sábado, 20 de junio de 2009

En el centenario de Berlin

El escritor Robert Louis Stevenson (La isla del tesoro, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, El club de los suicidas, La flecha negra, El diablo de la botella) defendía la idea de que la literatura es sólo una sombra de la buena conversación. Explicaba que el habla es fluida, intuitiva, está en progreso y búsqueda constantes; las palabras escritas, en cambio, son fijas, se convierten en ídolos incluso para el escritor, fundan pétreos dogmatismos y preservan moscas evidentes de error junto al ámbar de la verdad. Si los libros son sombras del habla, la humanidad es entonces una gran sombra desperdigada en miles o millones de pequeños claros en medio de una tremenda oscuridad. Sombras oscuras, pardas, grisáceas, azulosas, negruzcas, deslumbrantes, cegadoras. . . Un buen libro suele ser producto de una buena sombra; a su vez, esa sombra inventa y lanza por el mundo miles de realidades habladas, de charlas amables o altisonantes, de historias que se cuentan y chisporrotean recuerdos visuales y auditivos, memoria adherida a una piel que habla y hace hablar a los otros. El arte de conversar proyecta sus sombras gracias a los libros, con sus luces oscuras, con su potencial imaginario, con sus voces de ultratumba. La verdadera corrupción humana son las palabras olvidadas, decía Canetti, que quería escucharlo y describirlo todo. Era su conjuro contra la muerte. En un Apunte dice que entre libros se camina con muletas, y que la única fe que le queda de la Biblia es la fe en las palabras.

Hace cien años nació un hablador genial. De no haber sido porque tenía necesidad de dormir, habría hablado de modo ininterrumpido durante su larga vida. Sir Isaiah Berlin (Riga, Letonia, 6 de junio de 1909), el pensador-hablador político más importante e influyente del siglo XX, escribió poco. Disfrutaba, por encima del amargo vino del solitario, charlar, conversar, pensar hablando, hablar pensando. Era una tarabilla interminable de ideas, recuerdos, chismes, ironías, intrigas, dramas, rencores, reconciliaciones, ocurrencias. . . Era un memorioso genial. Vivió y habló de memoria. Antes de iniciar una charla, parecía una tabla rasa, una hoja en blanco, la parsimonia encarnada. Iniciada la conversación, un torrente de alfileres puntillosos fluía como fluye un río caudaloso que anega sus cauces y los desborda. De él dijo Brodsky que, cuando hablaba, “aspiraba a la velocidad de la luz”. Tendríamos pocos libros de Berlin de no haber sido porque Henry Hardy, su amigo cercano y editor atento, se encargó de grabar y anotar un buen número de sus conversaciones amistosas, sus conferencias académicas, sus charlas radiofónicas, y de reunir, de entre un montón de papeles y apuntes, la materia prima de lo que luego serían sus libros más importantes. Con motivo del centenario del nacimiento de Berlin, Hardy ha editado una galería bien seleccionada de amigos, recuerdos e ideas: The book of Isaiah. Personal impressions of Isaiah Berlin, una sombra nítida del arte de conversar. Berlin fue un escrupuloso historiador de las ideas. Creía en el poder de ellas y desenterró las raíces del romanticismo político. Combatió la glorificación del espíritu solitario, de la angustia y de la utilidad del dolor interior. Él mismo fue sinónimo de ingenio, ironía y placer. Como pocos, disfrutó el placer de pensar. Para eso había que ser sociable: detestaba pensar solo. Lo consideraba una monstruosidad. Berlin encontró la medida de su personalidad en el ambiente británico de tolerancia y libertad. Allí descubrió que ese ambiente es singularmente inglés. No inventó el pluralismo, pero lo enriqueció con ideas y lo tradujo al mundo. Michael Iganatieff, intelectual y político canadiense, recuerda una de sus frases favoritas: “El fin justifica los modos”. Cuando estuvo en México en 1946, Berlin se horrorizó de los mexicanos: sombríos, oscuros, sangrientos. Profetizó que los mexicanos estábamos incapacitados para la democracia. En su niñez aprendió a valorar el carácter por encima de la inteligencia, la vitalidad por encima del refinamiento y la sustancia moral por encima de la habilidad verbal. En Oxford conoció y habló con los grandes de la época: Russell, Moore, Wittgenstein, Ayer.

