martes, 22 de diciembre de 2009

La otra fe de nuestros padres

“¿Por qué nació Jesús en un establo, y no en su casa?", se pregunta Gabriel Zaid. Y responde: “Porque José fue requerido por el fisco en la ventanilla de Belén, aunque tenía el negocio en Nazaret”.
Una falsedad se ha cometido con el padre de Jesús, con “Señor San José”, como decía mi madre con una devoción fuera de serie. Se le tiene por representante de los obreros cuando en realidad nunca fue un obrero. José era carpintero. Su negocio lo tenía en su casa y a veces era ayudado por María y el niño Jesús. El hogar productivo es una tradición milenaria, dice Zaid. Sin embargo, el papa Pío XII trampeó su figura con el título de “San José Obrero” e instituyó para recordarlo –nada original, por cierto– el primero de mayo, el día en que se conmemora el trabajo –no trabajando, por cierto. Escribe Zaid: “Pero José no era obrero, sino empresario. No necesitaba empleo, sino que lo dejaran trabajar, en vez de peregrinar de una ventanilla a otra. No dependía de un patrón, sino de autoridades que imponen trámites a ciegas, aunque trastornen la vida de los demás.” Creo que si la familia de José es calificada de “sagrada” no es por otra cosa sino porque el sustento era ganado en la bendita comunidad de la familia. Que después Jesús se dedicara a la política no fue por falta de buenos ejemplos, sino por circunstancias que sólo nos pueden explicar los teólogos. Se puede decir, sin embargo, que dos mil años después, en los días que vivimos, hacen falta más los carpinteros que los políticos.
Antes se decía a los gorrones “¡Que te mantenga el gobierno!”. Tal vez la gente suponía que el gobierno tenía dinero propio, un dinero que no provenía del trabajo de la propia gente. Ya no decimos eso; hemos aprendido que el gobierno es, ante todo, un recaudador de impuestos; luego, en segundo lugar, un administrador del tiempo de la población. Gracias a este aprendizaje ya no nos atrevemos a decirle a los flojos que los mantenga el gobierno, sino que trabajen. La “empleomanía” pública fue denunciada por José María Luis Mora como uno de los vicios de los primeros gobiernos del México independiente. El Doctor Mora estaba lejos de imaginar que durante el siglo XX el Estado se convertiría en el principal empleador. Trabajar por cuenta propia, sin embargo, es una aspiración tan antigua como la necesidad de comer o respirar. Alcanzar la independencia en el trabajo ha sido un anhelo cultural profundo, pero ese anhelo ha venido a menos en la medida en que nos han convencido de que es preferible la seguridad que ofrece la dependencia laboral (aunque nos amargue la existencia) a los riesgos que nos ofrece la libertad de tener un negocio propio (que es fuente de una escéptica felicidad). El anhelo de independencia ha venido a menos también porque cada vez es más difícil llevarlo a cabo. Entre impuestos injustos, prestaciones absurdas y trámites interminables, cualquiera se desanima. Queda en el frente, como esperanza única para luchar por la vida, la economía informal: instalar un pequeño negocio en casa (casi clandestino), producir algo para vender, aprovechar las ventajas del mercado más obvio y comprensivo que es el de familiares y amigos y esconderse de inspectores municipales, de seguridad e higiene, del seguro social que convierte en nada todo lo que toca, de protección civil que te exigen salida de emergencia y extinguidores, de Hacienda que te exigen cuentas y facturas. . .
