacio privado anula la vida pública. En el primer caso sales a la calle llevando tu vida privada tal cual la decides, a veces con una mortificación lacerante, otras con el desparpajo de quien camina sin pensar en la meta, a veces rezando en silencio, invocando las bendiciones del azar; algunas más con el gusto de encontrarte con los amigos y saludarlos, conversar con ellos, disfrutar el gusto de estrechar su mirada con la propia; unas más con el deseo sincero de mirar sin que nadie te mire, de contemplar nada, oír el ruido, escuchar las voces, observar los encuentros de los otros que pasan o que conversan en la mesa de junto, de escudriñar los gestos y tonos de una pareja que se ama o se detesta, de sonreír al escuchar la sonoridad de las carcajadas de los jóvenes. Dentro o fuera, la soledad también es una forma de socializar.
Así como la vida privada no es absoluta, tampoco lo es la vida pública. La diferencia es que en los espacios públicos se tiene derecho al disfrute de la mayor parte de los derechos privados y en los espacios privados no se tiene la mayor parte de los deberes públicos. La calle, el espacio público por excelencia, está construido para que cada quien disfrute su vida privada como le venga en gana, con la condición de que no interfiera en la vida privada de los otros. Pero si el espacio público es un sitio edificado para el disfrute de la privacidad, la condición es que ese espacio no sea apropiado o privatizado por nadie, excepción hecha del ejercicio de libertades y derechos de otros, de modo que conviene salir a la calle con la idea de que una peregrinación religiosa te puede impedir el paso, de que un accidente de tráfico desviará tus pasos por otras calles, de que una manifestación política te impedirá sentarte en tu banca preferida, de que una competencia deportiva te detendrá en la esquina durante una hora o más o de que la escandalera de una plaza te mandará de regreso al hogar, en cuyo caso conviene armarse de más paciencia y encender de inmediato la señal de alerta, recomendación que no debe desestimar un cónyuge que quiere llevar la fiesta en paz. Porque si a la calle sales con la alerta amarilla, al hogar debes volver con la roja. La primera sorpresa desagradable que te encuentras al llegar a tu casa ocurre antes de abrir la puerta. El mercado insolente y grosero ya introdujo por las rendijillas laterales y por debajo de la puerta una variedad de ofertas, cobros, premios, prédicas morales, admoniciones para que te alejes del pecado y otros folletos que te invitan a exposiciones, semanas culturales o descuentos en inscripciones y colegiaturas, sin saber los remitentes –no tienen por qué sospecharlo siquiera– que lo menos que quieres en ese momento es ver gente ni inscribirte en ninguna escuela. Encender la computadora y abrir el correo electrónico tiene sus riesgos, de modo que si se quiere vivir a gusto con los goces de la subjetividad, búsquese una actividad menos arriesgada, aunque es necesario recordar que el mayor riesgo lo representan los otros que rondan en la cercanía, con su propia vida interior dolorida y a punto de estallar. Como este riesgo es inevitable, vale la pena hacer otro intento en la calle, con la esperanza de que las peregrinaciones y las protestas sociales ya hayan agotado sus rezos y sus pliegos petitorios. Si no es así, el entretenimiento de mirar los rostros de los fieles, las facciones agrietadas de los viejos, los ojos concisos de las mujeres, las carillas alegremente tristes de los niños y el entusiasmo y maestría del joven que lanza los cohetones al cielo, es un pasaje de la vida del espectador donde el tiempo pierde su ritmo y su sentido. Pocas cosas son tan gratas como la de volver en ti luego de pasar un buen rato mirando los rostros de la gente que camina en un peregrinaje religioso. A mí me recuerda a Chesterton, cuando criticaba a Kipling porque viajaba a África a investigar sobre la religiosidad, cuando bastaba adentrarse en el templecito de la esquina y observar la devoción de la gente.
