martes, 25 de mayo de 2010

Se buscan líderes civiles

El valor civil de miles de mexicanos condujo al país a cerrar el extenso capítulo del partido (casi) único que gobernó el país desde 1929. Miles de ciudadanos libres y el PAN y el PRD (con sus respectivos antecedentes democráticos y revolucionarios) se incorporaron a la sinuosa tarea política de ser opositores en un ambiente de amplio predominio de un régimen que contenía, mediante una maquinaria bien construida de control electoral, el curso de nuestra historia política. El año 2000 fue el punto de llegada de esfuerzos que se remontan a 1910, al sufragio efectivo de Madero. Durante el régimen del PRI el país se dividía en dos: gobernantes y gobernados. La división aún persiste en, por ejemplo, la enseñanza del derecho, y subsiste en el lenguaje común; es una rémora de la antigua separación de monarca y súbditos, de mandato y obediencia. El año 2000 se vota la alternancia en el poder presidencial y se decide una representación popular cercana al pluralismo político, ideológico y moral de la sociedad mexicana. El cambio político fue una expresión nueva en el habla cotidiana, la primera de las raíces de toda transformación genuina, la del lenguaje. México perfilaba su desarrollo en torno de esa expresión de cambio. Sin saber a bien en qué consistía el cambio, es decir sin tener del todo claro cuáles eran los sustantivos de la democracia, el ánimo ciudadano creció en cantidad y calidad. La clase política había bautizado la democracia con muchos adjetivos, todos impertinentes; no sólo no eran propios de un régimen democrático sino que, en buena medida, eran la causa de la mayoría de las confusiones que aún prevalecen en nuestra pobre cultura política. Como sea, la llegada del PAN a la presidencia de la república fue un hecho político que produjo esperanza. Había que iniciar el camino, dar forma legal a un sistema electoral confiable, hacer realidad la división de poderes, hacer del diálogo el campo de juego de las diferencias, construir el federalismo, legislar en materia de transparencia y rendición de cuentas, edificar cauces de participación ciudadana en la toma de decisiones, modernizar la organización estatal para dar eficacia el gasto público, reestructurar el providencialismo estatal en beneficio de la responsabilidad civil, reducir la corrupción y la impunidad, distribuir con equidad los recursos y las oportunidades, entre otras. Se mantuvo, sin embargo, el prejuicio de culpar de todos los males del país al sistema, al régimen priista. Incluso se acuñó al instante la expresión “viejo régimen” para marcar la línea divisoria de una época que terminaba y otra que empezaba. Sin embargo, la alternancia arribó con el prejuicio que creía que quitando al PRI del gobierno federal y poniendo en su lugar al PAN, todo lo demás se daría por añadidura. En ese prejuicio pueden encontrarse la mayor parte de las decepciones democráticas que pronto aparecieron en el complejo escenario de la primera década del nuevo siglo. La gente esperaba de la democracia lo que la democracia no puede dar. En la medida en que aumentaron los problemas de pobreza, desigualdad, inseguridad y corrupción, la desilusión democrática ha llegado al franco rechazo de la democracia. Arribamos a la democracia sin saber con qué se comía, qué era, para qué servía, cuáles eran sus reglas, cuáles sus límites, cuál su potencial. Algunos imaginaron el paraíso, una especie de fin de la historia. No hemos tenido la conciencia política de a) la democracia es democracia política; de poco sirven adjetivos como democracia social, democracia real, democracia liberal, democracia laboral, democracia cultural, democracia familiar y otras; b) la democracia no crea riqueza, pero –decía Octavio Paz– es diálogo y el diálogo abre las puertas a la paz y –agrego por mi parte– a una redistribución equitativa de la riqueza que producimos entre todos, no sólo los capitalistas, los inversionistas o los empresarios; c) la mera sustitución de unos por otros no es una garantía en sí misma de cambio político, pues los gobernantes pueden ser tan corruptos e incompetentes unos y otros, independientemente de si se visten de azul, de verde o de amarillo; d) el cambio de las reglas era la primera tarea y el primer compromiso de los nuevos gobernantes, reglas que no se han modificado suficientemente, sea porque no es posible llevar a cabo esta tarea con la vara mágica de la voluntad presidencial, sea porque la representación popular no ha sabido o querido modificarlas.
Los miles de buenos ciudadanos que entraron a los partidos y al gobierno no se convirtieron en buenos gobernantes. Tal vez muchos de esos buenos ciudadanos no eran tan buenos, pero la mayoría lo era, y en la rueda enloquecida del poder han dedicado su tiempo a aprender las malas artes de la política real en perjuicio de las virtudes cívicas y políticas con las que alcanzaron el prestigio que les dio acceso al poder. Se dice que el poder corrompe y es verdad. El poder iguala a unos y a otros, pero no del mismo modo. El poder corrompe, pero unos son más corruptibles que otros. Por eso los partidos políticos deben funcionar como cernidores. Al acudir a votar los ciudadanos merecen encontrarse con los menos malos después del cedazo de los partidos, luego del filtro de las competencias internas. Una contienda interna sirve para desechar antes que para elegir. Es el método del descarte. La democracia no es una forma de gobierno perfecta en ninguna parte, de modo que tenemos por buena aquella donde se elige al menos malo, la que es capaz de cerrar el paso a los peores. En la democracia no se elige entre lo bueno y lo mejor.
Pero la duda persiste: ¿por qué el buen ciudadano pierde sus virtudes cívicas cuando asume el poder y por qué cuando deja ese poder no recobra las prendas que en su momento lo prestigiaron como ciudadano? ¿Por qué los buenos empresarios son, en general, tan malos gobernantes? No formulo la pregunta de por qué los políticos son tan buenos empresarios, pues desde el poder cualquier imbécil es un buen empresario. Santiago Creel fue un buen ciudadano y hoy nadie lo tiene por un buen político. Cuando el desaparecido Diego Fernández de Cevallos lo invitó a la política le aconsejó que no se afiliara al PAN. El mensaje era claro: los partidos impregnan sus pestilencias, desdibujan la personalidad. Creel desoyó el consejo y se afilió al PAN. Ya como secretario de gobernación se vio en el espejo de la banda presidencial. Se perdió un buen líder social y no se ganó un buen político. Fernández de Cevallos solía dar el mismo consejo a otros ciudadanos e intelectuales representativos que fueron los invitados de honor al banquete de la lista proporcional. Nadie hizo caso del consejo. En los gabinetes de Fox y de Calderón no son pocos los que no hace mucho eran líderes civiles y académicos y hoy son burócratas ineficientes, tan serviles como en los viejos tiempos, que no son tan viejos.
Cuando el empresario Alejando Martí ganó con su dolor a cuestas el liderazgo ciudadano en materia de seguridad y criminalidad tuve un primer temor: “A ver si no acaba de candidato”, pensé. Más tarde, cuando ese liderazgo estaba fortalecido, le preguntaron su probable inclusión en la política: “¡Dios me libre!”, respondió. El periodista, como tantos, ignoraba que Martí ya estaba en la política, en el modo más ejemplar de hacer política: el liderazgo civil. Si Alejandro Martí y otros líderes sociales e intelectuales asumen la responsabilidad que legitima su liderazgo, su ingreso a la competencia partidista sería un desperdicio lamentable. Y es que nuestra escasa cultura mantiene el viejo prejuicio de que la política es asunto de partidos. Se ha escrito mucho sobre la transformación que se opera en las aguas etílicas del poder: el inteligente se idiotiza y el idiota se vuelve loco. Ciudadanizar la política es una meta que debe ser replanteada culturalmente. El ciudadano es más libre cuando participa en política fuera de los partidos, de las candidaturas y del subsidio público. El país necesita liderazgos políticos pero más necesita liderazgos civiles, pues los partidos son males necesarios y los liderazgos cívicos son bienes imprescindibles.

