viernes, 29 de marzo de 2013

Manifiesto Anarcocapitalista

“Allá se lo haya cada uno con su pecado –exclama don Quijote al ver la fila de galeotes encadenados–; y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres”.
Miguel de Cervantes

Ya ven, los nihilistas estamos ganando todas las batallas. La ciudad es nuestra. El Estado es nuestro. El prestigio es nuestro. Las condecoraciones son nuestras.

La clave del éxito es la clandestinidad.

Los nihilistas que nos precedieron, nuestros abuelos, se equivocaron en todo. El primer error fue llamarse a sí mismos “nihilistas” y permitir que el mundo los apodara de esa manera.

Nuestros padres, los anarquistas, cometieron el peor de los pecados: la ingenuidad.

El error estratégico de nihilistas y anarquistas fue la transparencia: se mostraron y vociferaron.

Nuestros antepasados tuvieron una virtud defectuosa: la sinceridad. Fueron estúpidamente sinceros. La alarma cundió por todas partes y una turbamulta de filósofos, poetas, moralistas y políticos se les echó encima. Los desprestigiaron, los persiguieron, los encarcelaron, los exterminaron.

¿A quién carajos se le ocurre proclamar la desaparición del Estado, las religiones, la Moral, la Familia, el Matrimonio, la Educación y el Dinero?

Sólo a un puñado de sentimentales.

Aprendimos la lección y ahora hemos encubierto nuestras ideas y propósitos dentro del Estado y el Derecho, de la Iglesia, la Familia y el Matrimonio. ¿El dinero? El dinero sólo se destruye con dinero.

Reconocemos –por favor, que nadie se entere– que somos anarquistas. Estamos en contra de cualquier límite; es decir, estamos a favor de la naturaleza humana.

Somos partidarios del Estado de Derecho y participamos con nuestras humildes propuestas en la aprobación de leyes. ¡Eso queremos! Muchas leyes, una taiga inmensa y profunda de árboles legales, de ramajes procesales, de rifirrafes constitucionales.

El derecho, la justicia, el arte y el intelecto son los recubrimientos que nos permiten actuar con decencia, dentro de la ley, siempre apegados a derecho.

Hemos descubierto que gracias a la ley emergen las tinieblas.

Nosotros somos los verdaderos representantes de las leyes no escritas de los dioses, dignos descendientes del incomprendido Creonte, pero nos conviene que fluya ese absurdo rumor de que debemos voltear a ver, a veces, a una tal Antígona, que no es otra cosa que una jamba de sacristía.

Nuestro enemigo número uno es el libre mercado; lo pregonamos a conveniencia y nunca a desavenencia.

Odiamos la competencia pero la tenemos como nuestra oración de cada día. En la ciudad deciden los dueños de la tierra y los permisos. Algunos tienen la tierra pero no los permisos y otros tienen los permisos pero no la tierra, lo que significa que no tienen nada.

Tenemos argumentos infalibles y acciones demoledoras.

Hemos hecho del libre mercado –esa bella idea de los liberales– una oportunidad para eliminar todas las barreras. Lo estamos logrando.

Hemos advocado el paraíso del crecimiento económico y la generación de empleos y las autoridades de la ciudad nos rinden pleitesía y hasta nos ofrendan elogios y honores.

Hemos construido donde nos conviene y al precio que nos resulta más rentable. Los periódicos nos aplauden, los gobernantes nos abrazan, la gente nos pide trabajo. ¿Los críticos? ¡Por favor! Su lema los delata: “donde pan se come, migajas caen”

Nada nos detiene. Los gritos de los ecologistas y las voces de los sensatos son arenillas insignificantes en el inmenso desierto.

Con inteligencia y astucia los hemos engañado a todos, no con moralinas de mentecatos y sensibleros que lamentan la contaminación del suelo, el aire y el agua, la tala de los cerros, la depredación de la vida urbana, la miseria de la vida rural, la inseguridad y la violencia y otras quejumbres propias de señoritingas provincianas.