Berlin era un Paganini de las palabras, un virtuoso de la asociación libre que, en apariencia desenfrenada, era fina y disciplinada. Era claro y claridoso: luego de una conferencia de Unamuno dijo que eran puras bobadas, pero en cambio disfrutaba la brusquedad de Gertrude Stein. De la moral de Tolstoi dijo que era repugnante. Así eran sus polémicas: “No se trataba de educados juegos de esgrima”, decía, “sino de duelos verbales a muerte”. Con su concepto de libertad negativa destrozó los determinismos históricos y convirtió en polvo parduzco las doctrinas de Rousseau, de Hegel, de Marx. Por si fuera poco, una leyenda lo acompañó durante cincuenta años: se le acusó de detonar la Guerra Fría la tarde que visitó en San Petesburgo a Anna Ajmátova, la poeta que vivió los horrores del estalinismo y vivió para perdonarlos. The book of Isaiah es una charla entre amigos que Hardy comparte con los amigos de los amigos y con los acompañantes de quienes no fueron invitados al banquete. Personajes, ideas, recuerdos. La libertad no es un bono o un accesorio. Cada cosa es lo que es: la libertad es libertad, no igualdad ni justicia; no es cultura ni felicidad, no es tranquilidad. De los escritores rusos Herzen y Turguéniev aprendió el amor por las ideas y el sentido que ellas tienen para esclavizar a los hombres, tanto como la naturaleza o las instituciones. Al final de su vida (vivió 88 años), habiendo acumulado tantos duelos verbales a muerte, Berlin había hecho con sus rencores lo mismo que aquel mafioso siciliano a quien en su lecho de muerte el cura le pidió que perdonara a sus enemigos. El mafioso respondió: “Padre, no tengo enemigos, los he matados a todos”.