sábado, 22 de mayo de 2010

Filiación por la libertad

La ministra de la Suprema Corte de Justicia Olga Sánchez Cordero recordó, en el Teatro de la República, que éramos liberales, que hubo una vez que fuimos liberales. No lo expresó así. Textualmente dijo que México necesita hombres y mujeres liberales que utilicen la fuerza del derecho para garantizar la gobernabilidad y la paz social: “Ya es tiempo de que todas las instituciones comencemos a manifestar una filiación por las libertades”. Lo cual significa, leído al derecho y al revés, que hubo una vez que fuimos liberales, y que un día renegamos, no se sabe por qué, de los lazos que nos unían con el aprecio y defensa de las libertades, de las cuales somos descendientes en línea recta. No es casual que la señora ministra utilizara la palabra filiación y no afiliación. ¿En qué pensaba la ministra cuando escribió y leyó sus palabras? No es difícil adivinarlo.
Una veintena de congresos locales le ha negado a millones de mujeres, con sus leyes antiabortistas, una libertad fundamental. Con la falacia de que la vida es un valor sin el cual no son posibles los demás, la discusión fue comprimida en cápsulas inhibidoras de la razón. Es cierto, todas las decisiones democráticas son mayoritarias, pero no todas las decisiones mayoritarias son democráticas. Es el caso de las normas que dicen defender la vida. No han sido democráticas ni liberales: no plantearon la confrontación de dos grandes bienes, la vida y la libertad. Se optó por el camino cómodo: deducir la luz de la oscuridad. La libertad de cada mujer a decidir estuvo presente en el debate pero en un segundo plano, como un problema derivado. Los grandes valores chocan y producen lo que los teóricos del derecho llaman conflictos trágicos. No siempre se elige entre lo bueno y lo menos bueno; algunas hay que elegir lo menos malo, pero antes conviene situarse en el plano idóneo para saber a quién le corresponde legal y moralmente elegir. Situar el debate en el plano del dogma equivale a no situarlo en ninguna parte, no al menos en el espacio político en el que sentimos, creemos y pensamos. No sobra decir que la vida nos hace seres vivos, no necesariamente seres humanos.
La filiación liberal no es afiliación a un partido o una ideología. Excepción hecha de Inglaterra, en casi todo el mundo lo liberal fue identificado con un partido, un movimiento o una doctrina. Esta identidad parece superada por la comprensión de los significados teóricos y prácticos del liberalismo. Sin embargo, los prejuicios y la ignorancia persisten. Un antropólogo de apariencia democrática creía que los liberales eran los masones. Es cierto, los masones han tenido fama de liberales, pero no todos han sido liberales, ni siquiera en el siglo XIX. Los dos o tres masones que conozco son más mochos que los Caballeros de Colón. Un jurista de altos vuelos repite en sus clases el término “ideología liberal”, sin distinguir entre lo que es ideología y lo que no lo es, con el prejuicio de suponer que el liberalismo es una ideología como la marxista o la estructuralista. Entre la ignorancia y los prejuicios, los académicos sitúan las teorías liberales en el temario del pasado, en el apartado de antecedentes históricos. Lo curioso es que el curso termina con el tema Neoliberalismo, y con este cierre de dudosa actualidad intentan explicar que el pensamiento y el mundo han entrado en una nueva época. La última lección es absurda, pues lleva implícita la conclusión de que el liberalismo ha sido superado o que es una etapa de la historia del pensamiento que –he aquí la barbaridad– precede y explica al neoliberalismo. Pero aquí hay simplemente ignorancia.
Las palabras de la ministra apelan a la memoria liberal, a la tradición política de la libertad, a la defensa de derechos fundamentales, a los límites que se deben imponer a los poderes formales y reales de la sociedad para proteger a los individuos y a los grupos de los abusos. Si en el pasado el liberalismo estuvo asociado a un partido, una ideología o una corriente política, los valores liberales han adquirido, mediante la experiencia, el carácter de valores universales individuales y colectivos. Los conservadores no han estado equivocados por ser conservadores, sino porque han sido liberales incompletos, pues por un lado defienden algunas libertades fundamentales (religiosas y económicas) y por el otro combaten otras igualmente fundamentales (libertades sexuales, pluralismo moral y religioso). La reconciliación la encontramos en la democracia y en la propia experiencia de la libertad, la cual procede de liberales, de conservadores y de socialistas. La democracia no dicta sentencia sobre la verdad, pero en cambio ofrece el espacio y el método para el debate y la decisión regulada. En este sentido el debate liberal es siempre un debate de experiencias: es a posteriori. En este punto una teoría liberal se aparta de la ideología. Las ideologías son siempre a priori.
Uno de los desastres culturales y políticos de nuestra época es la fractura de los valores liberales. Se entiende que hoy se tenga más miedo, incertidumbre, angustia; se ha creado, debido a esos sentimientos, un enorme mercado de la fe. La gente quiere creer en algo, en lo que sea; compra lo que le vendan, desde las baratijas de la superación personal hasta las destructivas creencias que tasajean la voluntad. Se puede poner como ejemplo la fe en la santa muerte o en otra zarandaja por el estilo, pero también la alienación de los Legionarios o el cientificismo de los profetas modernos. Los problemas actuales de violencia e incertidumbre económica le producen miedo a cualquiera, y acaso el miedo sea positivo si su presencia nos permite reflexionar acerca de la condición humana en tiempos violentos. Vale decir que la verdad empírica nos muestra que la supervivencia depende de la razón. Pensar es sobrevivir. Los seres humanos tenemos lo que Santayana llamaba fe primitiva, que nos permite aprender a confiar en los otros y a saber, sin que podamos demostrarlo, que mañana saldrá el sol. Tenemos confianza en la razón y tenemos fe en la fe. Pensar en la fe es pensar que se piensa, pensar que se cree, creer que se piensa y que se cree. El ser humano es un creyente, pero sólo lo sabe cuando piensa. Creer, si volvemos a los valores liberales, es una libertad fundamental. Tener creencias y manifestarlas es una cara de la moneda; la otra es a) tener creencias y no ser obligado a manifestarlas, b) no tener creencias y c) manifestar creencias sin tenerlas.
Vida y libertad no son bienes jerarquizados; están en el mismo plano de importancia jurídica y moral. Las colisiones son continuas. Y la mejor manera de evitarlos es que el Estado no elija por nosotros. La democracia no descansa en la naturaleza de las cosas sino en la voluntad de las personas. Las decisiones democráticas poseen la legitimidad que otorga el pluralismo político y moral. Un principio liberal nos enseña que ninguna libertad es absoluta. Hay en el pluralismo un cierto relativismo moral que nunca es completo, pues el enunciado “todo es relativo” es una contradicción en sus términos. Si todo es relativo, entonces hay algo que no lo es. Tenemos un conjunto de principios de validez universal que guían las discusiones democráticas, y ni siquiera ellos resuelven los choques entre bienes y valores humanos en un momento y sociedad determinados.
La ministra Olga Sánchez Cordero ha puesto el dedo en una de las llagas de la cultura anti liberal de nuestros días. Habló de limitar los poderes fácticos. Éstos son, desde luego, los tradicionales: los económicos, los religiosos, los mediáticos, los cárteles de los sindicatos magisterial y petrolero, las mafias criminales. Pero hay otros: los profesores que imponen dogmas, las instituciones que educan para la servidumbre y no para la libertad, los estropicios públicos que ejerce la creencia de que la voz del pueblo es la voz de dios, el conglomerado de mediocridades artísticas y literarias que todo lo inundan, la dictadura de la publicidad. Que la ministra de la Suprema Corte Olga Sánchez Cordero diga que hacen falta gobernantes liberales es una buena noticia entre tantas malas.

