viernes, 20 de julio de 2012

Las lágrimas lloran solas

Estimado Sergio:

Plaza de Armas cumple dos años. Esto es decir poco: en el periodismo el tiempo se mide en horas y minutos; mejor: en instantes. ¡Felicidades y larga vida!

Sergio, me pides que escriba algo sobre la ciudad-estado y lo único que se me ocurre es que no se me ocurre nada.

Sin embargo, estos días imponen el tema: las elecciones. Tomo esta hebra como quien desenjaeza un potro salvaje: el coceo aspavienta su furia y uno debe ponerse la venda antes de la herida.

Sabes de sobra que la palabra “cambio” fue, durante las campañas, la más utilizada por “Los Hunos y los Hotros” (Unamuno).

También sabes que la palabra “cambio” tiene un origen comercial. El latín tardío cambiare la tomó del céltico trocare, y luego la enriqueció con el romance mutare. La doble acepción perdura hasta hoy.

Así, por tanto, los políticos dicen la verdad al ofrecernos “el cambio”; es decir, el vuelto, el sobrante de lo que nos cobran. De modo que podemos responder con generosa amabilidad: “¡Quédense con el cambio!”

El “cambio” delata la prosopografía de los que comulgan en el altar del pueblo. Pero la pureza abstracta del pueblo sólo existe en los libros y en las frases hechas de los demócratas de taberna. Cambio y pueblo son las caras de una moneda falsa. Dime si no: ochenta centavos de cada peso del gasto social se destinan a salarios y administración. Cambio y pueblo arrebujan las libertades económicas, políticas y culturales. La pregunta sigue siendo la misma: ¿el gobierno ayuda o estorba? Yo creo que el dilema es falso: ayuda a pocos y estorba a muchos.

Yo prefiero lo mismo y exijo que cada quien pueda ser uno y sí mismo; es decir, un ciudadano tan igual como el que más. El ciudadano marca la frontera del pueblo. Si en nombre del pueblo se destroza la dignidad del individuo, el pueblo deja de ser pueblo.

Lo mismo no es malo sólo porque sea lo mismo, pues el cambio sin adjetivos es tan hueco como las peñas del Cerro de las Campanas de hace cincuenta años. Religados a esas peñas y validos de piedras de distintos textos y texturas, un grupo de chiquillos del barrio de Santa Rosa de Viterbo interpretábamos algo así como la Consagración de la primavera, una sinfonía de disonancias que hubiera escandalizado a Schönberg.

Yo voté por lo mismo y creo que la mayoría hizo lo mismo: sufragio efectivo, honradez, poder moderado, vida pública para todos, apoyo a la libre empresa de los pobres, ejemplaridad republicana, equidad fiscal. Y también voté contra lo mismo: corrupción, tráfico de influencias, ineptitud, salarios aeroespaciales, funcionarios turiferarios. Y voté contra ese paraíso de haraganes llamado “poder legislativo”.

Voté por gobiernos que no se dejen someter a los poderes económicos, criminales, ideológicos, sindicales, mesiánicos, mediáticos o clericales. Todos esos intereses desean nuestro bien: “No permitamos que nos lo quiten” (Stanisław Jerzy Lec).


Estimado Sergio, déjame platicarte: en la Escuela Técnica Industrial (ETI 59) conocí, en el lejano 1964, a Mateo Alemán, a quien apodamos “Alfarache” (la célebre homonimia nos condujo al mote y al mito). En octubre del año pasado fue acribillado en algún lugar del camino de regreso a su huerta. Se había negado a pagar la extorsión que desangra los infiernos norteños. Dunia, su mujer, delgada y trágica como una espiga de trigo a punto de la siega, fue arrastrada por el viento. Alfarache llevaba cuarenta años con el olor de la muerte en los huesos.

Mi amigo tuvo que huir de la ciudad-estado en 1972. Era una época en que los gobernantes ordenaban el destierro de sus enemigos. La vida de Alfarache pendía de un hilo podrido.

Alfarache se hizo polígrafo, viajero, narrador excepcional. Escribió libros magníficos (inéditos, inauditos). Cansado, retomó los oficios de la tierra. Se hizo horticultor. En cuarenta años regresó pocas veces a la ciudad-estado. Un odio personal poderoso lo vigilaba con muchos ojos.

Leí un manuscrito de Alfarache que relata la vida del escritor del Siglo de Oro Español Mateo Alemán durante los meses que éste vivió en Querétaro en 1615. Es un texto originalísimo. Imagínate: el genial satírico vagabundeando por las penumbras queretanas de principios del siglo XVII. La recreación de la época es simplemente magistral.


Alfarache me contó, la última vez que nos vimos, que hacía un par de años había conocido (parece que en Barcelona) al escritor polaco Sławomir Mrożek. El recuerdo se le vino encima luego que yo deletree un poema de Gabriel Zaid:

¡Qué extraño es lo mismo!

Descubrir lo mismo.

Llegar a lo mismo.



¡Cielos de lo mismo!

Perderse en lo mismo.

Encontrarse en lo mismo.



¡Oh, mismo inagotable!

Danos siempre lo mismo.