En las tardes, cuando el sol ha descargado la peor de sus furias, la calle entalla sus contornos a la medida de tus pasos. Los espacios se ensanchan y entonces es posible cambiar de acera sin el riesgo de que un tropel de automóviles se te venga encima. El sol ilumina la tarde pero ya permite que las sombras ocupen la mayor parte del camino. El imperio de lo público también matiza sus normas y la gente en la calle, en auto o a pie, esperando el camión o saliendo de las oficinas, se dispone a regresar a su yo, abandonado durante muchas horas, colgado tal vez en ese perchero de la memoria donde se guardan penas y alegrías, nostalgias y angustias. Durante el día entero la gente se ha visto en la necesidad de estar junto a otros, intercambiando sonrisas, platicando experiencias, atendiendo clientes, soportando jefes que juegan al personaje o murmurando envidias contra el trepador que hace de la labia la escalera de sus ascensos. La cálida tarde nos recibe a todos con sus primeras luces, rayos de sol que nadie sabe de dónde emergen, fulgores artificiales que le dan la bienvenida a la noche. Las muchachas salen de las oficinas apresuradamente. Les espera la vida privada en su espacio privado, con unos riesgos tan previsibles como inevitables; apuran el camino: una lluvia de quejas, lamentos, tareas, necesidades escolares y uniformes las espera. La existencia es en su mayor parte vida privada e íntima. En casa la televisión te recuerda los problemas públicos, las tragedias naturales, las discusiones políticas, el mundo dorado de mujeres hermosas y playas atestadas de marcianos. En la calle está la vida, el mundo. Sin embargo, el disfrute de la vida pública desde la subjetividad tiene un enemigo poderoso y cruel: parece que todos los demonios se han conjurado para convertir el azar en una necesidad. El control del azar es la peor pesadilla de nuestro tiempo, el enemigo más peligroso de la democracia.

La inesperada visita del padre Brown

Desde el primer día estaban todos los personajes y escenarios del caso Paulette. El padre Brown habría visto que no faltaba nada, que ninguna circunstancia y detalle relacionados con la desaparición de la niña estaban fuera del alcance de la mirada. Pero la mirada del padre Brown no se origina en los ojos sino en el alma, en la propia y en la de los otros, mientras la ciencia y la técnica contemplan desde la arrogancia, dos perspectivas distintas con resultados diferentes, no necesariamente contradictorios, pero casi siempre obtenidos en tiempos separados uno del otro. La tecnología para investigar el delito es sorprendente, pero los investigadores han dejado de pensar. Las ciencias penales, la criminalística, la criminología y demás técnicas forenses han avanzado enormemente desde Dupin y Holmes. En contra, han perdido terreno las muy sencillas tareas de observar y pensar, de mirar a las personas, escucharlas, de advertir esas minucias en las que nadie repara, en cosas y objetos comunes, en sombras y árboles, en el viento y en las ventanas, en las palabras. . . en las palabras. Las cosas son claras pero los detectives ya no piensan. Es más, el detective es una especie extinguida. Atenidos a los instrumentos más sofisticados para medir, al ser humano le fue cercenada la razón simple; se oxidó con el tiempo; se inutilizó; se convirtió en un atributo que no tiene ninguna función en el alma y en la actualidad da lo mismo si se le deja o se le extirpa. Algunos pensadores de la condición humana han llegado a afirmar que, por abandono, el sentido común fue achicándose gradualmente, y un buen día los niños nacieron sin él. No se han inventado todavía instrumentos que tengan por objeto ver los hechos con el sentido ordinario, y el padre Brown sospechó que la capacidad humana de observación y deducción habían mutado hasta tornarse automáticos, es decir “dialécticos”. “El acto de pensar –murmuró preocupado– acabó siendo dialéctico: como una maquinita de juegos, como la regla de tres".