sábado, 15 de mayo de 2010

Consumo y civilidad fiscal

A Gabriel Zaid

En México pagamos impuestos sin saberlo. Esta ignorancia es quizá la más grave de nuestras ignorancias públicas, un signo de incivilidad. Pagar impuestos sin saberlo es como no pagarlos: carece de significado político. Refleja, sin embargo, la difusa creencia de que el dinero público llega de algún lugar, no de los contribuyentes. La ignorancia empieza cuando leemos el precio de un artículo. La cantidad es redonda y la mentalidad del consumidor es cuadrada. Pagamos el artículo sin más, sin el conocimiento de que una parte de ese pago no forma parte del costo del artículo. Si alguien nos pregunta el precio del producto decimos la cantidad que pagamos, sin diferenciar el costo del artículo y el impuesto. En un régimen fiscal civilizado, que no es nuestro caso, los precios de los productos se anuncian sin la inclusión del porcentaje impositivo y la gente que compra una camisa o una computadora sabe a las claras que al precio marcado se agregará el impuesto. De este modo el consumidor está cotidianamente involucrado con el porcentaje fiscal que paga en cada caso.
En México recibimos el comprobante de una compra y nadie se detiene a verificar el precio del producto y el porcentaje impositivo. En general, el comprobante es arrugado y arrojado al primer bote de basura. En los miles de pequeños supermercados que hay dondequiera ya tienen, justo a la salida, el cesto donde el comprador tira la bolsa de plástico con el comprobante aún engrapado; nadie verifica el desglose. No existe conciencia de que se pagó un impuesto. El aspecto educativo de una reforma fiscal podría empezar con la obligación de que los precios de los artículos o servicios se mostraran sin la inclusión del impuesto; sería una reforma cultural. Consistiría en tomar conciencia de que todo el día pagamos impuestos. Esta reforma tendría por objeto la adquisición de un conocimiento que no tenemos o que lo tenemos difuso, el de saber que los recursos públicos no descienden del cielo del Banco de México, de las arcas sagradas de la Secretaría de Hacienda o de la generosidad de los presupuestos aprobados por los diputados, sino del trabajo de la gente común. Pero la reforma cultural iría más allá de este saber, pues permitiría acortar el abismo que existe entre el consumidor y el ciudadano. Por decirlo así, se podría ciudadanizar al consumidor, que es lo mismo que redimirlo de su salvajismo; es decir, civilizarlo. El círculo virtuoso se podría cerrar si el ciudadano se convierte en un buen consumidor, y luego en una fuerza de consumidores, un poder que en otras partes del mundo reduce abusos y regula precios, tal cual lo explica el sociólogo alemán Ulrich Beck, autor de la celebrada obra La sociedad del riesgo.
Es evidente que la voz de la publicidad ahoga la voz del público. El defecto básico de la publicidad es que destruye a los pequeños comerciantes. Y en una sociedad liberal sólo los consumidores pueden remediar, aunque sea parcialmente, la barbarie destructiva de la publicidad. Decía Chesterton que sucumbir a los grandes comercios y monopolios no es una cuestión de leyes económicas sino de voluntad moral. Apoyar al pequeño comercio, sin embargo, produce una consecuencia económica y otra fiscal. La económica es que comprar en un pequeño negocio beneficia a millones, mientras que el consumo en los grandes centros comerciales beneficia a unos pocos; la fiscal es que el pequeño comerciante, aunque su tasa impositiva sea menor, no puede evadirla, en tanto que los pulpos comerciales tienen el poder de pagar menos o de no pagar.
Si el precio de una camisa es de cien pesos el comprador sabrá que desembolsará dieciséis pesos de impuesto. Al precio anunciado sumará mentalmente el porcentaje fiscal correspondiente. A la pregunta de si el precio anunciado incluye el impuesto, el vendedor responderá que obviamente no, que el porcentaje fiscal es por separado. Los malos hábitos fiscales se deben a la ignorancia que no separa lo que es del César (el comerciante) y lo que es de Dios (el Estado). La ignorancia causa terribles consecuencias públicas: al no saber que a todas horas estamos pagando impuestos, desatendemos su administración y gasto. Las ventas deben ofrecerse en sus precios reales, sin incluir el impuesto. Los miles de pequeños supermercados que inundan el país, que venden desde cosméticos y abarrotes hasta cebollas y estropajos, tienen el defecto básico de que pueden funcionar sin entregar el comprobante de la venta. Son legiones los compradores a quienes les da igual si reciben o no el comprobante. Y todavía una parte importante del comercio te ofrece sus productos con la alternativa de si es con factura o sin factura, alternativa de la cual depende el precio, precio del cual depende que se paguen o evadan impuestos. En la mayor parte de los establecimientos comerciales le preguntan al consumidor si va o no a querer factura; caso afirmativo –es una rareza– el procedimiento es lento, desalienta a los pacientes y enoja a los impacientes.
Sabemos que pagamos impuestos al momento de declarar los ingresos y cada vez que recibimos el recibo de nómina o el recibo de retenciones. Sin embargo, la mayor cantidad de impuestos se recaudan en el consumo. Esto último lo sabemos en teoría, no en la práctica, que es lo mismo que no saberlo. Al ignorarlo, nos negamos la posibilidad política de pasar de malos consumidores a buenos ciudadanos y de buenos ciudadanos a mejores consumidores. Cuando una vendedora nos dice “Muchas gracias por su compra”, también podría agregar, amable y sonriente: “Usted pagó cien pesos por la camisa y dieciséis pesos de impuesto”. El consumidor podría llevar al día la cuenta aproximada de lo que paga de impuestos; advertiría que su participación en la vida pública es tan importante –quizá más– que la del miembro de un partido o la de un diputado, que no paga impuestos. Esa conciencia de participación le facilitaría ver los vínculos de la vida económica y productiva con las discusiones legislativas, con la aprobación de los presupuestos y con el gasto público.
Me cuentan de una escuela donde se enseña a los niños a distribuir los recursos disponibles. El niño se ve enfrentado a ciertos problemas elementales que, sin embargo, le ofrecen un panorama que la educación formal no proporciona. El niño quiere dinero para comprar un helado, unas papitas y un refresco, cantidades que se apuntan en el pizarrón junto a las cantidades destinadas a pagar la comida, la ropa, la mensualidad de la casa, los útiles escolares y los servicios. Luego el niño elige de dónde resta para que no desaparezca el costo de sus antojos, y generalmente acaba reduciendo sus pretensiones. Pero descubre, además, que sus padres gastan irresponsablemente, que el padre podría dejar de ser candil de la calle y la madre podría disminuir su compulsión por las ofertas. Es apenas el principio de la formación de una conciencia de consumo que no tenemos, que no tienen los que piensan, planean y programan la educación básica. Millones de niños van a la tienda de la esquina a comprar una chuchería. Nadie les dice que con su compra están pagando un impuesto. El tendero no tiene tiempo, los padres lo ignoran, los profesores no lo consideran importante y los gobernantes están demasiado ocupados en las próximas elecciones. En México se tiene tiempo para todo, menos para educar.
¿De qué cultura fiscal hablamos cuando se conceden privilegios a los peces gordos de la riqueza, a las grandes corporaciones, a los ingresos de los funcionarios públicos? El gobierno puede declarar que confía en que los contribuyentes no evadirán sus obligaciones fiscales, pero el contribuyente no puede confiar, sin más, en que el gobierno los gastará honrada y eficazmente. Se suele decir que los derechos no se ejercen porque no se conocen. Lo que falta decir es que también se desconoce cuando se ejercen. En el mismo sentido puede hablarse de las obligaciones y los deberes: no se cumplen porque se ignoran y se ignora cuando se cumplen.