Una paradoja de los estudios universitarios es que por un lado nos capacitan para lograr más fácilmente el desarrollo personal y por el otro nos impiden llevarlo a cabo. Suele triunfar lo segundo sobre lo primero. Ya se sabe que a más títulos y grados académicos corresponden más expectativas personales y familiares. La realidad es que los más altos porcentajes de desempleo se dan entre los universitarios, en buena parte porque los profesionistas no estamos preparados ni para el empleo formal ni para el trabajo por cuenta propia. La paradoja es más cruel si consideramos que las universidades no nos forman en la alegría del conocimiento, en el disfrute de bienes culturales o en la satisfacción del progreso moral. Las universidades no nos hacen competentes para conseguir un empleo y tampoco nos liberan de la ignorancia. Elevado el dinero al altar mayor, todo lo demás nos parece vacuo, inútil, aburrido. Las universidades, en efecto, son fábricas de desempleados, pero son algo peor: son industrias de expectativas insatisfechas, productoras de infelicidad. Estudiar fue durante siglos el más importante medio de progreso y movilidad. La fe de nuestros padres no era solamente el conjunto de prácticas y costumbres religiosas y morales que tan sinceramente recuerda el escritor mallorquino Valentí Puig (La fe de nuestros padres. Una reflexión católica para el siglo XXI. Ediciones Península, 2007) sino el anhelo de que los hijos tuviéramos una vida menos pobre o vejatoria de la que ellos tuvieron. La otra fe de nuestros padres era la fe en el trabajo, esa fe primitiva de la que habla Santayana y que en la cultura de nuestros padres era la convicción de que un hijo debía prepararse para ganarse la vida y ser un hombre de provecho. El valor por excelencia de la otra fe de nuestros padres era el esfuerzo personal. Trabajar o ser un hombre trabajador era la más apreciada de las virtudes, con título o sin él. La otra fe de nuestros padres no hablaba de utilidades millonarias, exportaciones, sucursales y otras desmesuras por el estilo. Sólo se trataba de ser un hombre de bien, un hombre responsable de granjearse la vida. “Granjéate a la gente”, era la máxima con la que nuestros padres nos invitaban a entrar en la sociedad.
El ideal de la gente común era el de trabajar por cuenta propia y muchos lo conseguían. El ideal era grande porque era práctico. Los ideales de riqueza inmensa que nos imponen los grandes empresarios, la educación universitaria y el Estado son ideales pequeños y bofos porque son irrealizables. A cambio de impedir que la gente haga posible el ideal de no depender, nos ofrecen la creación de empleos bien remunerados; es decir, una ilusión: “Ya veremos cómo, un siglo de estos”, ironiza Zaid. A pesar de tantas pruebas en contra, la política económica sigue fincada en una falsedad: crear millones de empleos bien pagados. Pero crear empleos de cualquier tipo se ha vuelto carísimo. Y los empleos, a pesar de todo, los crean los pequeños negocios. El pequeño empresario crea un empleo para ser ayudado en el negocio, no para que otros trabajen por él. La utilidad que obtiene, que en promedio no rebasa los cuatro salarios mínimos según documenta Zaid, no puede ser mucho mayor, acaso porque si el objetivo principal fuera la ganancia sería preferible dedicarse al delito o a la política. Los pequeños negocios son rentables no porque de ellos se obtengan grandes ganancias sino porque las que se obtienen son el resultado del esfuerzo personal y familiar y porque satisfacen el más elemental de los deberes humanos, que es ganarse la vida honradamente. Un propietario de un pequeño negocio de abarrotes no puede contratar a un empleado que le ayude en la tiendita por el temor fundado de que el IMSS llegue y le imponga una multa que no podría pagar con la ganancia de seis meses. Está muy bien promover la inversión nacional e internacional, pero es inhumano y antisocial impedir el desarrollo de millones de personas que lo único que quieren es ganar el pan de sus familias. ¿Qué hay de malo en ello? ¿Por qué vemos como fracasados a quienes con un pequeñísimo capital producen algo y logran la autosuficiencia? ¿Acaso todos deben cursar doctorados y ser todos empresarios audaces, agresivos y ambiciosos que buscan el éxito económico al precio que sea, como sea y caiga quien caiga? Este tipo de progreso es ilusorio, una engañifa. No hay progreso ahí donde no hay solidez moral o donde no se tiene claridad para diferenciar los medios y los fines. El verdadero progreso, decía Chesterton, carece de significado si no se tienen en cuenta los valores de la vida humana.

