miércoles, 27 de febrero de 2013

BIEN BIEN


Miron Białoszewski (Varsovia, 1922-1983). Poeta, novelista, dramaturgo y actor.



Bien Bien (1959)

Todo está bien cuando está indemasiado bien.

Sobre todo cuando no está bien.

                    Indemasiado sabio.

No echemos a perder la no mejoría

Si podemos resistir

Su estúpida igualdad.



Traducliteración de Inocencio Reyes Ruiz, con el apoyo de Nikitina.



martes, 26 de febrero de 2013

LOS MUERTOS NO ME DEJARÁN MENTIR

Recibí una atenta invitación para asistir al informe de actividades de los servicios de salud. Por más que uno diga misa, no niego que me sentí importante.   
Llegué a la secretaría de salud, como me lo indicaron, media hora antes de la programada para el inicio del informe.
Apenas cruzaba el portal que me separaba de la nada callejera a la dignidad existencial, tres guardias me interceptaron: identificación oficial, preguntas policiales, miradas de sospecha, nuevas preguntas, registro obligado con hora de llegada, oficina a la que me dirigía, personaje al que visitaba, asunto, etcétera.
        Oiga –dije con voz envuelta en falso terciopelo–, es un espacio público.

        Es la política de la Secretaría –respondió secamente el que parecía el jefe de los guardias.

        Pero ¿sabe usted qué es la política? –pregunté con fingido candor.

        ¡No sea grosero! –me respondió indignado el que parecía el jefe de los guardias.
Las sospechas de los guardias aumentaron cuando tracé un garabato como firma. Me separaron y me esculcaron de pies a cabeza. Afortunadamente pasé el examen, yo que he reprobado todas las certificaciones de calidad.
Caminé hasta el fondo del edificio de la secretaría de salud y sin problemas llegué a la entrada del pequeño auditorio, donde tendría lugar el informe.
Seis o siete muchachas a las que llaman edecanes formaron un frente común para cerrarme el paso, cada cual con su libro de registro.
        ¿De dónde viene?

        De mi casa –respondí sin agregar nada que adornara la sencilla verdad.

Parece que la respuesta no era la correcta y la muchacha repitió la pregunta:

        Disculpe, ¿de dónde viene?

        De mi casa –volví a decir.

        Sí, sí, sí, muy bien, pero ¿de dónde viene? –la muchacha replicó con un atisbo de impaciencia.

        Señorita –dije en un tono menos suave–, ya le dije que vengo de mi casa. Se lo juro, no vengo de ninguna otra parte. ¿Por qué iba yo a mentirle diciendo que vengo de donde no vengo?

        De acuerdo, de acuerdo, todo está muy claro –salió al quite otra muchacha que se veía más inteligente–, entendemos que viene de su casa, pero lo que le estamos preguntando es de dónde viene.

         Pues vengo de mi casa. . .

        Entiendo, entiendo, pero lo que queremos saber. . .
En esas estábamos cuando una persona importante que estaba dentro volteó su rostro amable hacia la entrada como hacemos todos cuando estamos dentro y de vez en cuando torcemos los ojos para entrever a quienes traspasan la aduana sombría que separa el fuera y el dentro.
La persona importante hizo un saludo con su brazo izquierdo y las muchachas a las que llaman edecanes interpretaron que el saludo era para mí. Fue entonces cuando pude entrar al honorable recinto.
Casi veinte minutos después arribó el secretario de salud. Su entrada parecía la de un torero que entra al ruedo saludando mecánicamente, pero sin una pisca de sonrisa. Se dirigió al podio de autoridades. Entrado en carnes, con los rojos enrojecidos y una papada que ondulaba como gelatina de jerez, sus ojos pespunteaban el tejido de la expectación y su pies de roca taladraban el desfiladero de su entrada.
El presentador oficial dijo el nombre del secretario de salud, pero no lo recuerdo.
El informe fue muy  bueno: datos incuestionables, resultados inobjetables, logros sin precedentes, avances sorprendentes. Aplaudí con gusto.
Lo mejor fue el cierre del informe. El secretario de salud dijo textualmente: “Los muertos no me dejarán mentir”.
La verdad es la verdad y no otra cosa y me gusta la verdad desprovista de remilgos.
No recuerdo haber aplaudido tanto ni con un entusiasmo a punto de la histeria, ni siquiera cuando mi amigo Mateo Santiago le mentó la madre al profesor de derecho laboral.  
Ahora mi problema es investigar de dónde vengo. Porque si es falso que vengo de donde vengo, ¿de dónde digo que vengo dentro de un año cuando me pregunten de dónde vengo?





