jueves, 2 de septiembre de 2010

Los nombres de la intolerancia

(Cuarta y última parte)
El artículo 130 constitucional de diciembre de 1991 fue, en su primer enunciado, un abuso de la memoria: “El principio histórico de la separación del Estado y las iglesias orienta las normas contenidas en esta ley”. El enunciado denota lo que Ricoeur llama memoria herida, enferma. El error también es conceptual: la separación del estado y las iglesias no es un principio histórico. El primer enunciado debió ser el del artículo 3 de la Ley Reglamentaria: “El estado mexicano es laico”. Incluso en 1991 el texto inicial aprobado era obsoleto; no se tenía enfrente ninguno de los agravios que motivaron las reformas liberales de 1830 y 1850; no teníamos en 1991 ninguna propuesta o intento de unir ambas esferas; ni siquiera las tuvimos en el siglo XIX, aun considerando la violencia causada por las discordias que heredamos del Patronato y los intentos regalistas de algunos liberales por ejercer el control disciplinario y de gobierno de la iglesia; es cierto que la Constitución de 1824 declaró como religión única a la católica romana, pero no puede hablarse, en sentido moderno, de una teocracia; tampoco tuvimos intentos cismáticos de fondo provenientes de la autoridad civil: los que hubo fueron circunstanciales y explicables en el contexto fragoroso de la disputa por el poder. Las relaciones estado-iglesia abrevaron en el artículo 130 de la Constitución de 1917: se declaró la inexistencia de las iglesias y se cancelaron derechos fundamentales.
Los revolucionarios de 1910 y los constituyentes de 1916-1917 integraron un conglomerado de agravios reales e imaginarios de cuatrocientos años, pero en lo inmediato estaba la restauración de privilegios eclesiásticos en el régimen de Porfirio Díaz, la oposición de la propia iglesia al movimiento revolucionario, el respaldo clerical a Victoriano Huerta y el juego retrógrado del Partido Católico Nacional.
Con la inclusión de “laica” a nuestra forma de gobierno, el enunciado del artículo 130 resulta más obsoleto aún. Las prohibiciones de la disposición “E” han dado lugar a conflictos recurrentes, sobre todo porque, del lado clerical, algunos ministros del culto sí realizan impunemente proselitismo a favor y en contra de candidatos y partidos. La segunda prohibición también es fuente de conflictos: “Tampoco podrán en reunión pública, en actos de culto o de propaganda religiosa, ni en publicaciones de carácter religioso, oponerse a las leyes del país o a sus instituciones. . .” Las interpretaciones han sido extremas, de uno y otro lado. La prohibición atenta contra la libertad de expresión; la limita, pero el límite carga también con el peso de la historia. Como sea, la norma no se cumple: es exagerada.
Fuera de las prohibiciones en materia electoral, las otras deben revisarse y modernizarse, pues “oponerse a las leyes del país o a sus instituciones” es una norma de una ambigüedad tal que, repetida literalmente en la Ley reglamentaria, ha dado lugar a choques cotidianos. En cada caso los jueces penales y civiles debieran tener la competencia. Decidió bien el jefe de gobierno Marcelo Ebrard al acudir a un juez común a demandar por daño moral a Sandoval Íñiguez y al vocero episcopal, en lugar de llamar a una marcha, un plantón o recurrir a la secretaría de gobernación. Todo iba muy bien, hasta que una vulgar metáfora machista lo pintó tal cual es.
En 1991 y 1992 se discutió la naturaleza del laicismo mexicano. El primer enunciado del nuevo artículo 130 resolvió la cuestión con una razón histórica y no con una democrática. Hace veinte años el pasado estaba demasiado presente. La mutua desconfianza era evidente. Intelectuales y académicos recibieron con gesto agrio la reforma al artículo 130 y la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público. En los sectores eclesiásticos se vio el nuevo marco jurídico como el inicio de una etapa de reivindicaciones: la altanería se manifestó al instante; el laicismo fue juzgado con severidad; sacerdotes e intelectuales católicos hicieron un mazacote de demonios: laicismo, relativismo, racionalismo, individualismo, nihilismo, ateísmo, egoísmo y un largo caudal de ismos y tomismos. Para ellos la revancha histórica había llegado. Durante esta primera década del siglo XXI, la iglesia se instaló en el discurso de mediados del XIX; el eco del grito “Religión y fueros” ha repicado en la vida pública. El objetivo clerical es combatir el laicismo, su enemigo histórico, a pesar de que la Independencia de México los liberó de las reformas borbónicas y de que las Leyes de Reforma consolidaron, involuntariamente, la unidad de la iglesia católica romana, contrariamente a lo que ocurrió en la Rusia zarista mil quinientos años atrás y en otras iglesias que resultaron del Cisma de Oriente y que, escindidas de Roma, en su mayoría quedaron sujetas a la opresión de los gobiernos imperiales. Si se escribiera la historia virtual mexicana (lo que pudo haber ocurrido), el Vaticano tendría el deber moral de reconocer que Benito Juárez, sin proponérselo, contribuyó a la unidad del catolicismo romano.