sábado, 19 de diciembre de 2009

¿Cómo cernir a los peores?

En un apunte de su Diario íntimo Benjamín Constant, luego de leer El espíritu de las leyes, saluda con exclamación la perspicacia de Montesquieu. Si Montesquieu –escribe Constant– hubiera escrito la historia de las leyes y no su espíritu, no habría pasado de ser un autor político del montón. No exagero al decir que si los redactores de la reforma política que envió el presidente Calderón a la cámara de senadores hubieran explicado de manera sencilla y clara el espíritu de la misma en lugar del engorroso informe burocrático de cuarenta y dos cuartillas, el debate que sigue tendría, de inicio, poderosas razones históricas y democráticas para generar una amplia deliberación. A la Iniciativa presidencial le sobran palabras y le falta espíritu. Espíritu democrático, se entiende. El documento desborda lugares comunes; pero la vulgaridad de sus enunciados no contribuye a vulgarizar, en el sentido de poner al alcance de la mayoría un determinado conocimiento, el apremio o necesidad de reformar el poder y de ampliar las posibilidades de participación ciudadana en la toma de decisiones públicas; y, finalmente, la Iniciativa tampoco logra sintetizar la diversidad de opiniones que en la década reciente han formulado los especialistas y la propia clase política acerca del rumbo o rumbos que ha de seguir la democracia mexicana, si con ello se corrigen los defectos de nuestra organización política.
El lenguaje político no es irrelevante. No lo es si consideramos que la gramática de la democracia es la puerta de entrada a la vida pública; es el acceso y también aluza los vericuetos de la lucha por el poder. Es inútil que la Iniciativa del presidente Calderón argumente la necesidad de permitir la elección consecutiva de los legisladores federales y de eliminar la prohibición constitucional en el caso de legisladores locales y miembros de los ayuntamientos, con el argumento de que la Constitución de 1917 no lo prescribió de tal modo. Lo que verdaderamente importa es debatir si la reforma que se propone es capaz de desechar pronto a los malos gobernantes. He escrito que una buena democracia lo es si funciona como un cedazo: elegir es cernir, filtrar, desechar. . . elegir es discernir y discernir es cernir. La Iniciativa presidencial abunda en razones históricas que por sí mismas carecen de valor argumentativo y de comparaciones con otros sistemas políticos que sólo pueden ser vistas como referencias, no como argumentos. Pero el defecto más grave de ella es el carácter lineal con que es presentado el desarrollo democrático de México: ascendente, positivo, progresivo. La realidad no ha sido tal ni lo es actualmente. En el presente la democracia mexicana ha mostrado sus defectos y urge corregirlos, pero no de un modo irracional. Si la llamada “partidocracia” se convirtió muy pronto es una especie de enemigo público, la causa del malestar de la cultura política, no me parece que las candidaturas independientes sean capaces por sí solas de mover a los partidos a modernizarse, donde modernización sólo puede entenderse como democratización de su vida interna. No sé cómo se puede lograr que los partidos sean instituciones de deliberación. En los partidos las voces críticas son generalmente mal vistas, y quizá sea más grave aún que el debate sea visto con tan malos ojos; en los partidos es un pecado mortal la autocrítica, y en el pecado se lleva la penitencia, pues un partido se divide más con la ausencia de debate que con su presencia cotidiana. En suma, los partidos no están cumpliendo la que es su más importante tarea pedagógica, la de debatir libre y permanentemente los problemas públicos. En México debatir tiene mala prensa; huele a desobediencia, indisciplina, traición. En los partidos no se debate, y donde no hay debate no hay procesos de elección y selección que sean al mismo tiempo informados y responsables.
La propuesta de permitir las candidaturas independientes se argumenta mal. Se dice que se ampliaría el derecho ciudadano a ser votados para todos los cargos de elección. Para ser candidato independiente se requiere, según la Iniciativa del presidente Calderón, del uno por ciento del padrón. Por ejemplo, para ser candidato independiente a gobernador de Querétaro bastaría con el respaldo de diez mil ciudadanos. El requisito parece fácil, pero la facilidad favorece sobre todo a los inconformes de los propios partidos, no a los ciudadanos sin partido. Ya sabemos que en México para formar un partido bastan dos resentidos y una asamblea constitutiva. Las candidaturas independientes, sin embargo, carecen del cernidor que debe usarse en cualquier proceso de selección de candidatos, lo cual sólo puede ocurrir en los partidos. En la medida en que éstos asuman la responsabilidad de funcionar como un cedazo, los ciudadanos podemos tener la garantía de que los peores serán expulsados democráticamente.
La Iniciativa presidencial no aborda la cuestión elemental de reformar a los partidos. Me parece justa la propuesta de elevar al doble el porcentaje de existencia de los partidos (del dos al cuatro por ciento), reforma con la cual el sistema político desecharía a las rémoras familiares que tanto desprestigio le han causado a la democracia mexicana, pero sigue pendiente la reforma de los llamados partidos grandes. Es igualmente justa la propuesta de reducir el número de diputados y senadores, pero no se enfrenta la necesidad de elevar el porcentaje de la mayoría relativa. Parece justa la propuesta de una segunda vuelta en la elección presidencial, pero ¿por qué no ampliarla a la elección de los gobernadores, algunos de los cuales gobiernan –a veces con fastuosidad monárquica– con menos del veinte por ciento de los electores?
Mal razonada y peor redactada, la reforma política que propone el presidente Calderón es, en efecto, ambiciosa, y acaso esa ambición la aleje de lo que es posible y urgente, que es deshacernos de los peores.