Hemos engañado a los intelectuales, a los profesores universitarios, a los científicos y a los analistas que se desgañitan acusando al neoliberalismo de los males de la ciudad.

¡Bravo, duro contra los neoliberales! Los críticos del llamado neoliberalismo son patéticamente intonsos; no se han dado cuenta de que nos ayudan a desprestigiar aún más las ideas liberales.

No somos neoliberales por la muy sencilla razón de que no somos liberales. Nunca lo hemos sido: no creemos en los límites. Nos estorban.

Los liberales creen de corazón que la libertad de un individuo termina donde comienza la del otro. Los liberales se pasan la vida hablando de límites. Creen sincera pero ridículamente que los poderes sociales deben estar limitados. Ergo, ignoran la naturaleza del poder. ¡Pobres diablos! Nosotros no creemos ni aceptamos límite alguno, y somos tan liberales como podrían serlo Hitler y Stalin.

¿El derecho? Nos hemos aliado con el más rígido formalismo jurídico, pero sólo si nos sirve para restablecer un orden que no existe, pues la historia se reduce a una lección: las leyes, las reglas y la moral son pura apariencia.

Somos, si se nos permite precisar, anarcocapitalistas. Éste es nuestro nombre verdadero. ¡Que las masas de imbéciles sigan la pista falsa del neoliberalismo! Les estamos muy agradecidos por facilitarnos el trabajo.

Los argumentos son nuestros: crecimiento, vivienda, comercio, empleo, inversiones, filantropía. . . ¿Quién diablos se opone a estos grandes bienes?

Creamos riqueza, generamos muchos empleos. ¿Qué quieren? Si nos quieren limitar, entonces quédense con su pobreza ancestral. Que los pobres coman tierra y que hagan sopa de corteza de los huizaches. ¡Que salen a sus muertos y se los coman!

Los gobernantes argumentan y actúan a nuestro favor. ¡Pobrecillos, se ven chistosísimos corriendo detrás de los delincuentes y repartiendo despensas!

Exaltamos y financiamos los proyectos de emprendedores y nos unimos a los apoyos a los pequeños negocios y empresas; pero si se meten en nuestro territorio, los engullimos. Es por su bien y por la imagen de la ciudad.

Nos oponemos a que la ciudad se llene de tendajos y estropajosos. ¿Se imaginan una ciudad de fargallones, chiquilicuatres y judeznos? Hemos construido, con salones VIP, el edificio de la Cofradía de la media vuelta. Muchos de nosotros somos socios distinguidos del club. ¿Acaso prefieren que las calles de nuestra ciudad sean invadidas por julandrones, maturrangas y pajilleras?

Regalamos tierras y dosificamos las donaciones.

Le donamos un terrenito a la Universidad y dios vio que era bueno.

Le regalamos al gobierno una casa para la cultura y dios vio que era bueno.

Financiamos galerías y pagamos exposiciones de pintura y dios vio que era bueno.

Financiamos campañas políticas de todos los partidos y dios vio que era más bueno todavía.

Donamos dinero y alimentos a los asilos y orfanatorios y dios vio que era excelentemente bueno.

Expedimos un cheque de varias cifras al TELETÓN y otro a la Cruz Roja y dios vio que era excelsamente bueno. (Todas nuestras empresas constructoras recibieron, sin que lo pidiéramos, diplomas de empresas socialmente responsables).

Apoyamos los valores morales y religiosos y financiamos obras de caridad, y dios vio que era divinamente bueno.

La ciudad es nuestra y no admitimos que la cordura, la justicia, la moderación, la convivencia democrática y sandeces por el estilo entren en nuestro territorio. ¡Como si no supiéramos que los sensatos son animales salvajes enfermos de timidez!

Los peores delincuentes son nuestros, pues su actividad criminal iría derechito a la quiebra sin nuestras estructuras financieras.