miércoles, 17 de junio de 2009

La traición de los nulos

El voto libre incluye, faltaba más, el derecho de anularlo. En el debate sobre el asunto no se discute su legitimidad; no hay en la polémica fundamentos teóricos que lo falseen; no hay tampoco argumentos políticos, éticos o antropológicos que deshagan su racionalidad. El problema y los defectos del voto blanco están en otra parte, en un ámbito que pertenece a la cultura política y a la conciencia democrática. ¿Qué sabemos del régimen representativo? La cuestión hay que buscarla en esa pregunta. Hace más de veinte años el historiador Enrique Krauze nos sorprendió con su ensayo Por una democracia sin adjetivos. El ensayo y la frase misma contribuyeron a desvelar las trampas escondidas en los adjetivos utilizados en el discurso, las leyes y las decisiones del poder público mexicano durante toda su historia política, de 1821 al año 2000. La democracia sin adjetivos representó para la cultura política de los mexicanos lo que representó para el avance democrático la autonomía del IFE. Entendimos entonces las imposturas políticas de la arcaicas calificaciones dilemáticas de democracia liberal o democracia social, de democracia revolucionaria o democracia conservadora, de democracia nacionalista o democracia internacionalista, de democracia electoral o democracia participativa, de democracia como libertad o democracia como igualdad, etcétera. Esos adjetivos, qué duda cabe, no pertenecen a la democracia. Son, como explicaba Octavio Paz, sus legados, la doble herencia que recibimos de las ideologías social y liberal de doscientos años de debate y experimentación. La democracia, sin embargo, sí tiene adjetivos legítimos: democracia directa y democracia representativa. Y, entre ambas, un amplio y complejo conjunto de posibilidades y matices de lo que se ha dado en llamar formas de democracia semi-directa (plebiscito, referendo, revocación de mandato, iniciativa popular, consulta pública). La confusión, sin embargo, es poco menos que una Babel idiomática y conceptual de la que no hemos podido salir. Por ejemplo, en el concurso de aseo y conducta organizado por el IEQ el pasado lunes entre los candidatos al cargo de gobernador del estado, el candidato del Partido Convergencia, el perseverante Ramón Lorencé, expresó que la democracia representativa terminaba con el voto, y que había que pasar a la democracia participativa. Es curioso: la democracia representativa comienza precisamente con el sufragio.
El régimen democrático es necesariamente representativo. Tal es su único adjetivo legítimo. La democracia directa no existió ni en la Grecia clásica. Los intelectuales que en estos días hablan de representación como si los partidos, los diputados o los órganos legislativos fueran una extensión corporal y espiritual de los ciudadanos, no han comprendido la naturaleza y funciones de la representación política. En esta ignorancia anida el defecto demagógico de la campaña por el voto nulo o blanco. Quienquiera diga que no se siente representado por los partidos sólo ha inventado el agua tibia. Acierta, en cambio, quien argumenta ineficacia, corrupción, dilación, futilidad, dispendio. La lucha política se toma demasiadas licencias; en venganza, los medios de comunicación se toman otras tantas, a veces más dañinas que las primeras. Política y reflexión política se convierten, así, en un juego de exageraciones, en una espiral de hechos y palabras que asciende alternadamente. No tenemos, para hacer frente a la vida licenciosa de políticos y medios de comunicación, una cultura civil que les exija cuentas a unos y a otros. En nombre de la autonomía de los partidos o de la libertad de expresión se cometen verdaderas tropelías.
Las razones que se exponen para defender el voto blanco o nulo son casi todas de buena manufactura. Tienen, en cambio, el pecado original de ser formuladas en y desde el centro. Para los anulistas el país es México, sin adjetivos ni diferencias. No hay la mínima consideración a la diversidad de regiones, estados, municipios y comunidades. Para ellos la elección del próximo 5 de julio es singular, única e indivisible. Es cierto que la renovación de la cámara de diputados es de indudable trascendencia para la vida pública del país, pero no es la única; y para millones de votantes no es la más importante. El 5 de julio hay varias elecciones y muchas votaciones: cinco gobernadores, decenas de congresos locales, centenas de alcaldes, millares de regidores. Hay municipios gobernados tan atrozmente que la anulación del voto sería la ratificación del poder caciquil. Lo mismo se puede decir de los gobernadores: hay estados donde los ciudadanos, hartos de la arbitrariedad y la corrupción, quieren votar para derrocar al partido postulante. Hay comunidades enteras, en fin, en que votar es asegurar la continuidad de buenos gobiernos. Los intelectuales centralistas que pregonan la racionalidad del voto blanco no discriminan, no diferencian, no distinguen; tampoco asumen los daños que le causan a la política. No es irrelevante que algunos conductores de noticiarios nacionales declaren que su voto será en blanco, pero entonces habían de aclarar que en ese momento ofician de curas y no de periodistas. Hay millones de ciudadanos cuyo interés primordial es elegir a su presidente municipal, y sería lamentable que acudieran a las urnas a inutilizar su voluntad. Los medios de comunicación, convertidos en monasterios laicos, predican antes que informar. Destaco el hecho de que los intelectuales ejercen un privilegio exclusivo del que no son responsables. La decadencia política no se detiene anulando el voto si, a la vez, no se contribuye a fomentar la capacidad de discernimiento. El voto nulo es indiscriminado, absoluto; va contra todo y contra todos. Se diluye así la inteligencia que distingue, diferencia, compara, constata, coteja, castiga, reconoce y decide.