El padre Brown sabe a las primeras cuando una persona miente; el polígrafo no le sirve en absoluto: es impreciso, costoso y requiere de expertos que lo pongan a funcionar, y luego se requiere de otros expertos que interpreten las líneas que suben y bajan, los rayos que contornean las agujas zigzagueantes en la pantalla. El mayor defecto de los detectores de mentiras –observó el padre Brown– es que dicen muchas mentiras, aunque ironizó diciendo que los hombres han inventado máquinas para evadir su responsabilidad de pensar, saber y decir la verdad. Para el cura la verdad es obvia, pero se requiere sencillez antes que artificios técnicos o científicos; pero, ante todo, se necesita verla sin truculencias morales. El padre Brown no es perfecto ni infalible. Tiene un defectillo, a todas luces deliberado: llega tarde y por su cuenta. Llega cuando todos deliberan y sacan conclusiones. La tardanza del padrecito a la reunión se debió a que antes anduvo merodeando por ahí, en los alrededores del edificio, mirando muros, entradas y salidas, recorriendo pasillos, tocando paredes, oyendo los ruidos normales de cada día. Tal vez su retraso se debió a que él, un hombre lento y sosegado del siglo XIX, no tiene el hábito moderno de errar veinte horas de las veinticuatro el día, salvo que –pensó– el mundo globalizado al que había llegado hubiera tenido el poder técnico de alargar los días y apagar el sol mediante un interruptor instalado en la oficina del inspector de policía. El hecho es que el padre Brown llegó a la mitad de la conferencia de prensa del procurador de justicia. Intuyó que el crimen estaba resuelto y sesgó su atención lamentando que su largo viaje en el tiempo hubiera sido innecesario, con el trabajo que él tenía en la mediación de los conflictos que todos los días suscitan las envidias entre ángeles, arcángeles y serafines. A la izquierda del procurador vio el padre Brown a una mujer con el rostro desencajado, a punto de desmoronarse de angustia y desesperanza. “El procurador –pensó el humilde padrecito– está presentando a la culpable del asesinato de la niña”. Sólo reparó en su error cuando aquella mujer mortificada fue anunciada como la psicóloga del caso. Para empezar, se sorprendió de que en el siglo XXI la psicología determinara a los culpables, pero dejó de pensar en ello cuando la psicóloga balbuceó su explicación. En realidad el padre Brown entendió poco de lo que ahí se dijo y no comprendió ni jota de lo que relató la psicóloga. Sintió vergüenza de haber supuesto que la experta en los rincones del alma fuera la asesina, y se recriminó por dejarse llevar por la primera impresión. Se sintió ridículo, como un Lombroso de la psicología. Luego se fue a ver esa maravilla tecnológica llamada televisión, pero su asombro no fue en ningún momento estridente o escandaloso, pues no era él un turista encandilado sino un hombre que en su tiempo recorrió, a pie, en burro, en tren y en barco, todos los países, incluida la remota región africana de Tombuctú, donde los caníbales inventaron una ciencia que, traducida con dificultad al español, se podría denominar Criminofagia, ciencia que ahora el padre Brown ha querido ver en esa parvada de camarógrafos y fotógrafos arremolinados en las salas y sus alrededores, tragando con sus máquinas las partículas elementales de la realidad.

Al padre Brown le interesan los hechos y uno de los caminos para llegar a ellos es observando los gestos y digiriendo las palabras de los otros. Del procurador de justicia le llamó la atención una expresión: “Hay claras inconsistencias”. No entendió. Las inconsistencias, pensó, son oscuras, no claras. En fin, el cura dejó de lado la minucia del lenguaje y volvió la mirada a la televisión, en el momento en que el periodista José Cárdenas adelantó en exclusiva que las investigaciones apuntaban a un auto secuestro. El cura casi pega un grito de susto, él que es la serenidad en movimiento. No entendió cómo una niña de cuatro años, con defectos motrices y una ternura angelical, pudo planear y llevar a cabo su propio secuestro. No le cupo en la cabeza esa línea de investigación, como ahora se dice de una buena pista. La desechó por aberrante, una locura propia de retrasados morales. Tal vez pensó que investigadores y periodistas eran víctimas de la peor de las imbecilidades, y entonces se apartó a rezar una sencilla oración para acallar sus aspavientos interiores, aunque siguió sin entender por qué se asignaba a una inocente pequeñita la sospecha de haber cometido un delito tan monstruoso, y además contra sí misma. Pasado el estupor, el padre Brown regresó al cuarto de la niña y al instante dedujo un puñado de conclusiones. Todo era tan obvio que se aburrió un poco; no tuvo necesidad de escuchar el testimonio de nadie, no obstante lo cual oyó con fingido desparpajo las voces a su alrededor. El caso lo resolvió mentalmente antes de veinticuatro horas. Salió de la habitación, vio de reojo las recámaras, la sala, la cocina y luego recorrió los pasillos hasta salir del edificio. Midió con la mirada las áreas comunes, los jardines, la alberca, el gimnasio y se sentó en la banca junto a unos rosales marchitos; se distrajo con el aleteo ascendente de las palomas en una tarde que caía misericordiosamente. Lamentó no traer en la bolsa de su vestido talar unos granos de trigo. Unos minutos después regresó al departamento de lujo donde decenas de investigadores aspiraba con alta tecnología todo tipo de migajas, huellas, pelusas y rastros de nada. El ir y venir de gente y aparatos lo puso un poco de malas, y en ese momento se dispuso a marcharse. En la mente llevaba el cuadro completo de los hechos. Sabía sin duda el curso de los acontecimientos y, a punto de alzar el vuelo la ancheta aquella, subió a la máquina que lo transportó más de cien años en el tiempo. Pensó en su siglo XIX, en la alharaca del progreso, la ciencia y el arte por el arte. Regresó sin entender por qué el Señor había castigado a la humanidad del siglo XXI arrancándole ojos, oídos y discernimiento. Y entonces, con su mirada triste clavada en el piso, rezó suplicando el perdón de sus pecados.