Somos la forma más refinada del nihilismo. La anarquía es la fuente de donde mana la riqueza, el prestigio y el poder que nos hemos ganado sin ostentaciones.

Hemos aprendido que la destrucción de la ciudad sólo puede lograrse si nos apoderamos de su construcción.

Nuestras esposas se llaman Ifigenia y les concedemos el escrúpulo de una conciencia inmaculada. Sin embargo, un viaje a Las Vegas o un “shopping” en Park Avenue convierten la gravilla moral en polvo que se lleva el viento.



sábado, 2 de marzo de 2013

El camino de la escuela


Hace muchos años los niños llegábamos a la escuela caminando. Eran otros tiempos. La ciudad estaba hecha a la medida de los pies. Ahora, en su mayoría, utiliza el transporte urbano, pero son miles los que tienen el dudoso privilegio de ser conducidos en coche hasta la mismísima puerta de la escuela.

Es muy cierto lo que dice el escritor alemán Heinrich Böll cuando recuerda su etapa escolar: “Tal vez no es en la escuela, sino en el camino de la escuela donde aprendemos la vida”.

En nuestro caso fue absolutamente cierto. En el camino se podía observar lo que ahora no se ve desde el camión y menos desde el coche. Desde el automóvil se ve sobre todo a los peatones correr para no ser arrollados por la turbamulta motorizada. Desde el camión se puede ver poco, letreros y gente, pues el traqueteo bizquea las miradas.

Para empezar, antes era más sencillo desviarse un poco, luego un poco más y otro más. Bastaban unos minutos para descubrir que el sendero conducía al campo, no a la escuela.

Como algunos de mis compañeros, yo también sufrí la escuela. En la escuela los profesores te pegaban, pero las peleas a mano limpia con los compañeros eran tal vez lo más instructivo del reclusorio escolar.

Mi amiga Mirjana opina que, peor que los golpes de los maestros de antes, son los citatorios actuales a los padres de familia. “Es muy humillante” –dice haciendo una mueca de disgusto, como si en ese preciso instante estuviera recordando una experiencia traumática. "Además –modula la voz y exhala un aire cálido de color malva–, ahora las peleas son entre profesores y alumnos o entre alumnas que se defienden de sus compañeros. . . y de sus lubrios maestros".

La educación básica (primaria y secundaria) la vivimos en el camino de la escuela. No es retórica ni implica la afirmación de que la calle es la escuela de la vida, pues en la calle también aprendimos a leer, hacer cuentas y trabajar.

En el camino se veía de todo: vendedores de chucherías, recaudadores municipales, muchachas y muchachos enjambrados de jaulas de pajarillos que se dirigían al mercado, talleres mecánicos, carteros en bicicleta con los pantalones remangados, chiquillos jugando al trompo o a las canicas, panaderos con el canasto de delicias en la cabeza, maloras que se vestían de rebeldes sin causa, señoras de rebozo y delantal, muchachas con sus vestidos de popelina, repartidores de leche en carretas tiradas por un percherón, arroyuelos que corrían sin timideces por las aceras luego del aguacero de la noche anterior, paredes de adobe por donde asomaban muy sonrientes los duraznos, las granadas, los higos, los perones, y una variedad inmensa de voces y personajes que han desaparecido por completo.

El camino de la escuela era, por decir lo menos, lo más feliz de una infancia feliz.

El camino de la escuela también era de regreso, sobre todo para los que no lográbamos ser admitidos en el turno matutino.

La grisura de la tarde le daba un toque de tristeza al día. Además, el camino de regreso de la escuela era distinto. Quiero decir que se podían ver escenas y personajes que no se parecían a los de la ida.

Recordé esos regresos leyendo un cuento de mineros del escritor ruso Arkadi Avérchenko. Los mineros, escribe, hundían sin cesar su alma desesperada en el vodka. Por el vodka habían nacido, por el vodka trabajaban y por el vodka destrozaban su cuerpo en la ingrata labor del minero. Se despedían de este mundo y partían a mejor vida con una botella entre las manos.