Alfarache se refería a las personas de risa permanente con el neologismo sonrisado. De Sławomir decía que era sonrisado, que es mucho más que “sonriente” o “risueño”. Sus neologismos eran geniales. En nadie he escuchado o leído un uso tan original de la sinécdoque.

Consideraba a Mrożek el mejor escritor polaco vivo, lugar que ocupa desde la muerte de Czesław Miłosz en 2004. Exclamó: “¡Si viviera Zbigniew Herbert! Pero no, no vive; de vivir, tendría edad para vivir, pues este año apenas estaría cumpliendo ochenta y ocho y aún podría vislumbrar las sombras moteadas del bárbaro en su jardín”.

“Pan Sławomir aún padece las dolencias de la febris difformitatem: el cambio por el cambio. Los recuerdos lo serenan un poco”.

Alfarache me platicó un relato de Sławomir Mrożek titulado La revolución. Pausado, poético y cansado, entre sorbos de aire oscuro, relató el relato:

“En un tiempo en su habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa.

“El stablishment de su cuarto lo aburrió. Entonces puso la cama allá y el armario aquí.”

“Los primeros días la novedad lo animó, pero antes de un mes se volvió a aburrir.”

“Llegó a la conclusión de que el origen de su aburrimiento era la mesa; mejor dicho, su situación central e inmutable.”

“Entonces trasladó la mesa allá y la cama en medio. El resultado dio plena satisfacción a su inconformismo incurable.”

“Se volvió a animar y durante un tiempo se conformó con la incomodidad inconformista que había causado. Pero sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, a pesar de que era su posición preferida.”

“Al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y sólo quedó la incomodidad. Entonces, en un acto de admirable fe en el cambio, puso la cama aquí y el armario en medio.”

“Vio que esta vez el cambio fue radical, pues un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es –se dijo conforme con su inconformidad– una imagen vanguardista.”

“Ya se sabe que el tiempo desvencija la vanguardia, pero pronto regresa, casi siempre con una fuerza asfixiante, la inconformidad. El armario en medio dejó de parecerle nuevo y extraordinario.”

Llevó a cabo una ruptura y tomó una decisión terminante. La dialéctica le permitió concluir que si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites, trillarlos hasta hacer de los añicos un polvo fino, y del polvo fino un recuerdo condenado a prisión perpetua, incomunicado para siempre.”

“Su conclusión fue que cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer la revolución.”

“Fue entonces cuando decidió dormir en el armario. Nunca había dormido en un armario, de pie, pero su experiencia revolucionaria le recuerda que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y los dolores de columna.”

“Sin embargo, el inconformista aprendió que la revolución es un sacrificio altamente rentable: el premio es un futuro de ensueño donde todos comen caviar y beben champán hasta reventar.”

“Al cabo de cierto tiempo, el revolucionario se acostumbró al cambio; es decir, “el cambio seguía siendo cambio”. Cobró conciencia del cambio, lo que pudo comprobar a medida que el dolor aumentaba con el paso del tiempo, aun cuando su fortaleza física era como un macizo rocoso.”

“Sin embargo, lo anterior resultó ser una falacia, pues fue precisamente su resistencia física la que se granuló hasta quedar convertida en gravilla, no obstante que su voluntad revolucionaria seguía siendo inquebrantable. Una noche no aguantó más, salió del armario y se metió en la cama.”

“Durmió tres días y tres noches de un tirón. Luego puso el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio le molestaba.”

“Fue entonces cuando su temple revolucionario regresó a la inconformidad natural. Y lo cuenta del siguiente modo. “Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio”. Y cuando lo consume al aburrimiento, le viene el recuerdo de la época en que fue revolucionario”.


Alfarache me contó el final de su encuentro con Mrożek: “Guardó silencio, se amoldó su sombrero redondo, se alisó la barbilla grisácea y sorbió del te de matalobos que le mandan de Moldavia. Se puso de pie, me acarició la nuca, desbrozó el aire espeso de la noche y se fue por donde mismo”.

Fue la última vez vi a Alfarache. Antes de marcharme, al amanecer, bebió un verso hebreo:

No lloro jamás.

Soy valiente, no un llorón.

Pero, ¿por qué, mamá, por qué

las lágrimas lloran solas?

El verso lo llevo empotrado en la garganta. Siempre cansado, ya descansa.

Lo demás es otra historia. Empezó cuando una funcionaria de la Procuraduría ordenó que, durante toda una noche, acostaran a Alfarache atado a un muerto, cara a cara, en una celda de la agencia del ministerio público de Zaragoza. Al día siguiente le mandó decir que se fuera de la ciudad-estado para siempre. Misión cumplida: ya no regresará.


En fin, estimado Sergio, el articulito conmemorativo de los dos primeros años de Plaza de Armas serpeó voluntarioso por donde le vino en gana, así como florea el ciruelo, de un día a otro, sin pedirle permiso a nadie.

Te mando un abrazo. Ya sé que un abrazo es siempre lo mismo, pero el sol y la lluvia son lo mismo y siempre dibujan la unimisma maravilla de vivir.

Inocencio Reyes Ruiz