martes, 8 de diciembre de 2009

La crisis económica explicada a un taxista

El taxista me tutea a la primera y espera la clásica pregunta –siempre general y abstracta– del pasajero común que en los días que corren suele decir “¿Cómo está la ciudad? ¿Hay poca gente, verdad? No hay dinero, la gente prefiere quedarse en sus casas, parece que la crisis está difícil”.
El taxista me pregunta a su vez: “¿Qué entiendes por crisis? ¿Qué es eso de la crisis?”
La pregunta del taxista me hace balbucear; no imaginaba que la pregunta que hice de manera general me fuera devuelta de un modo específico, casi inquisitivo, como pidiendo una explicación precisa de cada palabra, una a una, literalmente.
El escepticismo ácido del taxista me pone a la defensiva.
“Tienes razón, dice, en la calle no hay mucha gente, ¿y qué?”
El taxista no es de los que a la primera te da el avión. Su parsimonia irónica te invita a hablar, pero seguido expresa un “Ah” lacónico que pone en ridículo los argumentos, las explicaciones, los ejemplos.
“Pues nosotros siempre hemos estado en crisis, expresa con una serenidad a prueba de terremotos bursátiles. Nunca hemos tenido vacaciones, nunca hemos comido en un restaurante, nunca hemos comprado en las tiendas. Trabajamos y comemos. ¿Cuál crisis?”
Le respondo: “Pero ¿no escasea el trabajo? Quiero decir la clientela, los que pagan el servicio de un taxi”.
“Es lo de siempre, dice. A veces hay y a veces no hay. Pero a ver, ándale, explícame eso de la crisis” –me apura y descarga su ancha espalda en el desvencijado asiento.
“Mucha gente se quedó sin trabajo”, digo tratando de imitar su laconismo retador.
“Ah, ya estoy entendiendo eso de la crisis”, dice con una sorna que me exaspera. “¿Así que la crisis es cuando la gente se queda sin trabajo?”, me remata sin pisca de misericordia.
En lo que el taxista atraviesa el atascadero de autos de la glorieta para incorporarse a Miguel Ángel de Quevedo, recuerdo al escritor José Manuel Prieto tratando de explicar a un taxista neoyorquino la revolución cubana. Del asunto escribió en el reciente número de The Nation, la revista favorita de la izquierda norteamericana. ¿Cómo hacía el novelista español Javier Marías para hacer entender a un canadiense que en España no andaba todo el mundo vestido de torero?
Pero el taxista que me lleva no se parece en nada al taxista neoyorquino de José Manuel Prieto ni al canadiense de Javier Marías, que se mostraban ingenuos y curiosos, pero eran sinceros. Para empezar, yo no estaba en un país que no era el mío o en una ciudad que me fuera extraña. Aunque, ¿quién sabe? Pensé que, al fin, la ciudad de México no es la misma que conocí, en la que he vivido en distintas etapas. La ciudad sigue siendo bellísima, pero una cierta extrañeza me invade cada vez que recuerdo los viejos tiempos. ¡Y pensar que a fines de los setenta y principios de los ochenta yo era tan pobre como feliz! ¿Te acuerdas de la sirvienta que no sabía filosofía alemana? ¡Vaya que nos dábamos la buena vida! Si hasta un cuento escribí sobre la anécdota. Así se llamó: “La sirvienta que no sabía filosofía alemana”. Cuando le leí la historia a Luis Villoro se moría de risa. Por cierto, ¿qué se hizo Villoro? El subcomandante Marcos nos distanció. Él estaba realmente entusiasmado con el zapatismo chiapaneco y no toleró mis groseras suspicacias.
“Y tú en qué la giras”, me pregunta el taxista ya enfilado por Quevedo.