Los mineros salían del subsuelo y lo primero que hacían era comprar vodka. No eran capaces de llegar sobrios a sus casas. En el camino, les llegaba la urgencia de echarse un trago. “En todas partes se veía cuerpos esparcidos por la nieve”.

Así era el camino de regreso de la escuela. Adolescentes y jóvenes del barrio acomodaban la herramienta, se quitaban el overol y lo primero que hacían a la salida era comprar una botella de aguardiente.

Platicando de las tardes de regreso de la escuela, Mateo Santiago y yo hicimos memoria de los conocidos del barrio. Pocos sobrevivieron. En todas partes se veía cuerpos esparcidos en las banquetas, en el lodo, con la ropa en jirones, completamente ajenos a este mundo.

Como he dicho, en el camino de la escuela se aprendía más que en la escuela, incluidos los altos y los bajos fondos de la condición humana.

Pero no sé. Tal vez ahora ya no se aprenda ni en el camino de la escuela ni en la escuela.



viernes, 1 de marzo de 2013

El guardián de la reina


En el barrio, aunque pobres, éramos monárquicos. Nadie en el barrio tenía una sola razón para explicar por qué preferíamos la monarquía a la república.

Pero no cualquier monarquía; de ninguna manera la de los Habsburgo, de triste memoria en nuestro país, pues en el barrio cantábamos Adiós Mamá Carlota, narices de pelota, con el debido respeto a don Vicente Riva Palacio y a la propia Carlota, que tuvo la buena suerte de sobrevivir al Imperio Austro-Húngaro sin que nadie le diera esa última noticia del Imperio.

En el barrio, a pesar de Franco y la Pasionaria, éramos monárquicos. Juan Carlos I de Borbón recuperó la corona perdida en la lejanía de la dictadura de Primo de Rivera y del democrático triunfo republicano de 1931. El rey Juan Carlos nos cayó bien, aunque en la escuela aprendimos que el poder tiene su origen en la voluntad popular y no en la divinidad, y menos en la sangre sospechosa de los Borbón, pues más adelante, gracias a los libros, nos enteramos de los enredos amorosos de Cristina de Borbón, la viuda de Fernando VII, al que los insurgentes de Hidalgo vitorearon en Dolores y durante el trágico recorrido independentista cuyo desenlace fue melodramático, pues se sabe de cierto que Hidalgo fue ejecutado tres o cuatro veces en Chihuahua.

Mi amigo Mateo Santiago justificaba a Isabel II de Borbón. Argumentaba que el rey consorte, Francisco de Asís, lo apodaban “Paquita” (las razones eran obvias), en una época en que a nadie le pasaba por la cabeza el derecho de preferencia sexual y menos el matrimonio entre personas del mismo sexo. En su época, sin embargo, Monseñor Brunelli, representante en España del siniestro Papa Pio IX, informó que la reina Isabel II era una ninfómana. Algunos escritores menos ásperos pero más agudos la llamaban “Mesalina”.

¿Y qué decir de la reina María Luisa de Parma, a la que Espronceda llamó “impura prostituta”? Si hasta el mismísimo Alfonso XII no fue hijo de su padre, pero a su favor debemos abonar la alta probabilidad de que sí haya sido padre de su hijo, Alfonso XIII, a quien las elecciones municipales de 1931 que votaron la República lo mandaron a paseo.

Creo que la nobleza española haría bien en considerar su pelaje aristocrático en la línea recta que les viene de Manuel Godoy y María Luisa de Parma, esposa de Carlos IV. En la confesión sacramental de María Luisa reconoce que ninguno de sus hijos lo era del rey, y por lo tanto no fue gratuito que Fernando VII repudiara a sus padres y, de modo corajudo, a Manuel Godoy.

Así pues, la monarquía a la que le teníamos aprecio en el barrio no era de los Habsburgo y menos de los Borbón.