sábado, 10 de abril de 2010

Metralla contra la dignidad humana

Las metralletas lanzan su fuego indiscriminadamente y todos estamos expuestos a ser fusilados en cualquiera de los miles de paredones improvisados en calles, plazas, edificios públicos, establecimientos privados, hogares, en la intimidad más preciada. Las armas de ese fuego silencioso son de calibres distintos y entre los gatilleros se encuentra de todo, desde una masa de novicios que burbujean palabras inconexas hasta los profesionales experimentados que, por su estratégica posición, tienen el poder de instalar en cualquier parte del país su artillería de micrófonos, cámaras, insolencias y balas fabricadas para traspasar los muros de la vida privada. Porque de esto se trata el fondo del debate liberal moderno, de discutir los límites que tienen los poderes de la comunicación. George Steiner resume que la esencia de la cultura la encontramos en la educación liberal, la única que nos conduce a la dignidad que hay en el ser humano, el regreso a su mejor yo. Por eso la polémica liberal no puede prescindir de la crítica al poder (a los poderes) desde la mirada de los derechos y libertades de los individuos y sus familias, de la comunidad en conjunto.
En una democracia la crítica al poder significa la crítica a los poderes que unos ejercen sobre toda la sociedad en razón de sus privilegios políticos, económicos, religiosos, morales, sindicales y mediáticos. La dignidad humana es la sustancia de la tradición liberal y lleva siempre, aunque no sea explícita, la idea de los límites. En la conciencia política de la tradición liberal anida la convicción de que no hay libertades absolutas, desligadas unas de otras. Una discusión liberal que no piensa y argumenta el problema de los límites no es liberal, pues cualquier liberalismo, por rudimentario que sea, lleva implícita la idea de proteger a los individuos, de resguardar la dignidad contra los excesos, abusos y extralimitaciones de quienes pueden más que los demás. Las metrallas de cámaras, inquisiciones y micrófonos de los medios televisivos son especialmente mortíferas, tanto porque corren a la velocidad de la luz cuanto porque poseen el poder de borrar fronteras, difuminar límites, alumbrar intimidades. Si en el totalitarismo el estado no pedía permiso para espiar el alma de los súbditos y de enjuiciarlos por lo que pensaban, murmuraban y soñaban, en nuestra actualidad liberal los medios de comunicación tampoco lo piden para investigar delitos, recabar pruebas, interrogar testigos, indagar lubricidades, descorrer los misterios de la subjetividad, sugerir culpabilidades y sentenciar sin misericordia. Lo más grave es que lo hagan con la complicidad del poder público, en un juego cuyas reglas se pactan arriba, no abajo.
La libertad de expresión, si se quiere democrática, no es absoluta; no puede ejercerse de forma aislada, escindida de los derechos subjetivos. No es fácil establecer los límites de la libertad de expresión porque no lo es fijarlos en un régimen donde coexisten libertades igualmente fundamentales; los choques son inevitables y el debate democrático es el medio que tenemos para disminuir los impactos de dos libertades públicas en conflicto; no es sencillo pintar una ralla y decir aquí comienza una libertad y aquí mismo termina otra; no es sencillo, en la pluralidad de valores políticos, morales y religiosos, dibujar líneas divisorias ni ámbitos de acción. La educación liberal nos ha enseñado que los individuos tenemos derechos oponibles al poder público; en el debate de nuestros días ha ampliarse el concepto de laicismo a los demás poderes reales. Las libertades económicas lo son porque están (deben estar) limitadas; lo mismo puede decirse de las libertades políticas y las religiosas. Se ha dicho hasta la náusea que tratándose de la libertad de expresión es preferible pecar por exceso que por defecto, y entonces todo el mundo hace de esta tarabilla un canto general. Pero el dilema es falso; su verdad es histórica y por tanto relativa. Hoy por hoy ya no se puede defender el exceso con esa falaz legitimidad.