martes, 11 de mayo de 2010

La reforma política

Con más de cien propuestas constitucionales los partidos quieren reformar la política. No deja de ser curioso que los acusados de ahogarla sean los salvavidas. La política es un desastre y el político oficia de sastre. Es como si la reforma bancaria la pusiéramos en manos de los banqueros o si la reforma penal la redactaran los capos de la delincuencia organizada. Diputados y senadores constituyen en México la verdadera generación “ni-ni”: ni debaten ni deciden. Y no lo hacen porque, aun perteneciendo a un poder autónomo, sus integrantes no lo son. Encima de ellos penden las espadas de los partidos, los intereses electorales, los intríngulis pueriles, las amables sonrisas de las corporaciones económicas. Algunos intelectuales han llamado al Congreso la generación del “No”: no a la reforma de medios, no a la reforma política, no a la reforma laboral, no a la reforma energética, no a la reforma fiscal, no a la reforma de seguridad. Y el “no” se debe a que senadores y diputados no son libres, no conforman decorosamente el órgano representativo, no delimitan fronteras con los líderes reales y formales de los partidos ni con las oligarquías que acechan. La democracia ha logrado que el poder legislativo sea independiente de los otros poderes públicos, sobre todo del señor presidente, pero ha pasado a ser dependiente de los mandamases de sus partidos y de intereses particulares (y hasta criminales). El legislativo es un poder autónomo compuesto por representantes nada autónomos, ni individualmente ni como grupo. Es cierto que un representante no se manda solo ni debe tener ese desmesurado privilegio de actuar y decidir por sí; tiene, como representante del país, contrapoderes que lo ciñen, reglas políticas que debe cumplir, pero no deben ser más poderosos los límites reales que los legales ni más influyentes los intereses partidistas o privados que los intereses generales. El equilibrio es imprescindible. Las elecciones estatales de julio próximo y las federales del 2012 son el oso y el pandero del sonsonete que se baila en el país. Con el paso de los días el 2012 resonará más intensamente.
Uno de los mitos nacionales es el de la planeación. Se planea todo el tiempo, lo que significa que en realidad no se planea. En México se planifica pero no se planea. Planificar es hacer planos; por extensión, es dibujar proyecciones, numerar obras, organizar estadísticas, estratificar tendencias, cuantificar inversiones, recuadrar o circular imágenes; planificar es iluminar intenciones, no llevarlas a cabo. Planear sólo tiene un sentido previsor si es proporcional a la rapidez con que se actúa. El hecho es que el país sufre problemas graves y la clase política padece una excitación que le produce esclerosis múltiple. En la burocracia mexicana un error repetido acaba convirtiéndose en política pública, en un cliché impreso indeleblemente en los planes de desarrollo.
En El hombre sin atributos Robert Musil muestra a un personaje que lamenta que a poco que se esté dotado de espíritu observador se comprende exactamente que, en un estado de máxima excitación, al hombre le sucede lo mismo que a una abeja en el cristal de una ventana y lo mismo que a un infusorio en agua envenenada: se sufre una tempestad emocional, se divaga sin rumbo y a ciegas, se choca cien veces contra lo impenetrable y, al fin, si hay suerte, se encuentra la salida, a lo cual, naturalmente después y una vez petrificado el estado de conciencia, se le califica de acción planificada.
El gobernante dice de los errores que todo estaba calculado. Si se pregunta a un criminal acerca de la causa o causas de sus crímenes, no sabrá responder. Los políticos tampoco lo saben, y en cambio proponen un revoltijo de remedios constitucionales para erradicar las enfermedades. He aquí la palabra nacional que cargamos como la peor de las taras culturales desde 1810: erradicar (arrancar, extirpar). Cuando se habla de erradicar la pobreza el sentido sólo puede ser que se quiere exterminar a los pobres. Chesterton es ideal para poner un buen ejemplo de lo que en México significa resolver problemas: cuando se descubre que un alimento causa mal a un recién nacido, no se tira al niño, se cambia el alimento. Nosotros, tan dados a erradicar los problemas, tiramos al niño.
El problema con las grandes reformas es originariamente lingüístico: reformas estructurales. Pero la expresión ha perdido significado, si es que alguna vez tuvo uno inequívoco; se usa como si con ella definiéramos la integralidad de los elementos en juego. La reforma estructural ha quedado reducida a un cliché. Es como cuando historiadores, sociólogos y antropólogos hablan de “el imaginario colectivo”. También es un cliché, una frase hueca, no dice nada. El problema de las reformas estructurales es que tampoco dicen nada. Considerar los asuntos de manera estructural es no considerarlos de ningún modo. Se exclama por todas partes que el país necesita reformas de fondo, pero tanto éstas como las reformas estructurales tienen el defecto común de que dejan fuera de la jugada al sujeto, al ser humano, a los ciudadanos que son reducidos a simples espectadores, cuando no a números, gráficas y proyecciones.
El argumento favorito de políticos e intelectuales a la hora de rechazar una determinada propuesta es candoroso: “Es que no resuelve el problema de fondo”. La pretensión de resolver los problemas de fondo es tanto como no querer resolverlos ni en la superficie. Erradicar un problema social no es como erradicar una plaga de cucarachas. Si una propuesta tiene por objeto poner remedio a un problema se dice que no sirve porque no erradica el mal. En México –tal es el signo de nuestra historia durante doscientos años– los males siempre se han querido erradicar en términos absolutos. Los paliativos tienen pésima reputación: “Son meros paliativos”, se dice, como si todos los paliativos fueran, por sí mismos, malos o indignos. Prisioneros del todo o el nada, acabamos en nada. Hay problemas que siempre serán problemas; algunos se paliarán en parte o sus efectos se reducirán en otra; es posible incluso que algunos males se erradiquen, teniendo en cuenta que otros aparecerán en su lugar.
En México es muy socorrida la expresión de que a grandes males, grandes remedios. Pero los grandes males sólo pueden remediarse –siempre de un modo relativo y parcial– con un conjunto bien ordenado de pequeñas acciones, desde la base, atemperando consecuencias, disminuyendo efectos, achatando extremos, educándonos en el arte de resolver problemas mediante el ensayo, el error, el ensayo, el error. . . ¡y el acierto!
El delincuente, como quedó dicho, ignora las causas de sus crímenes. A los políticos les ocurre algo similar. El primer síntoma de esa ignorancia es la exclusión de la responsabilidad. Se dice “Hay que reformar la política” y no “Los políticos debemos reformarnos”. El país necesita buenas leyes, pero antes necesita buenos gobernantes, ha dicho Gabriel Zaid. Doquier se oye que hacen falta políticas públicas para esto y políticas públicas para lo otro. Las políticas públicas mejor diseñadas son papel de estraza si los partidos no cumplen su responsabilidad fundamental: funcionar como cedazos que ciernan a los peores. Ni una del montón de reformas que pretenden reformar la política apunta a los partidos. Los remedios son muchos y variados, pero ninguno es idóneo para enfrentar el mal mayor.
La conclusión bien puede ser musiliana: después de oír las grandes y gloriosas propuestas que de todas partes brotaron con el patriótico fin de reformar la política, debemos saber que el rendimiento de los músculos de un ciudadano, que cumple tranquilamente con sus deberes ordinarios durante toda la jornada, es mayor que el de un atleta que tiene que levantar una vez al día pesos enormes; esto está fisiológicamente demostrado. Es, pues, lógico que las pequeñas obras cotidianas, en su importe social y en cuanto interesan para esta suma, presten mucha más energía al mundo que las acciones heroicas. Una heroicidad aparece tan diminuta como un gramo de arena echado ilusionadamente sobre un monte.