No respondo; no sólo por el tono confianzudo sino porque nunca sé qué responder cuando alguien me pregunta qué soy, cuál es mi oficio o profesión, en qué trabajo; y, además, porque es evidente que no sé explicar la crisis; no sé cómo o dónde se gestó; menos sé quiénes la causaron; tampoco soy capaz de explicar de ningún modo –ni a un intelectual ni a un taxista– las consecuencias de la crisis, su duración, los signos que nos muestran si ya tocamos fondo o si el pozo no tiene fondo, etcétera.
“Hago un poco de todo”, digo lo de siempre; es decir, nada. El taxista expresa un “Ah” con fingida satisfacción, como si le hubiera explicado con toda precisión el nombre y características de mi trabajo. La burla es evidente. Es como cuando una esposa exclama “Ajá” al escuchar las justificaciones sumamente elaboradas de su marido.
Los economistas son los seres más evolucionados de la sociedad. Antes eran ininteligibles, luego fueron erráticos y ahora no pasan de decir lugares comunes. Pero antes de ese antes eran literatos (o casi). Hace poco escuché a un economista decir que la solución de México era la creación de empleos. No sólo dijo un lugar común sino una tontería. Entre los economistas ha habido, claro, sus excepciones. Me gusta leer a Galbraith: es claro y breve. Keynes era, además de claro, clarividente. Pero recuerdo con especial afección a Joseph Alois Shumpeter, el inventor de la teoría de los ciclos económicos y del espíritu emprendedor. No hace mucho releí su Teoría del crecimiento económico y ¡le entendí! Pero Shumpeter no era un economista sin más. Su cultura era amplia y su prosa era una amable invitación a adentrarse en los siempre frágiles augurios de las irregularidades económicas. Su perspectiva histórica y analítica ya no es común entre los economistas de nuestro tiempo. Escribe Claudio Magris en Danubio que en Viena hasta la gran economía puede convertirse en un arte de la nada. Entre los papeles de Shumpeter se encontraron los apuntes de una novela: Naves en la niebla, una trama donde las matemáticas y la pasión son los personajes que hacen que las leyes generales de la economía se entrecrucen con la fortuita irregularidad de la vida. Según Magris, Shumpeter pertenece, al igual que Wittgenstein, a ese estilo de vida que se identifica con el binomio alma y exactitud. No sólo entre los antiguos economistas encontramos un gran conocimiento sobre su materia a la vez que una interrogación permanente sobre los misterios de la existencia, sino también entre los profesionales de otras ciencias. Piénsese en los abogados, en los médicos, en los químicos. La especialidad ha exterminado la vieja pasión por el conocimiento general, por la reflexión contigua a los problemas cotidianos, por la historia, la literatura, el arte. Los economistas de nuestros días sólo saben economía, lo que demuestra que ni economía saben. El mismo juicio puede aplicarse a abogados, médicos y políticos. Ha de ser que los viejos economistas sabían que si las cosas eran así, también podían ser de otra manera.
“Con que ¿qué dices que es la crisis económica?”, me pregunta el taxista con su tono desfachatado.
“Es gastar más de lo que tengo”, respondo de mal humor.
“¡Ah!”, exclama.
Afortunadamente estamos por llegar. El taxista dobla por fin a la derecha y a cuatro cuadras está el bar a donde voy.
Los números luminosos del taxímetro marcan la cantidad de casi treinta pesos y me apuro a pagar, antes de que se le ocurra otro “¡Ah!”.
“Me dejaste girando”, dice.
El taxista nota mi molestia y mi prisa y me despide con una reflexión: “Ahora entiendo menos eso de la crisis económica”, dice mientras me da el vuelto de un billete de cincuenta pesos. “No entiendo cómo puede una persona gastar más de lo que tiene. Pos ¿de dónde agarras, pues?”
“Gracias”, me bajo corriendo a demostrar cómo se puede gastar más de lo que se tiene.