Tiene más relevancia democrática la discusión de los excesos de los medios de comunicación en la investigación de la muerte de la niña Paulette Gebara Farah que la fotografía en Proceso del periodista Julio Scherer y el narcotraficante Ismael Zambada. La muerte de la pequeña ha evidenciado el inmenso poder de los medios televisivos e impresos para destrozar la dignidad personal y familiar. Sabemos que la guerra contra el narcotráfico ha caminado a tropezones, con más fracasos que triunfos; sabemos también que Julio Scherer ha sido el periodista más importante durante cincuenta años, que su encuentro con Zambada es, a sus saludables 84 años, un éxito que se suma a su largo caudal de méritos, pero su encuentro con el narcotraficante no aporta, al menos por ahora, nada relevante al conocimiento que ya tenemos acerca del narcotráfico y de las entrañas psicológicas de los grandes capos; sabemos que en la procuración y administración de justicia se trasminaron la corrupción y la ineptitud; ¿quién duda de la corrupción, incompetencia y arcaísmo de la justicia penal mexicana, de que resguarda a los poderosos y se ensaña con cualquiera, que somos casi todos?; y desde luego no ignoramos que el poder acumulado de estado, dinero, coacción moral y televisivo constituyen un poder temible. El caso de la niña Paulette confirma lo que ya sabemos: las televisoras también lanzan balas. Los comunicadores se defienden con un argumento pueril: “no somos nosotros –alegan– los que cometemos los delitos”. Es una perogrullada: en efecto, los medios no son culpables, pero son responsables de hacer del fuego un incendio o una simple fogata, de chorrear carroña con fines mercantiles más que informativos.
La experiencia liberal nos enseña que la libertad de expresión es fundamental para la democracia y que, por lo mismo, no conviene que sea reglamentada, y menos que el estado sea el que dicte las normas y criterios de información y opinión. Pero la experiencia también nos enseña que el sistema de auto regulación ética es un camino fiable para que los medios de comunicación asuman un conjunto sencillo e inequívoco de responsabilidades públicas:
1. Conviene recordar que los medios informativos son eso, medios; el problema se presenta cuando se erigen en fines;
2. Las libertades públicas de expresión e información son de los ciudadanos antes que de las empresas de comunicación, así como las libertades religiosas son de los creyentes antes que de las iglesias. El llamado “interés periodístico” no siempre coincide con el interés público y social. En la contradicción, conviene revisar el concepto liberal de moderación;
3. El límite objetivo de la libertad de expresión es el derecho penal. Sin embargo, el asunto no concluye ahí. Hay otros límites de índole jurídica y moral que es necesario debatir: privacidad, dignidad humana de los individuos y las familias, derecho al silencio, derecho a proteger la propia imagen del fuego cruzado de cámaras, micrófonos e interrogatorios;
4. Los derechos subjetivos públicos y de privacidad tampoco son absolutos. El límite objetivo también es el derecho penal, pero tampoco en este caso el asunto termina tan fácilmente. La defensa de la dignidad humana también vale contra los vicios privados. Los hogares no son murallas infranqueables, pero nada atenta más contra la democracia que convertirlos en construcciones acristaladas y transparentes;
5. Los medios de comunicación tienen el deber de enfocar sus cámaras, micrófonos y preguntas en el ámbito de lo público. El deslinde no es fácil, pero se pueden documentar sin mayor dificultad las extralimitaciones y abusos de los medios, sobre todo cuando las cámaras televisivas y fotográficas, por sí o en complicidad con el poder político, económico, religioso o criminal, destruyen la intimidad y dictan sentencia inapelable.

domingo, 4 de abril de 2010

¿Quién teme a los fiscales?

Si casi la mitad de los empresarios del país no realizó su declaración de impuestos y si más de la mitad de las actividades económicas pertenecen a la llamada economía informal, ya se ve que el Leviatán inspira un temor inocuo, así como los virus mutan y se inmunizan contra los antibióticos. Si una parte de los contribuyentes incumplen sus obligaciones fiscales, el poder público tiene la fuerza para amenazarlos hasta lograr que paguen; pero si esa parte llega a la mitad, las amenazas y los requerimientos son llamadas a misa, pero con badajos de algodón.
El hecho, sin embargo, es una poderosa llamada de atención que enseña la fragilidad del Estado, fragilidad que nos pasa a torcer a todos. El fracaso del combate al crimen organizado se debe a razones que los especialistas en asuntos de seguridad nos explican todos los días, pero la ejecución de inocentes (niños y jóvenes) tiene un impacto demoledor en la conciencia de una sociedad que quiere creer en las instituciones públicas, pero que diariamente descubre que son las instituciones públicas las que no creen en la sociedad. No hay confianza donde no hay reciprocidad. Los gobernantes invitan todos los días a la participación ciudadana en materia de seguridad, pero la participación se reduce a denunciar; los pocos que han atendido la invitación han comprobado que sus informes son infructuosos; además, hay temor. La confidencialidad de las denuncias anónimas no convence a los ciudadanos. Se tiene miedo –fundado o infundado– de que su voz no sea resguardada escrupulosamente. Se ha edificado, en cambio, una pequeña sociedad de delatores, pero los involucrados forman parte de los sectores degradados de la delincuencia y de la policía, en lucha entre sí.