El espíritu monárquico llegó al barrio una tarde calurosa de mayo. Un vagabundo (ya se sabe: desarrapado, sucio, de barba y cabellos de pelambre grisáceo) se instaló en la calle principal y durante el resto de su vida (más de veinte años) instaló su hogar en torno a un poste de concreto de la CFE. El vagabundo vio el enorme transformador y durante muchos años no le quitó la vista de encima.

El vagabundo hablaba poco, casi nada. Decía que el transformador era el tesoro de la reina de Inglaterra y que él había sido nombrado el Guardián de la reina, misión que debía cumplir escrupulosamente. Y así lo hizo, excepto pocas ocasiones en que las lluvias torrenciales lo obligaban a incumplir su muy alta dignidad y refugiarse en la casa de algún vecino que lo invitaba a pasar para protegerlo de los aguaceros.

Una vez que la tormenta amainaba, el Guardián de la reina tomaba sus zarrapastros y regresaba al poste a fijar su mirada en el tesoro de la reina.

Los vecinos le llevábamos comida, agua, refrescos, semas con nata fresca, acelgas enchiladas con costillitas de puerco, frijoles de la olla, caldo de res sin res, un dulce de leche de los que vendía el charro en una vitrinilla transparente donde también se veían gelatinas de varios colores. Al Guardián de la reina nunca le faltó que comer. Era nuestro vecino y en poco tiempo se volvió nuestro protegido, una especie de patrimonio cultural del barrio.

Un mediodía de varios años después de su llegada, se acercó al Guardián de la reina un vehículo de lujo. Entre tres hombretones lo sujetaron y lo subieron al coche. Un grupo de vecinas salió corriendo a defenderlo, pero no pudieron impedir el secuestro. Una dama elegante descendió del asiento trasero del vehículo y explicó que venían de Pachuca, que el vagabundo era de una buena familia de esa ciudad y que era un pariente muy cercano.

A los tres días regresó y no fueron menos de diez las ocasiones en que sus familiares vinieron por él. Pero siempre regresaba a cumplir el honor que le había sido concedido por la reina.

Cuando en el barrio nos enteramos de que Su Majestad Isabel II vendría a México en febrero de 1975, los vecinos se organizaron para viajar a Guanajuato para verla de cerca. El Guardián de la reina, invitado a presidir la comitiva del barrio, se negó a viajar, pues si la reina andaba cerca, no podía abandonar su misión monárquica, que era cuidar el tesoro del Reino. El viaje se llevó a cabo y la gente del barrio vio pasar a la reina en un carro descapotable. La saludaron ondeando banderitas inglesas y ella les correspondió con un saludo enguantado y una sonrisa impregnada de magia. Desde entonces, el monarquismo del barrio quedó instituido para siempre. Hace poco recordé, por mera asociación, las banderitas inglesas ondeadas por los vecinos leyendo el magnífico libro La bandera inglesa del escritor húngaro Imre Kertéz, quien hace unos días le dijo adiós a la escritura. 

Muchos años más tarde, en un bar de la colonia Nochebuena de la ciudad de México, mi amigo Mateo Santiago me platicó que le platicaron que un comando armado se había llevado al Guardián de la reina. Según los rumores que fluyeron en el barrio, lo habían internado en el Fray Bernardino.

El tesoro de la reina se mantuvo durante un tiempo en su sitio, sin nadie que lo cuidara, con el grave riesgo de que la monarquía británica quedara en la indigencia. Menos de un año después, el transformador tronó. Chispas de fuego y sonidos chirriantes lo dejaron en los puros huesos. Durante un mes, el barrio vivió en la oscuridad.

Y aunque el transformador fue sustituido por uno nuevo y en las calles se hizo la luz, las sombras de la noche que bañaban las callejuelas no pudieron ser silenciadas. En el barrio nunca se admitió la impostura y los chiquillos tomaron como diversión revolucionaria el juego del tiro al blanco a aquellas luminarias insolentes.

El tesoro de la reina se perdió pero la dignidad monárquica del barrio quedó a salvo.