domingo, 14 de junio de 2009

Alejandro Rossi

En la Francia ilustrada del siglo XVIII ululaba la consigna conservadora de que los filósofos eran destructores del arte. En contra, Denis Diderot hace decir a uno de los protagonistas de Jacques el fatalista que un sabio resulta peligroso cuando vive entre idiotas; los poderosos –explica– detestan a los filósofos, porque no se arrodillan ante ellos; los magistrados los combaten y los sacerdotes no pueden verlos al pie de los altares, y los poetas, gente sin principios que tienen tontamente la filosofía por el martillo de las bellas artes, sin darse cuenta de que incluso ellos no fueron más que aduladores (Rousseau llamaba a la filosofía el “martillo de las bellas artes", y Diderot le dedica ese párrafo y el adjetivo idiota). Leía la novela de Diderot cuando me enteré de la muerte de Alejandro Rossi, uno de los pensadores más finos y transparentes de la segunda mitad del siglo XX. Fue, si se me permite la paráfrasis, un filósofo rodeado de pensadores brillantes y un destructor de las feas artes de escribir por escribir, hablar por hablar, pensar por pensar y ¿vivir por vivir? Las quisquillas gramaticales de Rossi lo elevaron, en un ambiente intelectual y académico dominado por la depredación del idioma, en algo así como el sabiondo de la clase; pero no un sabelotodo que protagoniza respuestas, no el que se sienta en la primera fila, no el que acompaña al profesor a la salida. Un ser humano más bien apacible, de sonrisa pautada, Rossi era, como decía mi madre cuando alguien refunfuñaba ante la sopa de habas, un faceto; pero las facetadas de Rossi (las pequeñas historias, las reflexiones brevísimas, las confesiones rápidas, los recuerdos) son luminosas. Mi profesor de epistemología Luis Villoro me recomendó leer, hace ya treinta años, el Manual del distraído antes de entrar a Lenguaje y significado. Al instante me sorprendió el ritmo con que se transita, con una sonrisa en el alma, de la teoría de conjuntos o la lógica matemática a la literatura y al arte. Entre las muchas vueltas y vuelcos que ha tenido la vida durante estos treinta años, en los momentos más confusos y desesperanzados (los propios y los del mundo), he regresado a Rossi en busca de fe: creer en el mundo externo, en la existencia del prójimo, en ciertas regularidades, en determinadas informaciones. . . en la fe animal de Santayana que nos orienta sin demostraciones o razonamientos, aquella que, sin garantizarnos nada, nos separa de la demencia y nos restituye a la vida. Esa fe primitiva de Rossi es el viento cálido de su legado filosófico y literario: un puñado de textos exquisitos, a la vez suaves y poderosos, amables siempre.