viernes, 7 de mayo de 2010

Los caídos del mundo

A Katia Barssé, por su hospitalidad fronteriza

Muchos se han caído del mundo y otros tantos han sido arrojados por la fuerza de su enloquecido movimiento. Hay, como sabemos, una multitud de fragmentos de humanidad vagando por el vacío. Son los desplazados. Cientos de millones de seres humanos trashuman por el mundo su desahucio: la guerra, el hambre y el odio los avientan. Hay, sin embargo, otros desplazados que no transitan por causa de la geografía o de la historia; viven donde siempre, tienen familia y trabajo, parecen gente normal, y no obstante sufren un desahucio triste y miserable hacia la nada. Son los caídos del mundo. Aún no tienen nombre propio, pues no se ha acuñado el término que los defina cabalmente. Se cayeron del mundo y ahora no saben cómo subirse. No son exactamente desplazados; tampoco los podemos llamar relegados, arrinconados, excluidos, exterminados, descentrados, apartados, desterrados, exiliados, corridos o lanzados. Ninguno de esos vocablos les otorga su identidad. Son, si nos acercamos un poco, extemporáneos. Sin embargo, éstos viven en otro tiempo y en otro mundo, pero viven, y los caídos del mundo no existen en ninguno, y además experimentan sensaciones y vivencias inéditas. Me atrevo, así sea provisionalmente, con un barbarismo: el hombre desmundado.
Las telecomunicaciones y el lenguaje se transforman a velocidades nunca vistas. Comunicar, que significa “hacer comunidad”, transcurre ahora en doble dirección: nos acerca y nos distancia a la vez. Los vasos comunicantes, que siguen estando en la base, no intercomunican en línea recta; ahora se tiene que ascender al espacio y al instante la señal baja hasta la misma base, sólo que el corredor de los vasos comunicantes se ha ensanchado al infinito. El hombre desmundado es una variable del hombre desplazado, una de sus versiones, un espantapájaros en el desierto, una sombra desmembrada de su doble. El hombre desmundado vive pero no existe: mira pero no lo miran. El hombre desmundado, como el nombre lo indica, se cayó del mundo o fue echado de él; no hubo necesidad de usar ninguna fuerza física, pero en cambio fue desenraizado del tiempo con una energía más temible, más deshumanizada, pues el hombre desmundado ve sorprendido la velocidad del mundo y contempla su propia caída; no sabe rodar y no fue entrenado para mirar el fondo del abismo social de su hundimiento. Digamos que cae flotando, como una caída en cámara lenta en un barranco pedregoso, golpe a golpe, sangre a sangre.
El escritor uruguayo Eduardo Galeano escribe que se cayó del mundo y ahora no sabe cómo treparse en esa gigantesca rueda que gira velozmente y cuyas aspas te arrancan la cabeza en el primer intento. Leyendo el artículo de Galeano, me enteré de que ya hay escuelas para adultos que tienen por objeto impedir que el hombre desmundado corra demasiados riesgos en su abrupta caída. Son escuelas de alfabetización digital. En ellas se enseña el nuevo abecedario, la nueva lengua, la nueva la sociedad; en ellas se aprende la tecnología de los instrumentos que ahora se utilizan para trabajar, hacer negocios, mandar cartas, recibir órdenes, suplicar apoyos, deshacer entuertos, delinquir, hacer el amor, cocinar y contemplar las tonalidades del atardecer. Supe de un grupo de treinta adultos que se inscribieron en una de estas escuelas. Los alumnos son mayores de cincuenta años, con título universitario y amplia experiencia laboral. El promedio de edad del grupo es de sesenta; tres tienen la edad del general Epantchine, un personaje de El idiota, la edad en la que propiamente hablando empieza la vida, dice Dostoievski. Los alumnos, algunos con doctorado y otros con maestría, están tan nerviosos como el niño de cuatro años en su primer día en el kínder. Veinte alumnos rebasan los sesenta, dos los setenta y hay un octogenario a quien el primer día se otorgó por unanimidad el honroso título de alumno emérito. El grupo tiene muchas cosas