domingo, 6 de diciembre de 2009

Kafka, cronista parlamentario

Si no fuera porque se trata de un asunto que afecta a toda la población que vive en Querétaro, a los visitantes, a los que simplemente tienen la mala suerte de pasar por aquí, a los que no viven en el estado pero que aquí tienen intereses y negocios, a los padres de otros lados cuyos hijos estudian en cualquiera de nuestras universidades, a los automovilistas que por miles circulan por calles y carreteras estatales, a los vendedores y compradores de bienes, servicios y productos, a cualquiera que descansa en su casa o que en la calle camina preocupada o despreocupadamente. . . si no fuera por todo eso y por mucho más, la legislación penal queretana sería un buen regalo navideño para reír del humor barroco de nuestra chistosa queretanidad, más en momentos en que la mayoría de la gente tiene motivos poderosos para vivir con el alma percudida y el talante arrugado.
Es un lugar común decir que si Kafka viviera en México sería un escritor costumbrista. La afirmación sintetiza nuestra perversa tendencia a la autodenigración. Es injusta por exagerada, pero bien se puede aplicar de manera selectiva, en casos localizados y en dosis precisas y controladas. Si Kafka viviera en Querétaro sería cronista parlamentario. Trabajaría, con su espíritu refunfuñón, en la Legislatura; tal vez sería jefe de prensa o un curioso coleccionista de dictámenes fantásticos ¿Qué escribiría Kafka al enterarse de que hay grupos parlamentarios de un solo diputado? ¿Qué imaginaría al enterarse de que el diputado Rafael Puga Tovar ofició de presidente de la comisión de redacción y estilo, de que el diputado Martín Mendoza Villa presidió la de Derechos Humanos, de que el diputado Fernando Urbiola predicó la vida ascética o de que Marco Antonio León redactó una constitución política inspirado en ¡Habermas y Ferrajoli!?
El asunto sería cómico si no fuera porque en Querétaro estamos ante el inminente riesgo de quedarnos sin legislación penal. Esto significa, sin exagerar, que no se podría investigar, detener, consignar, procesar, enjuiciar ni sentenciar a nadie. El problema fue detonado por el escándalo mediático del noticiero de Joaquín López Dóriga en Televisa: “¡El secuestro no es delito grave en Querétaro y los secuestradores pueden lograr su libertad bajo fianza!”
Los diputados de la actual legislatura actuaron pronto pero mal: dejaron sin efectos el código penal publicado en el periódico oficial el pasado 23 de octubre y restablecieron la vigencia del código penal publicado en el mismo periódico el 23 de julio de 1987 (“con todas sus reformas y adiciones”). Es decir, abrogaron el vigente y le dieron vigencia al abrogado. Creo que se puede decir más claro: los diputados aprobaron una ley que no es ley; el dictamen aprobado carece de la ley aprobada. La conclusión es obvia: si el titular del poder ejecutivo promulga y publica la ley que abroga un código y restablece otro, en ese momento el estado se quedará sin ley. ¿No es surrealismo? ¿Aprobar una ley que no es ley y luego promulgarla y publicarla?
No tiene la Legislatura la facultad de restablecer vigencias legales de la misma manera que no tiene el don de la resurrección de los muertos. Si acaso, tiene el poder de la multiplicación de los panes, pero de los ingresos reales que cada diputado se embolsa mensualmente se puede escribir en ocasión menos trágica. Según el artículo 19 de la Constitución Política del Estado la Legislatura tiene la facultad general de interpretar, crear, reformar, derogar y abrogar leyes y decretos, no de restablecer vigencias. Los diputados pueden aprobar leyes y enterrarlas, no revivirlas con una varita mágica, sin echar a andar el proceso de creación de leyes en toda forma. Esto me parece elemental pero parece que no lo saben. Tampoco entiendo para qué nos están sirviendo las direcciones jurídicas, las de estudios legislativos, los asesores, el Centro de Estudios Constitucionales y los grados de maestría y doctorado que engalanan las biografías de los representantes populares. Sé que en la actual legislatura hay un diputado que estudió en Harvard, y no comprendo por qué no ha habido una demanda en contra de esa prestigiada institución norteamericana, o al menos en contra. . . ¡del alumno!
