martes, 25 de octubre de 2011

Donde todo se sabe

Hay gente por todas partes, sólo que no parecen personas
Andréi Platónov


Un poco antes de llegar al poblado Tepehuanes nos topamos con el quinto retén militar desde que salimos de la ciudad de Durango. Nuestro destino es Guadalupe y Calvo, en el sur de Chihuahua. La revisión es casi obscena. Estamos en la Zona Cero, el territorio más macabro del mundo.
Adam endurece el rostro y desciende de la camioneta con la cara que pondría un polaco frente a un ruso.
Adam es argentino de ascendencia polaca y odia a los rusos, quizás una rebaba de una herencia centenaria de guerras, traiciones, desencuentros, malas lenguas, nacionalismos radicales y olores desencontrados.
Los soldados nos desvían. El rodeo nos toma cerca de tres horas de serpear por caminos pedregosos y angostos, entre precipicios de inextricable belleza pero hambrientos de desvaríos suicidas. Nos queda el silencio. Mi padre me enseñó, sin decirlo, que el silencio protege las palabras del estruendo y de la ociosidad. Para que no se pudran.
Una belleza azul ceniza se abre ante nuestra vista.
Después de la revisión militar, Miguel, el chofer de la pick up, nos dice: “No son soldados. . .son policías federales disfrazados de militares. . . Es gente del Chapo. . . Están limpiando la zona. . . El próximo sábado tienen boda. . . El Chapo se casa en Canelas, no muy lejos de aquí”.
“¿Es gente del Chapo o son policías federales?”, pregunto.
“La misma cosa. Pero no son soldados. El mismo jefe de la zona militar lo sabe. Todos lo saben”. Miguel tuerce el volante y se adentra por un camino terroso y curvado. El polvo olea listones lanceolados.
En la cabina de la camioneta Adam y yo rebotamos como pelotas. Adam aspira una fumada profunda, como queriendo alargar la luz temprana. Miguel trabaja en una institución educativa particular a la que acompañé a Adam a la presentación de un libro de un escritor duranguense. Vino hasta acá desde Buenos Aires porque es amigo del autor. Y yo voy en calidad de amigo del amigo del escritor.
Bamboleamos en las alturas del espanto. La soledad a la intemperie es temible: burbujea murmullos, pestañea sombras. No sabemos dónde estamos. Sin embargo, cientos de miradas esquirladas nos ven y nos siguen.
En realidad estamos perdidos; creo que el lugar no existe; estamos en una nada geográfica donde no se escucha sino la ingravidez de la muerte. El alma en vilo es el no tiempo y el no lugar. Tengo la sensación de que unos metros adelante la tierra abrirá un hoyanco para engullirnos.
No está claro a qué vamos a Guadalupe y Calvo. En realidad mi intención es la barranca La Sinforosa, de 1,830 metros de profundidad. Es una de las barrancas más impresionantes que he visto. La noche anterior se me ocurrió y la ocurrencia se transformó en un banderazo de salida, con chofer incluido. Adam quería conocer los lugares cinematográficos de Durango, pero al escuchar mi propuesta la aceptó sin más, como si la esperara.
El viaje a Chihuahua le resultaba atractivo. Su imaginación vivía preñada de Artaud. No le importó que le dijera que la Tarahumara no se parece al libro de Artaud ni el libro de Artaud a la Tarahumara. Sólo hizo un gesto de color agrio cuando comenté que Artaud visitó la Tarahumara como turista.
Adam es antropólogo y venera a Foucault. No soporta –más bien odia– a Todorov: “Ya no es antropólogo. Es un converso del moralismo”, sentencia como si dictara la pena de muerte a un traidor a la patria.
En un paraje boscoso de Guanaceví nos detenemos a comer. El Cerro de la Iguana es majestuoso. Así lo bautizaron los conquistadores españoles cuando lo avistaron. Miguel voltea a su derecha y fija su mirada en un punto donde se juntan todas las montañas. “Allí está la montaña donde todo se sabe”, habla con una voz punteada por el viento.