en común, tantas como las de un grupo de primero de primaria; sin embargo, los congrega la común caída del mundo. Algunos se cayeron y tienen el sincero deseo de volver a subirse; otros fueron echados a patadas y el orgullo los impulsa a encaramarse como sea, y unos más ni se cayeron ni fueron lanzados: sólo quieren entender por qué, estando en el mundo, ya no tienen el ánimo de seguir en el zangoloteo de su oleaje embravecido. Estos últimos son los más tristes. Entre ellos está el octogenario: desde los trece de edad ha sido comunista y ya sólo tiene el deseo de peregrinar por Alemania y visitar la tumba de Rosa Luxemburgo, como el personaje de Platónov (Andréi Platónov es uno de los cinco más grandes novelistas del siglo XX). El octogenario, como he dicho, es un viejo triste. Me dicen que una tarde dijo, en un suspiro: “Mi vida está ya llena de muertos. Pero el más muerto entre los muertos es el pequeño niño que fui”.
El grupo alberga el sentimiento de caída, aunque son evasivos cuando los profesores preguntan por qué están ahí, cuáles son los motivos, cuáles los intereses y qué esperan de la escuela. Sobra decir que no les preguntaron por sus padres y hermanos, sino por sus hijos y nietos.
Los profesores son cinco y ninguno de ellos pasa de los doce de edad. El más pequeño está por cumplir diez. Los niños-profesores son amables, respetuosos, infinitamente pacientes y con una sonrisilla candorosa que aromatiza el salón. Una alumna de mi edad que porta un doctorado en ciencias de la educación me preguntó: “¿Por qué en el doctorado nada nos dijeron acerca de la sonrisa educativa? ¿Por qué no hay una teoría de la risa magisterial aplicada?” Otro alumno, un sesentón con rostro patibulario, especializado en Teoría Hegeliana de la Historia, respondió: “Es que todo tiene que ver con todo”. Nadie entendió. Al final del temible primer día de clases los alumnos no estaban para discutir la totalidad concreta de un hecho histórico ni la complejidad de las estructuras sociales. Me cuentan que el hegeliano no regresó a clases. Su gastritis le produjo un fuerte dolor de nuca que lo tiene devastado. No es extraño, pues a Dostoievski le dolían en el corazón las hemorroides.
La primera semana fue, como se dice, de sensibilización. No hubo definiciones ni antecedentes históricos –la alfabetización es eminentemente práctica–, pero se expuso el diccionario de términos para reeducar a los desmundados. Por ejemplo, el profesor de casi diez años encargó la primera tarea, la que reproduzco aquí tal cual la recibí en el correo electrónico que me envío la doctora en ciencias de la educación: “Logueense en tuiter y posteen el coment donde los taguee”. La tarea, le respondí, es como clavar un clavo en un chorro de agua. Parece que el profesor de casi diez años tomó las cosas con calma y, sin apartar la vista de los alumnos, tecleó un par de veces su teléfono celular y de la pantalla emergieron, como cosas del demonio, imágenes y objetos extraños que, aclaró, los había “bajado” en ese momento. “Es cosa de niños”, soltó sin darse cuenta de que su frase de consuelo cayó entre los alumnos como una condena perpetua. A una semana de clases, los alumnos navegan entre el desconcierto y el miedo. Les dejaron una tarea que a les pareció ridícula: ejercicio de dedos. Los profesores han concluido que los dedos de los mayores de treinta años no fueron diseñados para la tecnología digital. Ese grupo de desmundados ya aprendió lo básico: su calidad de alumnos es definitiva, para siempre. Es posible que algún día el hombre desmundado logre desmontar la oxidada e inservible memoria que trae instalada desde antes de su nacimiento y sustituirla por un microchip actual. Sin embargo, debe saber que ese microchip será obsoleto antes de seis meses. Pero sólo así podrá volverse a subir al mundo. Hay que decir que, una vez desembalsamado, el hombre desmundado habrá perdido para siempre la ternura que se requiere para llorar por la muerte del pequeño niño que fue.