jueves, 21 de febrero de 2013

Savater y la imaginación moral

Cuando uno termina de leer Ética de urgencia de Fernando Savater se queda con la idea de que, más temprano que tarde, tendrá que volver a sus páginas, tanto porque las dudas originales (el internet, los medios de comunicación, la violencia, el desempleo, las redes sociales) apaciguan el temor que suele producir lo nuevo cuanto sube de tono el consenso no deliberado de que el mundo nunca había estado tal mal como ahora mismo. Algo anda mal con la memoria y algo va mal con la racionalidad. Si, como afirma el filósofo, el PowerPoint sustituye la argumentación y si las personas se configuran para expresarse en 140 caracteres (y se habitúan al dicterio o al insulto), no se ve que la comunicación humana sea previsiblemente más rica en matices. Savater no es de los que predican; invita a reflexionar sin glorificar el pasado, pues la falla de la memoria consiste en ignorar que, con todo, nunca antes estuvimos mejor que ahora. O, si se prefiere, menos peor.
El rifirrafe moral de la actualidad es el tema de Ética de urgencia, un libro de actualidad que no rinde culto a la actualidad. Savater suscribe de entrada su postura intelectual: “No es un libro que ofrezca soluciones, su propósito es explicar por qué es mejor protagonizar una vida deliberada y razonada que actuar de manera automática”.
Hace muchos años un poeta trágico me regaló El contenido de la felicidad  y desde entonces he seguido de cerca las claves que Savater nos ofrece como pistas para la reflexión ética; el tono alegre de sus argumentos es la llave para entrar sin demasiado optimismo en las  dudas que inevitablemente nos acompañan durante toda la vida. Otros –la mayoría, creo– empezaron con Ética para Amador, cuya continuación es precisamente Ética de urgencia. Una lección básica de las reflexiones éticas de Savater es la actitud que debemos asumir ante los problemas, dramas y tragedias de la existencia: no tomarse uno mismo tan en serio para tomar en serio a los otros: “mientras seamos humanos no podremos dejar de preguntarnos cómo debemos relacionarnos con los otros, porque somos humanos gracias a que otros humanos nos dan humanidad y nosotros se las devolvemos a ellos”.
Savater plantea preguntas y no apresura  soluciones. A veinte años de Ética para Amador, de una serie de charlas con un grupo de jóvenes inquietos –a veces inquisitivos– surge un libro que agrega las preguntas  que en veinte años se han encaramado sin permiso en la mesa de las preocupaciones generales: el internet y la realidad, el internet y los derechos, la intimidad, la ciencia y la robótica, el terrorismo y la violencia, las corridas de toros y los derechos de los animales, la crisis española. . . y, claro, los temas fundamentales de la existencia: la felicidad, la libertad, la belleza, la religión, Dios, la muerte, la democracia, el capitalismo. A los jóvenes les concede atención y respeto, pero no condesciende ante algunas verdades de sus verdades expresadas en blanco o negro: no hay democracia o ya no es un sistema válido, los representantes no nos representan, los políticos no escuchan, la justicia no es igual para todos, la culpa es el gobierno, no se puede hacer nada. . .
Savater hiende su mirada en un problema ético fundamental: la autocrítica. Algo de responsabilidad tenemos todos en los malestares e inconformismos de la época. La crítica es más eficaz si somos capaces de vernos autocríticamente y no como meras víctimas de los malandros de la política y la economía que se mueven libertinamente  a ciencia y paciencia de los ciudadanos. La crisis, explica, es una responsabilidad compartida: “Toda crítica a los bancos y a los políticos que haga la ciudadanía tiene que empezar por un examen de conciencia antes de que se desatase la crisis”. La reflexión, creo, vale generalmente, como que en México el papel de víctima se ha convertido en una de las industrias más rentables.
Sus reflexiones son sencillas y por lo mismo a ellas entran sin solemnidad los clásicos del pensamiento filosófico, moral, antropológico, social y político de distintas épocas y lugares. A fin de cuentas, Nicómacos y Amadores han existido y existirán siempre.
Savater no escabulle el bulto de la complejidad humana: “la buena convivencia –expresa– está hecha de transacciones: el lubricante de las relaciones sociales  es la capacidad de escuchar y ceder”. No le teme a las palabras. Cuenta que en los tiempos en que estaba amenazado por el terrorismo vasco, una señora se le acercó y le dijo: “Ya sé que no es usted creyente, pero yo rezo mucho por usted”. Savater contestó con amable inteligencia: “Señora, siga rezando por mí, porque yo no creo en Dios, pero como todo buen español creo en las recomendaciones, así que, por si acaso, siga recomendándome”.
En alguna parte leí que cuando George Steiner leyó la obra completa de George Orwell, la describió como un lugar para la renovación de la imaginación moral. Creo que algo semejante puede decirse de la obra intelectual de Savater.