El “allí” de Miguel se ve cerca, pero llegar a ese “allí” nos llevaría unas siete horas caminando, entre arbustos esponjados y robles bañados en cafeína. Además, no se puede ir hasta “allí”, pues Miguel nos explica que el lugar está custodiado por agentes de inteligencia de Estados Unidos. “En esa montaña se guardan todos los secretos de la historia de la humanidad”, señala Miguel con el brazo extendido.
El viento gime a tartamudeos; a ratos ruge y brama y en otros murmura y calla. A veces llora. Llora como el plañido intermitente de altos y bajos de una mujer que camina junto al cadáver de su pequeño angelito. La cajita blanca la carga el padre y detrás un pequeño cortejo lo sigue con las quijadas clavadas en el pecho. Los hombres llevan el sombrero apretujado entre las manos y las mujeres se arrebujan en sus raídos rebozos.
Nos ponemos de pie y contemplamos la montaña donde todo se sabe. Adam trae adherido al sobaco Ferdydurke, de Witold Gombrowicz.
“Ya lo leí. . . no me gustó”, digo con arrogancia.
Adam intenta ver lo que hay detrás de la neblina gris de entre las montañas. Luego suelta: “eres mexicano, por eso no te gustó. A los argentinos tampoco les gustó. No le hizo quisquillas a Borges”.
El padre de Adam fue un periodista de La Nación y amigo cercano de Gombrowicz. Adam era un jovencito cuando conoció al escritor polaco. Recuerda las reuniones en un café de la calle Corrientes. Me cuenta que Witold era un manojo de sombras: ácido, sombrío, incisivo.
“¿Qué hay en la montaña donde todo se sabe?”, le pregunto a Miguel.
“Son unos gringos”, dice. “Dentro de la montaña esconden todos los secretos de la humanidad. Es el archivo más grande del mundo. Ahí lo saben todo: de los vivos y de los muertos. Se entra por un túnel y dentro se almacenan los datos de todas las personas que han existido desde que el hombre es hombre. Lo que quieras saber, ahí está. Nadie se escapa: ni yo ni ustedes, ni la pachorra de mi mujer, ni las briznas de la hojarasca”.
Llegamos a Guadalupe y Calvo cuando grisea. Mi amigo Ramón Mendívil nos espera a cenar. En su casa su mujer y sus chiquillos van y vienen con comida y cervezas. Las tortillas de harina hechas a mano, el guisado de carne deshebrada y el asadero cubren la mesa hasta que no queda espacio disponible. Ramón golpea la mesa con un Cazadores reposado y hablamos de política. Ramón no comprende cómo nos atrevimos a cruzar la Zona Cero. “¿Por qué se quieren morir?”, pregunta.
Miguel regresa muy de mañana a Durango porque su hijita cumple cuatro años. Nos abrazamos y nos deseamos buen viaje. Es un buen muchacho este Miguel: durante un día suspendió el hilo de su existencia.
Por nuestro lado, partimos a Parral a donde llegamos a pasar la noche. Temprano tomamos camino a la Alta Tarahumara. El viaje dura doce horas: Balleza, Guachochi, ¡la Sinforosa!, Creel, El Cuiteco, Bahuichivo. . .
Llegamos al Cerro del Gallego con la espalda descuadrada y nos instalamos en una cabaña perdida en un pliegue faldero de la montaña. Nos recibe Victorio, un jovencito que presume ser uno de los cien apaches (“puros”, destaca) que quedan en el mundo. “Los apaches vivimos, dice, dispersos entre Sonora, Chihuahua y Arizona”.
Salimos a saborear la noche. En el silencio se oye el timbre y el olor de los pensamientos. Adam saca de su beliz un libro de Virgilio Piñera, de quien fue amigo. Adam quería estudiar Letras pero Piñera lo desalentó. Estudió etnología en París y cada año visitaba a Virgilio en la Habana. Lee uno de sus cuentos, recostado entre la yerba recién bañada.
El apache Victorio llena los vasos de una bebida preparada especialmente para la ocasión. Es el famoso tizgwin. Frente a nosotros se alza un plumbago de hojas verde pálido, espatuladas y puntiagudas, que trepan sobre el tronco de un enorme cedro cuyas ramas lloronas nos invitan a participar en la ceremonia del llanto. Victorio nos presenta, con la solemnidad que el caso requiere, una guitarra herida de tiempo y dolor.
Adam sumerge sus palabras en tizgwin y salen tambaleando, luminosas y grávidas. Canta –cantamos– el tango más aterrador que se haya escrito:


Vení, acércate, no tenga miedo,
que tengo el puño, ya ves, anclao.
Yo sólo quiero contarle un cuento
de unos amores que he balconeao. . .
Dicen que dicen, que era una mina
todo ternura como eras vos. . .


Pero una noche
que pa’un laburo
el taura manso
se había ausentao,
prendida de otros
amores perros
la mina aquella
se le había alzao. . .


Dicen que dicen, que desde entonces
ardiendo de odio su corazón,
el taura manso buscó a la paica
por cielo y tierra como hice yo.
Y cuando quiso, justo el destino,
que la encontrara, como ahora a vos,
trenzó sus manos en el cogote
de aquella perra. . . como hago yo.


Victorio gime de susto. Seguimos con Rencor, mi viejo rencor . . .
Victorio nació en una ranchería de Casas Grandes. A los ocho años huyó de la miseria y vagabundeó por El Carmen, Madera, Guerrero. . . Llegó a Creel: un sacerdote lo inscribió en la escuela primaria. Ya casi termina la Prepa. Es tarde, la noche sombrea el final. El aroma del sueño es violáceo.


Post Scriptum
1. El viaje por el Triángulo Dorado lo hicimos a finales de junio de 2007.
2. Miguel no llegó al cumpleaños de su niña: durante su regreso desapareció en algún lugar de la Zona Cero.
3. El 17 de febrero de 2010 un comando criminal asesinó a Ramón Mendívil, alcalde de Guadalupe y Calvo.
4. Adam falleció el 30 de junio de 2008, justo un año después del viaje. Yo le había enviado un librito de poemas de Cyprian Kamil Norwid. Un mes después de su fallecimiento, llegó a mi casa, con una nota fechada un día antes de su muerte, un ejemplar de la primera edición de Ferdydurke.
5. El apache Victorio estudia en el Tecnológico de Cuauhtémoc y dedica los fines de semana a compilar el dialecto de sus antepasados.
6. Hace unos días recordé el viaje de 2007 leyendo Enciclopedia de los muertos del escritor serbio Danilo Kiš. Se publicó en 1981. Es una pesadilla. El personaje sueña que existe una enciclopedia en la que está escrita la historia absoluta de todos los seres humanos que han habitado nuestro planeta. Un año después de la publicación del relato de Kiš, la persona de la pesadilla leyó que en una montaña de granito de las Rocosas, en Salt Lake City, Utah, se encuentra uno de los archivos más asombrosos del mundo. En él se almacenan dieciocho mil millones de personas, vivas y muertas, cuidadosamente registrados sobre un millón doscientos cincuenta mil microfilmes reunidos por la Sociedad Genealógica de la Iglesia de los Santos del Día del Juicio. Esa montaña monstruosa fue descrita en un reportaje de The New Yorker en 1982.
Desde entonces han transcurrido casi treinta años. Supongo que la tecnología informática de tres décadas ya lo ve y lo sabe todo, incluidos los gestos del primer trago de tizgwin, la hoja que se ruboriza cuando el otoño le anuncia el final, la fiebre del heno que postra a los braceros, el secreto de la invisibilidad de los moyotes, los ojos entornados de Ulia, la piel sonriente de Mirjana, el silencio misterioso de los poetas.
6. En la Zona Cero hay algo peor: olor amortajado, fantasmas que asesinan, resuello reprimido por el fulgor de la nada. Donde todo se sabe, la muerte impregna su sombra en los campos y en las personas.