La iglesia católica no quedó conforme con las nuevas normas constitucionales y legales aprobadas en 1991 y 1992, pero el ambiente de buenas relaciones que se había construido entre el presidente Salinas y el papa Juan Pablo II no estaba para atizar una lumbre que en apariencia se extinguía; sin embargo, la cuestión religiosa ha sido hasta nuestros días como el amor: quema cuando es brasa y tizna cuando es carbón.
Lo que no sabíamos en 1991 era que estaba muy cerca la reforma a la legislación electoral, la creación del IFE, el levantamiento armado en Chiapas y los crímenes políticos de 1994. La democracia azotaba con fuerza la puerta de la política mexicana y la crisis económica detonada en diciembre de 1994 hizo el resto. Todos nos topamos con la democracia. La iglesia católica y sus jerarcas se toparon con ella con más fuerza; fue un encontronazo inesperado: no estaban preparados ni moral ni políticamente. La reforma al 130 de la Constitución y el reconocimiento jurídico a las iglesias, la creación del registro y el reconocimiento de derechos y obligaciones de los ministros del culto fue razonablemente bien recibido en el país, no sin que el más rancio jacobinismo mexicano lanzara gritos de alerta. Lo cierto es que la iglesia católica ha tenido más problemas en esta primera década del siglo XXI que durante todo el siglo XX, desde 1929. Tal vez esperaban demasiado. No contaban con la democracia ni sabían de la gradual formación de una sociedad plural, invisible pero real.
Con prohibición y sin ella, el clero católico ha utilizado el púlpito y los medios de comunicación para respaldar o atacar a partidos y candidatos. Se ha exagerado el papel de la iglesia católica en la la derrota del PRI en las elecciones presidenciales del año 2000, pero no exageran quienes han visto que desde la llegada del PAN al poder federal los conflictos no han dejado de producir desencuentros entre la jerarquía católica y las instituciones públicas. Con la democracia se topó la iglesia católica. Los fueros y privilegios que en los hechos gozaron desde los arreglos de 1929 se resquebrajaban por su propio peso antidemocrático. Los escándalos internos no pudieron ser contenidos en de los muros de sus fueros fácticos; la pederastia sólo pudo ser escondida un tiempo. No hace mucho algunos jerarcas alegaban que la ropa sucia de la iglesia se lavaba en casa. Lo que no pudieron cubrir fueron sus exabruptos verbales; la opinión pública se enteró de la pobreza cultural de los sacerdotes. La libertad de expresión que ejercen corre casi siempre en su contra. Yo sería el último en pedir que se callara a los obispos o que Gobernación los sancione por criticar a las instituciones públicas. Es mejor que se delaten.
El clero se ha defendido con la fórmula usada durante casi doscientos años: alertan que se quiere destruir a la iglesia; se alega persecución, conspiraciones mundiales. Pero la sociedad mexicana es otra.
También el virus del narcotráfico llegó a sus sacristías. En 2005 el obispo de Aguascalientes aceptó que a la iglesia llegaba dinero del narcotráfico, pero justificó su ingreso aduciendo que ese dinero, al entrar al templo, se purificaba. De dar risa. Los escándalos de pederastia terminaron por derrumbar los muros mohosos de su podredumbre interna.
La iglesia católica se topó con la democracia; las majaderías expresadas por el cardenal tapatío y el vocero de la Arquidiócesis son ejemplos de insensatez e ignorancia juntas. Pero la intolerancia no es sólo clerical. Sobreviven, en distintas formas y manifestaciones, intolerancias de raíz ideológica, racial, sexual, moral, cultural, de posición social. Las abstracciones nos dividen, tanto si provienen del dogma religioso como del dogma ideológico. Los fanáticos de la religión y de la política son enemigos de la sociedad abierta.
Los clérigos ya no representan la fe de nuestros mayores, que era mucho más que dogmas, ritos y rezos; era una fe que poseía un vasto lenguaje, valores prácticos, modos de conversar y compartir los misterios de la existencia, sentido común, formas de trabajar, producir y consumir, confianza y esfuerzo entrelazados, sencillez y profundidad unidas. El amor al prójimo fue suplantado por el amor a la humanidad y la caridad concreta por la filantropía abstracta y mediática. La fe de nuestros padres era un modo de reír, cantar y bailar; era amor al trabajo, conciencia del pan de cada día, gratitud a flor de piel, asombro constante: el ciruelo en flor, el terco sol de cada hora, el silencio apacible de la madrugada, el milagro del comedor de la casa. Si en un sector es visible la erosión de la cultura católica es en el clero. El lugar de la fe no lo ocupa la razón, sino la falta de fe, la de millones de incautos enajenados por las chácharas que vende la actual epidemia de sanadores. La debacle de la cultura católica ha reducido la fe a la compra de magia ridícula. Los sacerdotes también son víctimas de la catástrofe educativa y cultural de la época.

Post scriptum: esta columna no se publicará en las siguientes cuatro semanas. Si el azar nos da licencia, nos reencontramos en octubre.