Enrique Krauze, en Letras Libres de noviembre de 2007, escribió: “El pequeño y con frecuencia mezquino mundo cultural mexicano parece haber valorado finalmente la dimensión de Alejandro Rossi, el escritor a quien este año se le otorgó, con casi treinta de retraso, al Premio Villaurrutia. . .” Krauze, otro quisquilloso de la claridad intelectual, lanza su reproche de fuego contra una comunidad de idiotas que suele premiar la mediocridad, y otras tantas se hace de la vista gorda frente al talento. En uno de sus aforismos temibles, Cioran confiesa que, con la puntualidad, padecía la locura del escrúpulo, al grado de que era capaz de matar con tal de llegar a tiempo. La de Rossi no era, ni mucho menos, una locura histérica; era una pasión –a veces obsesiva– por la pulcritud y la precisión de un texto: ni una palabra de más ni una de menos; ni una coma mal puesta ni un punto huidizo; ni un adjetivo patoso ni un sustantivo insignificante; ni un tiempo pasado lapidario ni un subjuntivo eufemístico. Krauze recuerda que una vez le habló para detener el envío a la imprenta porque necesitaba corregir una coma. Rossi sabía, como Octavio Paz o como Karl Kraus, que uno de los lindes entre civilización y barbarie lo dibuja el lenguaje. Kraus, un escritor extremadamente sensible a los abusos del lenguaje, detestaba una coma mal puesta, una palabra sin sustancia, una frase desfigurada. El escritor austriaco tenía afilada la conciencia, como más tarde la tuvo Rossi, de que el habla y la escritura reflejan, como ninguna otra cosa, los peligros totalitarios que se ciñen sobre la cultura, sobre la humanidad misma. La formación original de Rossi fue la lógica simbólica y ya no abandonó el hábito de la exactitud. Sus escrúpulos ortográficos, sintácticos y semánticos no son meras envolturas de regalo o el aroma con el que se impregna una idea, un recuerdo, una anécdota, una fisura insidiosa de la vida cotidiana. Escribir bien fue su estilo. Y con ese estilo rindió tributo al pensamiento: pensar el mundo es pensarlo en la inmensidad de su excepcional pequeñez. Cualquiera puede, al fin, contemplar la caída de luz de las estrellas, maravillado de que en el mundo aún existan los misterios. Rossi pertenece a esa clase de pensadores que escaparon a la marea del lenguaje ampuloso. No vivió, como el fatalista de Diderot, entre idiotas, pues el triángulo de su travesía intelectual surcó los caminos de bosque de Heidegger, las observaciones tempestuosas de Wittgenstein y el aliento existencial de Ortega. Sus cercanos dicen que era un hombre jovial. Así se ve en las fotografías: un escéptico alegre. Degustaba el sabor de la amistad tanto como los sinsabores del pensamiento. Fue capaz de encontrar, precisamente donde nadie busca, las ideas cortadas a la medida de la página perfecta, un baldazo de sustancia contra quienes predican que el texto no significa nada. Rossi le produce asombro a Krauze; a mí me produce contentamiento. Supongo que es lo mismo: en tiempos de barbarie el contento es un asombro. Rossi se tomó seriamente “la tremenda tarea de pensar”. Detestó las explicaciones excesivas y las brumas de las crónicas complicadas. Estoy seguro de que, como Chesterton, vivió para comprobar que la puesta de sol es siempre nueva y que la última rosa es tan roja como la primera.