Despedida
Con este articulito concluye un ciclo de casi veintisiete años de colaborar en el periódico queretano Noticias. Va mi gratitud a los directivos, a mis compañeros y a los cinco lectores que me han acompañado en la travesía.



miércoles, 19 de octubre de 2011

¿Puede México salvar a este poeta?

¿En un artículo reciente, generoso y justo a la vez, Enrique Krauze vuelve al tema del poeta Javier Sicilia y su perseverancia a favor de una serie de cambios jurídicos y políticos que contengan el desenfreno de la violencia criminal que se ensaña sobre miles de mexicanos. El artículo lo leí en The New York Times. Es una pregunta: ¿Puede este poeta salvar a México? Krauze tiene el hábito intelectual de la claridad, admirable en un pensador que no se conforma con lo que dicen los hechos (a veces dicen casi nada), sino que, tomados como puntos de partida, busca la verdad y expresa con honradez el resultado de esa búsqueda. Algunos puntos sobre las íes son:
1. La caravana encabezada por el poeta Javier Sicilia es una protesta por la andanada de violencia relacionada con las drogas que le ha costado a México 40 mil muertos y al menos 9 mil desaparecidos;
2. El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad es, en el despertar ciudadano, el que ha captado la mayor atención. En sólo cinco meses ha organizado marchas pacíficas a lo largo y ancho de México, agrupando a decenas de miles de personas que de otra forma nunca se habrían atrevido a alzar la voz;
3. El poeta Javier Sicilia ofrece más que solidaridad emocional. El Movimiento tiene ideas concretas sobre cómo ha de transformarse el gobierno, que hasta el momento se ha mostrado incapaz de contener los horrores de estos cinco años de violencia. Se reunió con el presidente Felipe Calderón y con altos funcionarios del Senado y de la Cámara de Diputados. Las reuniones tienen un valor simbólico indiscutible, pero también un significado histórico: la sociedad se agrupa en un movimiento activo contra la violencia;
4. No habíamos visto en México, desde 1968, una movilidad ciudadana tan significativa como simbólica, en la que el gobierno no es organizador, instigador o beneficiario. Ha regresado la verdadera protesta. La gente no le tiene miedo al gobierno a la hora de exigirle al poder que rinda cuentas. La frágil democracia mexicana está logrando progresos;
5. Una atmósfera casi religiosa rodea el Movimiento, y el mensaje de Sicilia tiene fundamentos religiosos directos. Krauze advierte el influjo del Segundo Concilio Vaticano y de su maestro Iván Illich, y lo ve cercano a Tolstoi y a Gandhi;
6. El Movimiento tiene propuestas concretas. Llama a la creación de una comisión de la verdad y la reconciliación y un registro nacional de desaparecidos, pero pone énfasis en la legalización (quieren decir “despenalización”) de las drogas y la reconstrucción del tejido social en los lugares afectados por la “guerra contra el narco”;
7. La presión cívica es un signo de madurez prometedor para nuestra joven democracia y es absolutamente necesaria si queremos dejar atrás nuestros abrumadores niveles de violencia. Primero Colombia y luego España lograron contener la violencia (criminal y terrorista) con un vasto consenso nacional: las multitudes españolas marcharon en las calles para manifestar su rechazo al terrorismo;
8. El punto crítico, el que Sicilia no debe perder de vista, es que su movimiento no puede estar totalmente contra el Estado. Ha de conformar sus ideas y actitudes políticas a las necesidades elementales de éste, ayudarlo a recobrar el monopolio de la fuerza necesaria. Las pandillas criminales que azotan a los estados del norte de México no se conmoverán sólo con el mensaje de Sicilia;
9. El poeta ha desdibujado su pacifismo gandhiano a partir del conocimiento de la crueldad de los criminales, y
10. Sicilia ha adherido a su propuesta fundamental del perdón la de acciones concretas para combatir los males de la violencia criminal.
Creo, por mi parte, que la estrategia del presidente Felipe Calderón nació ciega. Se llevó a cabo sin que el presidente imaginara siquiera las proporciones de la corrupción policial, política y empresarial relacionada con el narcotráfico. Aún hoy, las dimensiones de esa corrupción son ignoradas por los que deciden.
El Movimiento de Sicilia ha venido adquiriendo rasgos más civiles y ha desvanecido con ello la religiosidad de los primeros días. Es una buena señal. El tránsito debe ser más decidido para que los fines no se pierdan de vista. Uno de tales fines es, a mi juicio, restaurar la noción de justicia.
Es mala señal acercarse demasiado a Tolstoi y a Gandhi. Las épocas son completamente diferentes y las doctrinas de ambos tienen una base pantanosa que puede atascar las reformas democráticas.
Cuando le preguntaron al escritor Primo Levi si ya había perdonado a los culpables de Auschwitz, respondió que el problema no era de perdón sino de justicia. En nuestro caso, se comete un grave error al creer que la justicia es solamente de tipo penal. Es urgente una reforma civil a fondo que reduzca las injusticias civiles, mercantiles, bancarias y familiares.
Las ineptitudes gubernamentales son evidentes, pero señalar al Estado como el culpable de la barbarie criminal sólo muestra la irracionalidad política a la que hemos llegado. El efecto de esta irracionalidad puede ser devastador: la antipolítica.
Formulo una pregunta complementaria a la de Krauze: ¿Puede México salvar a este poeta? Es decir, ¿puede la sociedad mexicana salvar su cultura y cuidar lo mejor que tenemos en ciencia, arte, literatura y racionalidad?