martes, 4 de mayo de 2010

Crimen y política

Hay crímenes que destapan cloacas. Se trata de esos delitos que incursionan en algún rincón de la política, en la recámara principal del privilegio del dinero o el parentesco, en un cajón blindado de una corporación cuyo funcionamiento depende parcial o totalmente de la reserva, del secreto, de la simulación. Delito o accidente, la muerte de la niña Paulette Gebara Farah es uno de esos hechos que culebrean en las tinieblas del poder político. La literatura, ese oído que percibe las sutilezas, narra de modo ordinario lo extraordinario, lo que no encontramos en los tratados o en los periódicos. El escritor Leonardo Sciascia vio y oyó las ramificaciones invisibles entre los poderes, las relaciones que delatan complicidades implícitas, tradiciones mafiosas, intenciones simuladas. Sólo el ojo clínico del literato es capaz de advertir las segundas intenciones de las palabras sueltas, el lenguaje de las miradas y los gestos, las frases entrecortadas, los sobreentendidos. El caso de la niña Paulette deshebró una rama de la madeja del poder político y económico que gobierna el estado de México, cuyo gobernador es el puntero en la carrera por la presidencia de la república. Dos funcionarios de primer nivel del gobierno mexiquense han estado en el ajo, pero no se parecen en nada a los personajes (fiscales, jueces, sacerdotes, mafiosos, políticos) de las novelas de Sciascia, que son todos ellos inteligencias notables por el nivel de simulación que alcanzan en su función de cubrir hechos, relaciones, acuerdos y valores entendidos; por el contrario, los personajes políticos del gobierno del estado de México no son en realidad personajes, pues no representan, siquiera de lejos, los intereses que se ocultan o se empañan. Lo primero que salta a la vista es la escasa preparación política de esos funcionarios. La representación de sus respectivos papeles ha sido poco menos que desastrosa. Llama la atención no la maldad de los actores sino su incompetencia. No se entiende que el (probable) futuro presidente de México tenga unos colaboradores de ínfima categoría. Se puede uno imaginar, si fuera el caso, el nivel político y técnico de esos funcionarios ocupando los más altos puestos de responsabilidad del próximo gobierno federal. Haciendo la comparación, los actuales colaboradores del presidente Calderón nos resultarán unos genios. El ciudadano se alarma por lo que es, se consuela al pensar en lo que pudo haber sido y se vuelve a alarmar ante lo que puede llegar a ser.
Un gobernante decide su gabinete teniendo en cuenta una regla de oro de la política: ninguno de sus colaboradores debe destacar demasiado; su presencia no ha de desdibujar las cualidades (reales o ficticias) del jefe. Llegado el caso, se prefiere a los leales, no importa si son improvisados, ladrones o tontos. En el sentimiento de inferioridad germinan fácilmente el despecho, el rencor y la prepotencia. No obstante, en la designación de un gabinete sobresale el clientelismo electoral, la reciprocidad de favores, el pago de recompensas, el reparto de posiciones en atención a la amistad, la familia, el grupo y otras relaciones igualmente significativas. Descontados esos nombramientos que en cierto modo son inevitables porque forman parte de la red de relaciones políticas que en cada caso se forjan hasta alcanzar el poder, la designación de los colaboradores también tiene zonas oscuras. Por principio, un gobernante no designa subalternos más inteligentes que él. Así ha sido siempre. Cuando no lo puede evitar, el propio gobernante conspira contra ese subalterno incómodo. También así ha sido siempre. El presidente Echeverría, por ejemplo, detestaba a su colaborador (presidente del PRI) Jesús Reyes Heroles; lo soportaba pero lo detestaba. El colaborador era infinitamente más inteligente que el jefe y además tenía criterio y carácter propios. Y eso le costó a Reyes Heroles la inquina presidencial, la calumnia, el despido.
El gobernador Peña Nieto brilla solitario en el firmamento: ninguno de sus colaboradores le hace ni la triste sombra de un huisache. Y si ahora tenemos noticia de su procurador de justicia y de su secretario de gobierno es por su reluciente ineptitud. Cualquier gobernante hace designaciones cumpliendo pactos, acuerdos y compromisos; declara que toma en cuenta perfiles, pero el criterio imperante es el control interno y no el buen gobierno. En todo caso, no se excluye la tesis de que un gobernante prefiere como colaborador al que parece menos listo que él y muchas veces exagera. El abuso de esta regla lo podemos ejemplificar: el procurador de justicia del estado de México sería, en cualquier otro gobierno estatal, un simple agente del ministerio público, y el secretario de gobierno, malicioso pero no mal ocioso, apenas sería un diputado local con ínfulas de político.
“Por sus colaboradores los conoceréis”, podría decirse en el colmo evangélico. Un grupo de colaboradores mediocres puede ser un reflejo de la mediocridad del gobernante. En nombre de la lealtad, el poder nombra a los peores. Antes de Luis Echeverría, los presidentes mexicanos tenían, en general, el tino de designar a los peores en cargos donde hicieran el menor daño posible, y se la pensaban antes de nombrar a los titulares de aquellos cargos donde el trabajo no admitía ineficacias. La excepción podría ser Miguel Alemán, y sin embargo designó al poeta Torres Bodet como secretario de relaciones exteriores, al jurista Andrés Serra Rojas como secretario del trabajo y a otros de la talla de Alfonso Caso, Orive de Alba y Ruiz Cortines. Desde Echeverría, los buenos funcionarios han sido la excepción; hoy es difícil encontrar a alguien sobresaliente. Si la democracia abrió las puertas a la competencia, también las abrió a la incompetencia.
La extraña muerte de una niña Paulette ha evidenciado, además de la relación íntima entre crimen y política, la pobreza democrática y profesional de la clase gobernante mexicana. El nombramiento de los altos funcionarios en México es una de nuestras herencias monárquicas.