Lo de los impuestos es otra cosa. Aunque aspectos de una misma realidad, no es lo mismo evadir impuestos que simplemente no cumplir con la declaración fiscal. En este último caso parece que hay un abandono descorazonador, una toalla que se tira, una rendición por default. Es como cuando una institución bancaria le requiere a un asalariado el pago de una cantidad millonaria, con intereses sobre intereses, gastos de cobranza y demás exigencias absurdas que suelen enlistar los bancos. Al ver el monto de su deuda, la persona ya puede apoltronarse cómodamente y esperar el fin del mundo. Ya nada se puede alegar; no hay fuerza para resistir.
El ciudadano no confía en el gobierno porque el gobierno no confía en el ciudadano. Si se trata de cumplir la ley, el ciudadano comprueba todos los días que el gobierno es el primero en faltarle el respeto, en torcerla. De otro modo, por ejemplo, la corrupción y la impunidad no serían la regla general. Las responsabilidades públicas existen desde la Constitución de 1917 y durante las tres décadas que nos preceden se ha avanzado en la regulación de esas responsabilidades; se han creado instituciones y organismos que fiscalizan el gasto público y las banderas y compromisos favoritos de candidatos y gobernantes son la transparencia y la rendición de cuentas. Lo cierto es que las instituciones que vigilan la honradez y eficiencia de los recursos públicos son instituciones que expiden cartas de buena conducta; y, si no, para otorgarlas están los tribunales federales que, por defectos ajenos y propios, funcionan como tribunales de exculpación, basados casi siempre en defectos procesales, apegados a derecho, no a la justicia.
¿Cómo emprender la tarea pública de civismo y legalidad cuando los que dirigen la tarea se distinguen por sus decisiones inciviles y sus actitudes ilegales? El cinismo acaba imponiéndose.
Véase el caso del ex contralor del gobierno de Francisco Garrido: expresó públicamente que el asunto de las comparecencias de ex funcionarios en la contraloría estatal era un circo. Su insolencia burlona y retadora cayó como bomba en todas partes, dentro y fuera del gobierno, en un momento en que la responsabilidad pública ya no admite artificios. Sería un golpe demoledor a la frágil credibilidad pública que, con los años, le tuviéramos que dar la razón al lenguaraz Ricardo del Río.
Los abusos de poder durante la docena tragicómica queretana se dieron en todas las dependencias y áreas de gobierno. Necesitamos saber con aritmética precisión la naturaleza y el monto de esos abusos, con sumas y restas perfectas. Pero conviene más que nunca repasar los defectos legales, institucionales y humanos que están causando la reiteración de los abusos.
Un poco más allá de nuestra incierta localidad, las acusaciones de corrupción se intercambian como en una batalla campal de todos contra todos. El caso es que se investiga poco y se descalifica todo. Es cierto que en la lucha por el poder se lanzan culpas como ráfagas de ametralladora automática, y lo único que se logra con los ataques indiscriminados es que se alza una nube negra y espesa que cubre todo el panorama, escenario donde ya no es posible distinguir entre calumnia y certeza. Todo se ennegrece y luego no es posible discernir lo falso de lo verdadero.
Si el 98 por ciento de lo crímenes no son del conocimiento de las autoridades de procuración de justicia, en México cometer un delito tiene un porcentaje de riesgo del 2 por ciento; pero el porcentaje de sanciones impuestas a los funcionarios públicos no es muy distinto del criminal; el abuso de poder, el tráfico de influencias, el desvío de recursos, el enriquecimiento indebido, la arbitrariedad, el uso torcido de recursos públicos y todas las conductas tipificadas en las leyes de responsabilidades, se cometen teniendo un porcentaje de riesgo insignificante. Robar en la calle y robar en una oficina pública son, al cabo, tareas de similar manufactura, salvo que los ladrones de la calle no predican moralidad y no se valen de un puesto público para bolsear al prójimo. Ni a unos ni a otros se les juzga, pero a los segundos los volvemos a elegir.