miércoles, 10 de junio de 2009

Voto blanco: ¿un nuevo victimismo político?


La mayor parte de las perversiones de la democracia nace de la confusión de medios y fines. Que la lucha política tiene como finalidad ganar el poder es una verdad de una sencillez elemental. Pero esa pequeña verdad da lugar a grandes problemas, el más importante de los cuales es el de los medios que se emplean para alcanzar el fin. Antes, sin embargo, “ganar el poder” es un problema en sí mismo, pues no basta que los procedimientos sean democráticos para concluir, sin más, que la democracia es un hecho, y menos basta que el fin sea válido (legal, política y moralmente) para dar por sentado que los medios también lo fueron. No conviene olvidar que mediante elecciones democráticas han sido electos gobernantes autoritarios o tiránicos, o que mediante votaciones democráticas (necesariamente mayoritarias) se han adoptado decisiones antidemocráticas. Así, el objetivo de ganar el poder no va nunca desnudo. Ha de ir vestido del cómo y del para qué. Nada es más falso y pernicioso en el habla común que la proclamación irresponsable de que en la guerra y en el amor todo se vale. De suyo, la declaración es inmoral; no es una genuina declaración de libertad, independencia o autonomía: es el grito de la libertad sin límites; es decir, de la irresponsabilidad. Transformar los medios en fines es, pues, el punto donde la democracia deshumaniza sus valores. La libertad, uno de los fundamentos de la democracia, es apedreada desde distintos ámbitos de la pertenencia social y las pedradas con que se le bombardea son más poderosas que los alientos para su ejercicio responsable. A las instituciones depredadoras de la libertad humana Savater las llama “instituciones devoradoras”: la familia, la escuela, las iglesias, las sectas académicas, las ideologías, los embustes comerciales. Menos definida o identificada, la institución devoradora más poderosa de nuestros días es la información y los medios que la producen y la difunden. Se suele decir, con ridícula petulancia, que vivimos en la era de la información. Pero la información no es un fin, es un medio; el fin es la comunicación. La sobreabundancia de información disminuye la capacidad selectiva y electiva de los individuos. Somos seres sociales, es cierto, pero el malestar de la cultura de nuestro tiempo es que vivimos mal nuestra sociabilidad. Las falsas representaciones de lo social nos privan de construir objetivos humanos comunes, y los medios de comunicación, con su enorme poder de proporcionarnos información y multiplicar indefinidamente las opciones, sólo han logrando, de un lado, reducir nuestra capacidad de elegir libremente; del otro, constreñir la pluralidad humana en un uniforme a la medida de un pensamiento único. El problema es elegir, dice el escritor búlgaro Tzvetan Todorov: “Porque una información infinita equivale a una información nula”.