Es cierto que en la aprobación del dictamen que deja sin efectos el código penal vigente y restablece la vigencia del anterior se cumplieron algunas etapas del proceso legislativo, pero también es cierto que sólo hizo falta el contenido de lo que se aprobaría. Resucitaron lo que estaba muerto. Me acordé de aquel chiste que se achacaba al presidente Echeverría cuando ordenó la abrogación de la Ley de Gravedad porque, según le dijeron los expertos, impedía la construcción de un puente que le habían solicitado unos pobres campesinos del norte del país. Así, de un plumazo, la legislatura actual determinó, en un par de artículos, que el muerto estaba vivo y que el vivo estaba muerto, previa promulgación y publicación. Es discutible que se haya cubierto el proceso legislativo. La discusión del dictamen presentado por la Comisión de Procuración y Administración de Justicia no fue en realidad una discusión legislativa. No lo fue en estricto sentido. ¿Estamos ante otra aprobación “negociada” antes del pleno de los diputados? En los cubículos se discuten y se acuerdan sobre todo cuestiones de forma, de metodología, de agenda y trámite, y se dejan al pleno las cuestiones de fondo, de contenido. ¿Qué entenderán los diputados por “democracia deliberativa”? ¿Se pretendió corregir un error (real o supuesto) creando un mal mayor?
En realidad los diputados no aprobaron nada. Simplemente lo abrogaron todo. No aprobaron una nueva ley por la muy sencilla razón de que en el dictamen no había ninguna ley. Hasta un niño de Primaria habría copiado y pegado (¡Bendito programa de Microsoft Word!) el código de 1987 (“con todas sus reformas y adiciones”) al cuerpo del dictamen; luego lo hubiera llevado al conocimiento del pleno para su discusión, y finalmente lo habría sometido a su aprobación. Se pudo haber corregido el error del delito de secuestro y otros errores graves mediante una reforma al código penal vigente (¿cuál es el vigente y cuál es el abrogado?) y de inmediato, en una convocatoria a los especialistas, debatir con toda seriedad y conocimiento la legislación penal más congruente con nuestra época. En cambio –las premuras mediáticas suelen entontecer a la clase política– se les hizo fácil redactar un dictamen de una ley que no contiene una ley y aprobar una ley sin ley. Si el titular del poder ejecutivo la promulga y la publica, entonces el estado se convertirá en una sociedad sin delitos tipificados. El problema no es solamente conceptual, formal o de técnica legislativa; es mucho más que eso: la interpretación correcta puede dar lugar a una inmensa cascada de amparos por el hecho de que en Querétaro no está tipificado ningún delito. El problema no será ya que el secuestro no sea considerado un delito grave, sino que simple y sencillamente no habrá delitos de ninguna especie.
Se ha tapado un agujero negro y se ha abierto un cráter enorme y nebuloso, corregible sólo mediante el ejercicio de la atribución del titular del poder ejecutivo de hacer observaciones a la ley sin ley que le envío la legislatura. Me dice un experto que el defecto del delito de secuestro bien pudo haberse corregido con una fe de erratas; asegura que se trató de un error mecanográfico. No lo sé. En cambio es evidente que la legislatura aprobó una ley que no contiene ninguna ley. Sin habérselo propuesto, la actual legislatura ha dado una muestra de autoritarismo legislativo. Si el autoritarismo del poder constituyente consiste en meter en la Constitución local teorías jurídicas de vanguardia o post modernas, no pasa nada, es letra muerta que nació muerta; pero si de ese autoritarismo desarrapado surge una legislación que puede tener graves consecuencias prácticas, entonces reír es una imprudencia imperdonable.