martes, 11 de octubre de 2011

El libro de José Emilio

Dos veces: una vez de más.
Ambrose Bierce. Diccionario del Diablo

“Por todas estas tierras anduvo mi abuelo con el señor Ambrosio”, lanza al aire Ladislao, un amigo de sesenta y cuatro de edad, huesudo y fibroso, que me lleva a la tumba de Ambrose Bierce, en Sierra Mojada, Coahuila.
Ladislao responde con evasivas y no de inmediato. No mancha el silencio con cualquier palabra. Piensa o parece que piensa; mira por la ventana lateral de la camioneta el verdor de octubre que empieza a amarillear; su rostro ausente refleja un nadeo imposible de descifrar, como si la nada le subiera del corazón al cerebro como asciende la sangre que aviva el recuerdo.
Luego, de repente, habla de su abuelo. Fue un dorado de Villa que participó en la Toma de Ojinaga en enero de 1914 y luego, por razones que no sabe Ladislao, se fue por su lado a combatir a los últimos soldados huertistas que, desbalagados, rondaban por esos pueblos de Dios del sur de Chihuahua.
Antes de tomar camino a Sierra Mojada comemos en una casucha de adobe a la vera de un inmenso bosque de nogales. Ladislao es el responsable de la nogalera; es campesino que cultiva y vigía del infinito.
De eso vive, pero no parece que quiera seguir viviendo cuidando los miles de nogales donde se protege de los malandros que le exigen el pago de la cuota de ley. Por eso Ladislao anda siempre armado. Sabe que es inútil, pero no está dispuesto a pagar a los extorsionadores ni un peso de los cincuenta mil mensuales que le exigen a cambio de no destrozar los nogales. “Que lo vean con el patrón”, dice. Luego murmura: “Ni así. Que sean las balas las que decidan la suerte de cada quien”.
Es un solitario. Su única hermana vive en un pueblecito de Arizona, a casi nada de Tucson. Su padre murió a mitad del Bravo hace ya cincuenta años. Se ahogó. “Un calambre”, remilga Ladislao. Se llamaba Remigio. Antes de coger su gabán y cruzar el río, Remigio trabajaba de mesero en el Hotel Victoria de la ciudad de Chihuahua. Ladislao me muestra, muy de pasada, una foto de su padre en el hotel. “El que está junto a él era un escritor famoso”, presume, y casi al instante aparta la foto y la vuelve a meter en una carpeta de cuero vieja y desteñida donde palidecen sus recuerdos. Ladislao no sabe quién es el escritor famoso que abraza a su padre en el Hotel Victoria. Yo lo reconozco a la primera: ¡Steinbeck! Sus ojos vidriosos delatan su estado espiritual.
A Ladislao lo atiende una señora que vive en una casucha donde vende jugos, guisos, quesadillas y un caldillo arriero como no he probado otro. Se niega a decir su nombre. Responde “¿Y eso a qué viene? ¿Qué importancia tiene llamarse como sea en esta soledad a donde muy de vez en cuando vienen algunos campesinos a almorzar y a ver mis libritos viejos?”
Ladislao suelta al aire su nombre: María Casavantes. Es, dice, una mujer que ha leído todos los libros y escuchado todas las voces. Un buen día llegó e instaló su negocito en la casucha abandonada. No se sabe de dónde vino.