Si la autonomía política de los ciudadanos es el valor más importante de una democracia, la campaña que invita a los votantes a que anulen su voto tiene el defecto original de ser precisamente eso, una campaña. Y, por lo que se ve, es una campaña que cuesta mucho dinero. No es tan necesario saber los nombres de las personas y empresas que la planearon, la financiaron y la están poniendo en marcha, puesto que, lejos de promover una nueva actitud cívica, en realidad pretende configurar, con la anulación de miles de votos, un determinado resultado electoral. El defecto consiguiente de la campaña del voto blanco es que atenta contra la espontaneidad del elector. Ciudadanos que anulan deliberadamente su voto los ha habido siempre, e incluso podemos encontrar comunidades enteras que, mediante el voto en blanco, rechazan de modo tajante a partidos y candidatos. Pero en tales comunidades la anulación voluntaria del voto es el último recurso democrático disponible, una especie de acto de resistencia contra décadas de atrocidades. Las razones que esgrimen los promotores del voto blanco pueden ser racionales, incluso razonables, pero no son proporcionales a la realidad que se rechaza. Creo que los vicios de la vida pública no se resuelven, ni siquiera parcialmente, con la anulación del voto. Sólo ahora cobra significado el “sufragio efectivo” de Madero: el voto es un acto de libertad que tiene como objetivo, al menos teóricamente, construir un gobierno democrático. La efectividad del sufragio depende, por consiguiente, tanto de la libertad con que se decide cuanto por la responsabilidad de lo que se decide. Hace ya más de una década que venimos escuchando que el voto cuenta y se cuenta. El caso es que el voto nulo se cuenta pero no cuenta. Un ciudadano es libre de votar por Cantinflas, pero ese votante tiene la obligación de saber que su voto no será efectivo. Es más efectivo el voto de castigo: está dirigido a un gobierno determinado, a un partido específico, a una política o forma de gobernar particulares. Por eso se dice que una elección es un plebiscito que enjuicia al gobierno, a los partidos. El día del juicio, decía Popper. Sólo desde el infantilismo político se puede suponer que el rechazo absoluto es un acto eficaz para corregir los defectos del sistema político. Si un medicamento no sirve a un enfermo, pedimos el medicamento adecuado y no que nos cambien al enfermo. Sin embargo, parece justa la voz de la desilusión ciudadana que exclama que todos los partidos, candidatos y políticos son iguales; pero lo es sólo si con esa exclamación afirmamos que en la política y en la lucha por el poder los buenos no están de un lado y los malos del otro. Porque quedarse con el “todos son iguales” o, como declara don Hugo Gutiérrez Vega al semanario universitario Tribuna de Querétaro, “el PRI y el PAN son la misma cosa”, no hacemos sino renunciar al uso de la inteligencia que se requiere para advertir las diferencias –a veces profundas– entre un partido con prácticas internas democráticas y otro con prácticas internas antidemocráticas, entre un candidato que parece imbécil y otro que realmente lo es, entre un político que parece zorro y otro que parece erizo. Es cierto, todos los políticos son iguales, pero hay unos más iguales que otros; y siempre habrá, entre los iguales, algunos que son peores. Decir que en política todos son iguales es un punto de partida, no de llegada; es, si se quiere, una verdad que se expone didácticamente, el punto de arranque de una reflexión que ha de ascender gradualmente su complejidad, un destello de claridad que nos puede guiar en la espesura del bosque. Pero la conclusión absoluta de que todos los partidos y candidatos son iguales o que el PRI y el PAN son la misma cosa es, además de una renuncia a la inteligencia, una invitación a desdeñar la política, un convite a la indiferencia. Conviene, para abandonar la estulticia que esconden las simplificaciones, dar el segundo paso, subir el escalón siguiente; pero tengan cuidado los ilusos de no imaginar con demasiada vehemencia el paraíso perdido al final de la escalera. A fin de cuentas, la democracia, a diferencia de las demás formas de gobierno, no ofrece ningún final, ni de la escalera ni de la historia.
La tara del voto blanco no es que sea inmoral, sino que es falso. Su punto de partida es la libertad, pero se dirige contra libertad. No deja de haber en esa campaña un tufo de victimismo civil: los ciudadanos (buenos) somos víctimas de los políticos (malos). Tal actitud es una renuncia a la autonomía del ciudadano, pues equivale a renunciar a la responsabilidad de apropiarnos de lo que es nuestro. En el victimismo civil del voto blanco se observa la formación de una dignidad herida hasta los huesos, y ya se sabe que las víctimas suelen buscar un refugio exclusivo, una especie de apartheid político. Espero que, de ser así, en un futuro cercano no tengamos que discutir las cuotas electorales que corresponden a estas nuevas víctimas del malvado sistema político mexicano.

