miércoles, 10 de junio de 2009

Voto blanco: ¿un nuevo victimismo político?


La mayor parte de las perversiones de la democracia nace de la confusión de medios y fines. Que la lucha política tiene como finalidad ganar el poder es una verdad de una sencillez elemental. Pero esa pequeña verdad da lugar a grandes problemas, el más importante de los cuales es el de los medios que se emplean para alcanzar el fin. Antes, sin embargo, “ganar el poder” es un problema en sí mismo, pues no basta que los procedimientos sean democráticos para concluir, sin más, que la democracia es un hecho, y menos basta que el fin sea válido (legal, política y moralmente) para dar por sentado que los medios también lo fueron. No conviene olvidar que mediante elecciones democráticas han sido electos gobernantes autoritarios o tiránicos, o que mediante votaciones democráticas (necesariamente mayoritarias) se han adoptado decisiones antidemocráticas. Así, el objetivo de ganar el poder no va nunca desnudo. Ha de ir vestido del cómo y del para qué. Nada es más falso y pernicioso en el habla común que la proclamación irresponsable de que en la guerra y en el amor todo se vale. De suyo, la declaración es inmoral; no es una genuina declaración de libertad, independencia o autonomía: es el grito de la libertad sin límites; es decir, de la irresponsabilidad. Transformar los medios en fines es, pues, el punto donde la democracia deshumaniza sus valores. La libertad, uno de los fundamentos de la democracia, es apedreada desde distintos ámbitos de la pertenencia social y las pedradas con que se le bombardea son más poderosas que los alientos para su ejercicio responsable. A las instituciones depredadoras de la libertad humana Savater las llama “instituciones devoradoras”: la familia, la escuela, las iglesias, las sectas académicas, las ideologías, los embustes comerciales. Menos definida o identificada, la institución devoradora más poderosa de nuestros días es la información y los medios que la producen y la difunden. Se suele decir, con ridícula petulancia, que vivimos en la era de la información. Pero la información no es un fin, es un medio; el fin es la comunicación. La sobreabundancia de información disminuye la capacidad selectiva y electiva de los individuos. Somos seres sociales, es cierto, pero el malestar de la cultura de nuestro tiempo es que vivimos mal nuestra sociabilidad. Las falsas representaciones de lo social nos privan de construir objetivos humanos comunes, y los medios de comunicación, con su enorme poder de proporcionarnos información y multiplicar indefinidamente las opciones, sólo han logrando, de un lado, reducir nuestra capacidad de elegir libremente; del otro, constreñir la pluralidad humana en un uniforme a la medida de un pensamiento único. El problema es elegir, dice el escritor búlgaro Tzvetan Todorov: “Porque una información infinita equivale a una información nula”.

Si la autonomía política de los ciudadanos es el valor más importante de una democracia, la campaña que invita a los votantes a que anulen su voto tiene el defecto original de ser precisamente eso, una campaña. Y, por lo que se ve, es una campaña que cuesta mucho dinero. No es tan necesario saber los nombres de las personas y empresas que la planearon, la financiaron y la están poniendo en marcha, puesto que, lejos de promover una nueva actitud cívica, en realidad pretende configurar, con la anulación de miles de votos, un determinado resultado electoral. El defecto consiguiente de la campaña del voto blanco es que atenta contra la espontaneidad del elector. Ciudadanos que anulan deliberadamente su voto los ha habido siempre, e incluso podemos encontrar comunidades enteras que, mediante el voto en blanco, rechazan de modo tajante a partidos y candidatos. Pero en tales comunidades la anulación voluntaria del voto es el último recurso democrático disponible, una especie de acto de resistencia contra décadas de atrocidades. Las razones que esgrimen los promotores del voto blanco pueden ser racionales, incluso razonables, pero no son proporcionales a la realidad que se rechaza. Creo que los vicios de la vida pública no se resuelven, ni siquiera parcialmente, con la anulación del voto. Sólo ahora cobra significado el “sufragio efectivo” de Madero: el voto es un acto de libertad que tiene como objetivo, al menos teóricamente, construir un gobierno democrático. La efectividad del sufragio depende, por consiguiente, tanto de la libertad con que se decide cuanto por la responsabilidad de lo que se decide. Hace ya más de una década que venimos escuchando que el voto cuenta y se cuenta. El caso es que el voto nulo se cuenta pero no cuenta. Un ciudadano es libre de votar por Cantinflas, pero ese votante tiene la obligación de saber que su voto no será efectivo. Es más efectivo el voto de castigo: está dirigido a un gobierno determinado, a un partido específico, a una política o forma de gobernar particulares. Por eso se dice que una elección es un plebiscito que enjuicia al gobierno, a los partidos. El día del juicio, decía Popper. Sólo desde el infantilismo político se puede suponer que el rechazo absoluto es un acto eficaz para corregir los defectos del sistema político. Si un medicamento no sirve a un enfermo, pedimos el medicamento adecuado y no que nos cambien al enfermo. Sin embargo, parece justa la voz de la desilusión ciudadana que exclama que todos los partidos, candidatos y políticos son iguales; pero lo es sólo si con esa exclamación afirmamos que en la política y en la lucha por el poder los buenos no están de un lado y los malos del otro. Porque quedarse con el “todos son iguales” o, como declara don Hugo Gutiérrez Vega al semanario universitario Tribuna de Querétaro, “el PRI y el PAN son la misma cosa”, no hacemos sino renunciar al uso de la inteligencia que se requiere para advertir las diferencias –a veces profundas– entre un partido con prácticas internas democráticas y otro con prácticas internas antidemocráticas, entre un candidato que parece imbécil y otro que realmente lo es, entre un político que parece zorro y otro que parece erizo. Es cierto, todos los políticos son iguales, pero hay unos más iguales que otros; y siempre habrá, entre los iguales, algunos que son peores. Decir que en política todos son iguales es un punto de partida, no de llegada; es, si se quiere, una verdad que se expone didácticamente, el punto de arranque de una reflexión que ha de ascender gradualmente su complejidad, un destello de claridad que nos puede guiar en la espesura del bosque. Pero la conclusión absoluta de que todos los partidos y candidatos son iguales o que el PRI y el PAN son la misma cosa es, además de una renuncia a la inteligencia, una invitación a desdeñar la política, un convite a la indiferencia. Conviene, para abandonar la estulticia que esconden las simplificaciones, dar el segundo paso, subir el escalón siguiente; pero tengan cuidado los ilusos de no imaginar con demasiada vehemencia el paraíso perdido al final de la escalera. A fin de cuentas, la democracia, a diferencia de las demás formas de gobierno, no ofrece ningún final, ni de la escalera ni de la historia.
La tara del voto blanco no es que sea inmoral, sino que es falso. Su punto de partida es la libertad, pero se dirige contra libertad. No deja de haber en esa campaña un tufo de victimismo civil: los ciudadanos (buenos) somos víctimas de los políticos (malos). Tal actitud es una renuncia a la autonomía del ciudadano, pues equivale a renunciar a la responsabilidad de apropiarnos de lo que es nuestro. En el victimismo civil del voto blanco se observa la formación de una dignidad herida hasta los huesos, y ya se sabe que las víctimas suelen buscar un refugio exclusivo, una especie de apartheid político. Espero que, de ser así, en un futuro cercano no tengamos que discutir las cuotas electorales que corresponden a estas nuevas víctimas del malvado sistema político mexicano.

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