Después de comer Ladislao vuelve a abrir su carpeta vieja de cuero y me muestra otra foto, arrugada pero clara. “Mire, es mi abuelo con el señor Ambrosio”. Mis manos nerviosas toman la foto. Me fijo: Ambrose Bierce tiene las manos adheridas a sus flacuchas piernas. En el cinto lleva una pistola que le desnivela la cintura. Desde luego, no se parece nadita a Gregory Peck. No importa. De cualquier modo la novela Gringo viejo es apenas regular y la película desmerece, si exceptuamos a Jane Fonda.
Ladislao guarda en su carpeta de cuero papeles y fotografías. Conserva los últimos apuntes que Ambrose Bierce escribió un poco antes de su muerte. La foto del escritor con el dorado de Villa es, afirma, la última que le tomaron: unos minutos más tarde lo mataron. No sin rubor, le pido que me deje ver los papeles. Ladislao calla. Una hora después, caminando entre cientos de nogales a punto de la cosecha, Ladislao dice, contemplando los rayos luminosos que emergen del suelo y se cuelan en la arboleda hasta llegar al sol, que un día de estos me llegarán a mi domicilio los escritos y las fotografías.
“Pero no le he dicho mi domicilio”, respondo.
“Un día de estos le llegan”, dice mientras escarda en derredor de un arbolillo triste y derrengado. “Le falta oxígeno”, susurra para sí mismo. El nogal tiene su chiste; es decir, su ciencia, su arte, su tierra, su hondura, su distancia, su riego, su oxigenación. Es un árbol civilizado: puede vivir muy a gusto junto a sus semejantes pero exige una geografía que marque la distancia de cada quien, sin gregarismos que los confundan o los anulen.
“¿No murió el señor Ambrosio en el sitio de Ojinaga?”, pregunto.
“El señor Ambrosio, dice Ladislao, se juntó con el grupo de mi abuelo y se fueron a perseguir a los huertistas que se escondían en haciendas y casas de toda esta región de Chihuahua. Allá por 1945, mi padre, que era un visionudo, contaba que lo veía sentado en una piedra a la orilla del Conchos. A lo mejor todavía anda por ahí buscando a ver quién lo mata. Pero mi padre tenía visiones de muertos y aparecidos y todos lo tomaban por loco. A lo mejor por eso se fue a Chihuahua. Ya le digo, fue mesero en el Hotel Victoria. Mi padre tenía el defecto de la lectura. Su problema era que no podía olvidar lo que leía. Y cuando uno no olvida lo que lee, se enferma de tristeza y la tristeza hace que las piernas se acalambren. Por eso se ahogó cruzando la frontera”
Regresamos de Sierra Mojada al mediodía. Ladislao le dijo a María Casavantes que una gallina estaba cantando. “Si la gallina canta, al caldo”, le recordó, y señaló a la primera que pasó entre sus botas picudas.
María Casavantes, antes que los malos espíritus emponzoñaran los perones que brotaban del muro de adobe, la agarró de un manotazo y le retorció el pescuezo. Ese era el truco de Ladislao cuando quería caldo de gallina: inventaba que la había oído cantar: “Si una gallina canta, al caldo”.
Después de la suculencia, Ladislao montó en su yegua de ojos tristísimos y a ambos se los tragó la nogalera.
A un lado del mostrador María Casavantes tiene apilados un montón de libros a los que llamaba “La Librería”. Me cuenta con tristeza: “La última vez que vendí unos fue hace como dos meses, a dos campesinos que se detuvieron a tomarse un jugo”. Y me contó el suceso:
“Se veía a las claras que eran esposos. Esto se adivina de inmediato porque su medio de comunicación es el silencio. Él vio de reojo los libros, no a mí, ni a la tiendita; vio los libros, con la misma mirada con que un hombre del campo ve un borrego, una cócona, un limón que despunta o un aguacate maduro, es decir, con mirada temblorosa de amor, silenciosa de incredulidad hacia lo mil veces visto, una mirada de deseo temeroso de expresarse por si acaso se esfumara. Dos y tres veces pasó acariciando los libros con el mismo ritual y fue a acomodarse al lado de su mujer que no preguntó nada”.
“¡Ay! Las mujeres del campo, ¿cuánto les habrá costado callar, intuir, esperar, entender el significado de un suspiro o un parpadeo?”
“El campesino no sabía qué libros eran o de qué hablaban. Podían ser de mecánica o de magia, pero algo le decía que aquellos libros eran historias profundas como su propia vida, por eso los deseaba, como quien quiere un espejo para verse a la luz del sol las arrugas, como quien quiere una fotografía para verse cómo fue de niño, y cómo sus padres, y cómo sus abuelos y todos los que él sólo conoció por pláticas”.
“¡Siéntate!, le dijo a la mujer, ¡Tómate un jugo! Se detuvo frente a los libros y comenzó a mirarles la portada”.
“La campesina saboreó el jugo y permaneció en silencio mientras su esposo no quitaba la mirada de los libros. Estaba como ido”.
“Le dije de qué trataba uno que otro libro, los que me sabía, los que pensaba que le gustarían. Viendo que me escuchaba interesado, le mostré y hablé en forma teatral sobre La Rebelión de los colgados, El Viejo y el mar, Ana Karénina. Cada uno lo iba tocando, sopesando, acercándolo más a su cansado torso hasta pegárselo al corazón. Cogió entre sus callosas manos cinco libros y con la voz quebrada por la vergüenza preguntó cuánto sería de esos, angustiado, pero con los libros apechugados”.
“Su señora por fin volteó a mirarlo con la pena de quien sabe que no tendrá para pagarlos. ¿Y luego el jugo y luego el camión de regreso al rancho?”
“Les dije: son quince pesos de todo. Ambos se miraron sorprendidos y antes de que reaccionaran, me adelanté: en estos tiempos los libros son muy baratos, mucho muy baratos, y las naranjas también”.
“Puse los libros en una bolsa y él la cargó con una mano y con la otra abrazó a su señora, diciéndole con una complicidad en ese momento descubierta: Me van a alcanzar para todo el año. . . el que viene Dios dirá”.
Paso a ver los libros y también compro cinco. Yo decido el precio. Uno de ellos es el tomo IV de una edición argentina de Poesía francesa moderna. En el borde superior derecho de la primera página está escrito: “JOSE EMILIO PACHECO. AGOSTO 1957”.
El sotol nos da permiso de mirar los rayos luminosos que brotan de la tierra y se cuelan entre el ramaje de los nogales hasta llegar al mismísimo sol.
Duermen las voces en la tarde que pardea. Ya no se distinguen las sombras de Ladislao que aprovecha la grisura del aire para marcharse para siempre.