miércoles, 3 de junio de 2009

La rocosa indiferencia de los ciudadanos

Sir Winston Churchill
Winston Churchill escribe en uno de sus ensayos que puede cada quien tener la opinión que quiera sobre el gobierno democrático, pero que es indispensable para quien lo ejerce tener experiencia práctica en sus desaliñados y rudos fundamentos. Agrega que ninguna parte de la educación de un político es más indispensable que la lucha electoral. Participar en una campaña política, dice, es “sentir la Constitución formándose en un proceso primario”. El ensayo lo escribió Churchill en su madurez, un día cualquiera durante la larga travesía de su envejecimiento. El mundo ha cambiado mucho desde entonces, y de cualquier modo la lucha política en el Reino Unido no se parece a la de México, ni antes ni ahora. Pero una verdad sencilla, medieval por sus cuatro costados, permanece vigorosa: la práctica hace al maestro. La entrada a la política es, para Churchill, una campaña electoral. La sugerencia ha de ser tomada, entre nosotros, con extrema cautela, pues los políticos británicos de la época de sir Winston eran, en general, hombres previamente curtidos en los sudores agobiantes de los libros. El mismo Churchill fue un escritor de primera línea: en 1953 ganó el premio Nobel de Literatura. Junto o detrás de él, muchos miembros de los comunes y los lores fueron escritores de gran tamaño. Tomemos pues con reserva la recomendación. Es cierto, la lucha política se piensa y se planea, pero ha de vivirse en la calle y entre la gente. En cierta ocasión Chesterton acompañó a un amigo en su campaña por un lugar en la Cámara de los Comunes. Conociendo las dotes oratorias y argumentativas del autor de El hombre que fue jueves, el candidato invitó al escritor a que le ayudase a convencer a los electores de su distrito. El caso es que Chesterton perdió todo el día discutiendo con un elector acerca de los grandes problemas humanos: libertad, justicia, razón, fe, humildad, vida eterna,. . . Al final del día, Chesterton convenció al ciudadano de ciertas verdades fundamentales de la existencia humana, pero no de votar por su amigo. En México José Vasconcelos lamentaba que en una campaña electoral, mientras él hablaba del renacimiento espiritual de la raza cósmica, su adversario estaba comiendo enchiladas con un nutrido grupo de albañiles. Sobra decir quién ganó las elecciones. De estos dos ejemplos podemos enunciar una verdad sencilla pero vigorosa: la lucha por el poder busca el poder, no la verdad.
Pero ¿quién piensa en la Constitución durante la disputa por las preferencias de los electores? ¿Acaso algún candidato la “siente” cuando escucha los reproches ciudadanos o cuando palpa los reclamos de justicia de tanta gente que sufre la injusticia? Si, como dice Churchill de un modo tan bello, la lucha política “es sentir la Constitución en su proceso primario”, eso sólo puede ser verdad en la civilizada Inglaterra (cada vez menos), no en México. La inglesa, lo sabemos, es una Constitución no escrita, y la experiencia de “sentirla” posee un significado que no tiene ninguna otra en el mundo. En Inglaterra “sentir la Constitución” ha de haber sido una experiencia de memoria, identidad y emoción. Entre nosotros no imagino a un candidato sintiendo la Constitución cuando cuelga su retrato en un poste o cuando fija sus frases en un anuncio espectacular. Los mexicanos no “sentimos” la Constitución porque no sentimos que sea nuestra. Y es que, la verdad, no es nuestra. No sabemos de quién es ni por qué los gobernantes le profesan tanto culto con sus alabanzas, juramentos y jaculatorias, pero en cambio le damos vuelo a la auto denigración al repetir el viejo axioma de que en este país las leyes se hicieron para violarlas, y tenemos la sospecha fundada de que los primeros en violarlas son los gobernantes, precisamente quienes tienen la doble obligación de cumplirlas y hacerlas cumplir. ¿Qué piensan y sienten los candidatos cuando saludan a una preocupada señora, cuando oyen las quejas de los decepcionados vecinos, cuando ven la pobreza, cuando palpan el polvo de la desesperanza? Si Churchill viera las campañas electorales mexicanas dudaría en afirmar que ellas son indispensables en la educación de los políticos, y de ninguna manera expresaría que en la lucha por el poder se puede sentir la constitución en su base humana y social. Al ver que los candidatos rehúyen el debate, que hablan con balbuceos ininteligibles o que las campañas se reducen al reparto impreso de quimeras, tal vez pensaría en revivir a Chesterton para que destinara un día entero a discutir con un ciudadano los problemas fundamentales del ser humano, no importa que ese ciudadano acabara votando por el candidato que reparte techumbres de asbesto o atole con el dedo. A casi veinte días de su inicio, las campañas no han logrado mover la pétrea indiferencia de los ciudadanos. Se puede argüir que el fenómeno de la apatía política es mundial y que en las democracias consolidadas el abstencionismo ronda el cincuenta por ciento; pero caer en la trampa estadística es como si una persona pobre decide trabajar menos porque se ha enterado que los ricos se toman vacaciones holgadas dos o tres veces por año. Es probable que el abstencionismo favorezca electoralmente al partido que gobierna, pero es absolutamente cierto que nos perjudica a todos. En su mayoría, las elecciones no las ganan los partidos, las pierde el gobierno. Por eso se dice que la democracia es la única forma de gobierno que permite a los ciudadanos derrocar a los gobernantes sin derramamiento de sangre. Como sea, ni partidos ni candidatos están debatiendo los más acuciantes problemas de la sociedad, ni entre ellos ni con los ciudadanos. Es un hecho que nuestras campañas políticas no contribuyen a la educación de los políticos ni sirven para ablandar la rocosa indiferencia de los ciudadanos.