martes, 1 de diciembre de 2009

Agua somos

Decía mi profesor de historia de la filosofía que Aristóteles decía que Tales de Mileto decía que todas las cosas proceden del agua. Tal vez podríamos aprovechar el recuerdo, ahora que el agua se ha convertido en la preocupación de todos pero en la acción de nadie, para jugar un poco con la idea que tenía este filósofo del siglo VI a. C. acerca del origen del hombre, de la naturaleza y de todas las cosas. Hay que decir que a Tales se le recuerda por bobo. El mencionado Aristóteles cuenta la historia de la muchacha tracia que se río de él, porque embebido en la contemplación de las cosas del más allá, cayó en un pozo del más acá, haciendo el más legendario de los ridículos, pero fundando la filosofía con tan cómica caída.
Sin embargo, Tales de Mileto no era un contemplativo sin más, pues si un filósofo de la Antigüedad se interesó por las cosas prácticas fue él. Por ejemplo, hace construir molinos, los alquila y gana una fortuna; dirige una escuela de náutica, construye un canal para desviar las aguas de un río y sus consejos políticos fueron certeros y útiles. Juguemos, pues, a que el milesio tenía razón: el principio o elemento original del ser es el agua. Si Tales sostenía que había muchos dioses, entonces nos conviene agregar que en virtud de que la pluralidad de dioses nos impide elegir a uno que sea el verdadero, entonces los seres humanos tenemos que arreglar los problemas de la vida con la sabiduría práctica de la que somos capaces. Somos porque provenimos del agua o provenimos del agua y entonces somos. Antes de hacernos bolas con estos artificios lingüísticos, continuemos el juego.
Si por un momento imaginamos que todo lo que se dice se hace en este país carece del conocimiento del principio original, el del agua, podemos concluir que se está bordando en el vacío o arando en el mar. El agua es vida, decimos todos los días, pero nadie se ocupa de cuidarla, ahorrarla, almacenarla, encausarla y aprovecharla. Las inundaciones destrozan nuestras ciudades y campos y no logramos construir, como Tales de Mileto, las obras de infraestructura necesarias para desviar su curso y llevarla a donde sea útil. Sabemos –decenas de estudios lo demuestran– que la mayor parte de los acuíferos del país se están agotando por sobreexplotación y nadie se ocupa de poner en práctica programas que emparejen el crecimiento con la disponibilidad. Por el contrario, las ciudades se han convertido en los ejemplos más monstruosos del llamado capitalismo salvaje. El crecimiento urbano lo deciden los urbanizadores, no los urbanistas. Las ciudades han pasado a ser propiedad de las inmobiliarias, no de los gobiernos ni de los habitantes. Las casas se construyen por millones pero no se toma en cuenta este hecho contundente: ¿Y el agua?
Sabemos, gracias a los referidos estudios de expertos y científicos, que el acuífero queretano está herido de muerte desde la década de 1970. Casi cuarenta años después, el agua se extrae a profundidades sorprendentes y a un costo que nadie podrá pagar. El filósofo Heráclito, casi contemporáneo de Tales, inventó eso de que nada se está quieto, que nada cambia, que todo se transforma. Decía que ninguna persona se puede bañar dos veces en el mismo río: las aguas pasan y no volverán. La poetisa gallega Rosalía de Castro escribió un poema que bien pudo haber suscrito Heráclito:

“Que pasen as correntes apestadas. . .
¡Que pasen. . . que outras virán!”

Sin embargo, a nosotros nos conviene que esas “correntes apestadas” sean tratadas para volver a bañarnos en ellas; podemos darnos el lujo de la poesía para alcanzar un consuelo a nuestras penalidades, pero no podemos permitir que las aguas contaminadas corran libres a contaminar la yerba donde pensamos poéticamente, los sembradíos donde florece la esperanza, las casas donde habitan nuestros sueños. Heráclito, pues, estaba lejos de imaginar lo que le pasaría al mundo casi dos mil seiscientos años más tarde. Es cierto, todo fluye, nada se está quieto, pero el agua corre el peligro de dejar de fluir. En el Evangelio se puede leer: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde el agua (o el alma, que es lo mismo para Tales)?” Podríamos empezar con detener la catástrofe que se avecina con acciones urgentes y de fondo. Por ejemplo, es bueno recordar que el agua, en tanto principio que nos dio origen, es de todos. Ya no nos preguntamos si todos tenemos alma. Todos la tenemos, lo cual no quita que en el mundo abunden los desalmados, empezando por quienes se apropian del agua y hacen unos negociazos vendiéndola o construyendo casas de mala muerte. Esos negocios pueden ser legales, pero son inmorales. Pero como esos desalmados no van a cambiar, lo que es otra prueba de que Heráclito estaba equivocado, más nos vale insistir en que el agua es un bien común que debe administrarse pensando en todos.
Casi la mitad del agua potable se pierde por fugas. Si se lograra reducir la pérdida hasta reducirla a un veinte por ciento, varias decenas de miles de familias queretanas la tendrían en sus casas. Pero como las inversiones son cuantiosas, se ha preferido traerla de tierras lejanas, a un costo que muy pocos podrán pagar. Lo peor es que no se ha frenado la extracción. La ciudad se hunde, el agua llega cada vez menos, la contaminación depreda los campos y las flores y las hileras de casas horrendas baña de asfalto el Cimatario, el cerro que antes nos custodiaba de los demonios de la noche.
Es la última llamada. Tales de Mileto no tenía razón, pero acaso nos convenga concedérsela plenamente por unos años. De tales a Darwin y a las partículas elementales. Entonces nos ocuparemos, como él, de llevar a la práctica el saber del alma. Agua somos y en agua nos convertiremos. Esta paráfrasis evangélica será cierta sólo si nos ocupamos de impedir el iluso progreso que amenaza con reducirnos a cenizas, a mero polvo que barre el tiempo.