El demonio neoliberal

Los demonios han existido siempre. Cada época inventa los suyos. Los imagina, los esculpe en texturas rugosas y fétidas, los cuchichea intramuros, trasiega el yerbajo que crece tras sus ponzoñas de fuego, los encarcela en una celda de la Inquisición, los alambra en un campo de concentración, los cuerea en el campo o los encierra en el cuarto de los zapatos de Thomas Bernhard. Luego los petrifica en víctimas propiciatorias de autos de fe y, una vez labrados en la conciencia ritual de una feligresía devota, los desencadena y los escuchimiza en tabletas pulcramente ordenadas en el anaquel de los genéricos. El demonio neoliberal está a la venta y al alcance de cualquier simplismo.
El liberal Friedrich Hayek, en el punto medio entre las teorías liberales de von Mises y de Keynes, recibió el reconocimiento de unos y otros por su aguda crítica a las formas de planificación económica que sacrificaban las libertades en el altar de la igualdad. La base común de los liberales de la Postguerra es el argumento de que la economía planificada había creado un colectivismo sostenido con braquets, tensando de tal manera la resistencia de las pilastras que, si bien no se desplomaron, en cambio se hundieron a causa de la subsidencia del suelo en que estaban construidas.
En el periodo de entreguerras se acuñó el término “neoliberalismo” y ahora es el depósito de casi todos los anatemas. En una conferencia en Bangkok en marzo de 1999 (A short history of neoliberalism), Susan George, hipercrítica de la globalización, esculpió el demonio liberal: “De modo que, de una reducida y desprestigiada secta sin apenas influencia, el neoliberalismo ha logrado convertirse en la principal religión del mundo, con su doctrina dogmática, sus vicarías, sus instituciones legislativas, y, seguramente, lo más grave de todo, su infierno para los paganos y pecadores que osen criticar la revelación de la verdad”. Es curioso que una década después de la conferencia George, otra religión del mundo, el anti-neo-liberalismo, concelebra en su altar y con sus propios dogmas y vicarías. Acumula una doctrina de mandamientos y un infierno para herejes y paganos que osan dudar de los sermones que acusan al demonio neoliberal de todo cuanto de malo le ocurre a la humanidad.    
Pero encostalar los males en la categoría “Neoliberalismo” es un error epistemológico elemental: no se demarcan sus connotaciones. Si se quiere apabullar al otro, acúselo de neoliberal; si alguien critica  los monopolios estatales, es un neoliberal confeso; si la educación es desastrosa, ¿cómo no echarle la culpa al neoliberalismo?; si la delincuencia organizada mata, secuestra y extorsiona, túrnese la denuncia al costal de las políticas neoliberales; si faltan empleos o los salarios son bajos, ¡el neoliberalismo depredador!; si un atrevido denuncia la corrupción de los sindicatos o muestra la mediocridad de las universidades, le hace el juego al neoliberalismo.
Hayek honró la lógica liberal al afirmar que en los principios básicos del liberalismo no hay un credo estacionario. No hay reglas absolutas establecidas de una vez para siempre. Se trata de hacer todo lo posible para facilitar el uso de las fuerzas espontáneas de la sociedad y recurrir lo menos que se pueda a la coerción (Camino de servidumbre, 1944).
El genuino espíritu liberal no cierra la discusión. Sólo las hipótesis verificadas o falseadas en la realidad constituyen la materia gris del examen continuo. La crítica liberal ha mostrado que el mercado desregulado causa tanta desigualdad y pobreza como la planificación de la economía. Una libertad ilimitada no es una verdadera libertad y un mercado libre abandonado a su propia lógica ni es libre ni es mercado. Cualquier postura que deposite una confianza ciega en el mercado o se resigne a que el mercado dicte las normas de la vida política, social, moral y cultural de la humanidad es contraria a la libertad y al pluralismo. 
El término “neoliberalismo” reapareció tras la caída de los sistemas totalitarios, en el ocaso de la década de 1980. La historia humana no había conocido una orfandad de la magnitud que esa caída produjo en el credo anticapitalista. Millones de huérfanos voltearon la mirada al ¿Qué hacer? de la novela de Chernyshevsky (la frase se la atribuían a Lenin). Pero también voltearon la vista a esas rarezas llamadas democracia, derechos humanos, Estado de derecho. De la superficie de los dogmas socialistas emergió el demonio “neoliberal”, un relleno sanitario a donde se puede arrojar decentemente todo lo que no se comprende.  
Al menos una veintena de excelentes libros ha descifrado los efectos más temibles de la globalización. La perspectiva liberal examina el staff de privilegios que corre libertinamente a contrapelo de los principios liberales, que por definición rechazan fueros y privilegios. La idea de Tony Judt (Algo va mal, 2010) de repensar el Estado es un buen inicio. ¿Por qué la libre empresa ha dejado de ser libre y emprendedora?
¿Y la libre empresa de los pobres? ¿Por qué se diviniza la libre empresa de los poderosos y se desprecia la eficacia inmediata de lo sencillo? ¿No es la libre empresa de los pobres la más oprimida de las libertades?
En su libro reciente (El precio de la desigualdad, 2012) Joseph E. Stiglitz consigna en la portada: “El 1 % de la población tiene lo que el 99 % necesita”. Hay que leer el libro para evitar que fermente una nueva receta universitaria. Pero aún si así fuera,  el 99 % tiene una responsabilidad que no está cumpliendo. En la actualidad un buen ciudadano también es un consumidor inteligente: cuando compra y vende aporta su grano de arena para impedir que los gigantes aplasten a los pequeños.
El demonio del neoliberalismo transitó acríticamente de los intelectuales  a las universidades y a los medios de comunicación. ¿Para qué pensar, debatir y trabajar si una conspiración mundial ya tiene dibujado el mapa del destino humano? El determinismo histórico vive y colea.
(Publicado en Letras Libres. Diciembre de 2012)