sábado, 1 de mayo de 2010

El engaño educativo

Muchos tuvimos la suerte de tener, durante la educación Primaria, a un poeta y a un novelista como secretarios de educación pública. Primero fue Jaime Torres Bodet y luego Agustín Yáñez. Eran otros tiempos. A principios de 1960 aún perduraba el espíritu educativo de Vasconcelos y el país estaba pasando rápidamente de lo rural a lo urbano; el crecimiento económico estaba a la mitad de lo que se llamó el milagro mexicano y los primeros movimientos campesinos y obreros opositores al régimen cerrado del PRI eran el preludio de la represión de los sesenta y los setenta. Pero esto no lo sabíamos los escolares, no sólo porque no teníamos acceso a los periódicos sino porque en la escuela estábamos demasiado ocupados en aprender la historia oficial y preparar los desfiles cívicos. La educación pública era, hoy lo sabemos, tan cerrada como el régimen, pero en cambio era precisa, continua y laica. A esto último contribuyeron los libros de texto gratuitos y los desayunos escolares. Estas virtudes nos formaron en un conocimiento tal vez demasiado básico y en una realidad que no correspondía con la que el país empezaba a vivir. Sin embargo, los profesores eran buenos profesores; y lo eran principalmente porque tenían reconocimiento: eran apreciados, respetados y ganaban un salario que les permitía vivir en el nivel medio, sin lujos ni carencias. Los maestros tenían tal reconocimiento que muchos padres de familia aún los consideraban como los segundos padres, para bien y para mal. Los defectos de la educación de entonces eran obvios: abuso de la memoria (sobre todo en historia y en gramática) y autoritarismo de la escuela y del profesor. En cambio, los profesores no faltaban nunca a clase, con lo que se hacía efectiva la máxima de que no hay peor maestro que el ausente. Había un sentido educativo de la vida pública; si bien es cierto que los libros de texto mostraban un puñado de verdades oficiales que partían la historia de México en dos (patriotas y traidores), hay que reconocer que en las demás materias (aritmética, geografía, música, deporte) el conocimiento y la práctica eran realmente formativas. Como quedó dicho, el profesor tenía reconocimiento social; no faltaban los maestros que eran temibles, no sólo por su actitud autoritaria sino porque algunos de ellos, con la complicidad de los padres, aún creían que la letra entraba con sangre. Y la educación autoritaria –decía Bertrand Russell– forma alumnos autoritarios.
Junto a los defectos innegables de la educación primaria de principios de la década de 1960 había algunas virtudes también innegables: la educación era laica y gratuita. Aunque de la enseñanza de la historia se excluían movimientos de tanta importancia histórica como la Guerra Cristera y el Sinarquismo, no se pregonaba ningún tipo de anticlericalismo y jamás se atacaba la fe religiosa. Por lo que se refiere a la gratuidad, no recuerdo que los profesores o la dirección del plantel profesaran la costumbre, aparecida más tarde, de solicitar cuotas ordinarias o extraordinarias ni para el mejoramiento de la escuela ni para el santo de la directora. Y algo más importante aún: los útiles escolares era los mínimos y no se exigían libros complementarios de tal editorial y tal autor. Todavía no se había formado el gran negocio que es hoy la industria de los útiles escolares, una carga económica que en nuestro tiempo desangra los bolsillos de los padres. Los libros de texto gratuitos debían entregarse al final del curso y en buen estado, para que fueran aprovechados por los alumnos siguientes. Con el sentido de la educación había un sentido del ahorro. Y lo decían los maestros: el país hace grandes esfuerzos por dar educación (todavía no se decía “de calidad”) y debemos cuidar los libros y los pupitres. La educación era gratuita pero se infundía la conciencia de que no lo era realmente; tenía un costo y alguien (muchos) la pagaba. A la escuela todavía le decíamos, con un orgullo que ha desaparecido, “mi escuela”. A pesar del milagro mexicano, del desarrollo estabilizador, de la infame corrupción del sexenio de Miguel Alemán y de la creciente inconformidad política y social por el autoritarismo de las presidencias imperiales del PRI, en la escuela primaria había la idea de que éramos un país pobre, por más que las lecciones de historia refirieran hazañas heroicas y las de geografía mantuvieran intacta la riqueza legendaria del país. El nacionalismo mexicano se fundó, al cabo, en la idea de que éramos un país agraviado: invasiones, grandes territorios perdidos, intervenciones extranjeras, enemigos jurados. No obstante lo cual en la Primaria aprendimos a leer, a escribir, a hacer cuentas, a cantar, a bailar, a jugar y a reír. Aprender a trabajar era otro objetivo permanente. Se rendía culto a los símbolos patrios y también al trabajo. Los trabajos manuales tenían un sentido pedagógico pero sobre todo tenían un sentido práctico, como que después de la Primaria la mayoría se incorporaba al trabajo, a un oficio, a una actividad comercial. El trabajo era bueno y el ocio era malo. Por lo menos no se rendía culto a cualquier ocio, y en cambio cualquier trabajo era honorable. Por lo demás, no sé si los alumnos de educación básica de hoy todavía siembren árboles y salgan a la calle a educar y educarse en la cortesía y el respeto viales. Supongo que no, pues ahora se corren riesgos mortales. Porque ¿quién educa a los dueños del transporte urbano?
No todo tiempo pasado fue mejor, pero el pasado no es peor sólo porque es pasado. Somos un país depredador. Esta es la lección que ejemplifican los gobernantes: grandes concentraciones, oropeles imperiales, loas interminables, libertades públicas acalladas por las buenas y por las malas, democracia costosa e improductiva. El populismo y la tecnocracia anunciaron que éramos un país inmensamente rico. Quizá fue entonces cuando el rumbo se perdió definitivamente. Hasta hoy, las lecciones escolares no son las de la política. Hace cincuenta años éramos un país pobre; cuando nos convencieron de que ya éramos ricos, entonces sobrevino una explosión de miseria, desigualdad e injusticia.