martes, 11 de octubre de 2011

El libro de José Emilio

Dos veces: una vez de más.
Ambrose Bierce. Diccionario del Diablo

“Por todas estas tierras anduvo mi abuelo con el señor Ambrosio”, lanza al aire Ladislao, un amigo de sesenta y cuatro de edad, huesudo y fibroso, que me lleva a la tumba de Ambrose Bierce, en Sierra Mojada, Coahuila.
Ladislao responde con evasivas y no de inmediato. No mancha el silencio con cualquier palabra. Piensa o parece que piensa; mira por la ventana lateral de la camioneta el verdor de octubre que empieza a amarillear; su rostro ausente refleja un nadeo imposible de descifrar, como si la nada le subiera del corazón al cerebro como asciende la sangre que aviva el recuerdo.
Luego, de repente, habla de su abuelo. Fue un dorado de Villa que participó en la Toma de Ojinaga en enero de 1914 y luego, por razones que no sabe Ladislao, se fue por su lado a combatir a los últimos soldados huertistas que, desbalagados, rondaban por esos pueblos de Dios del sur de Chihuahua.
Antes de tomar camino a Sierra Mojada comemos en una casucha de adobe a la vera de un inmenso bosque de nogales. Ladislao es el responsable de la nogalera; es campesino que cultiva y vigía del infinito.
De eso vive, pero no parece que quiera seguir viviendo cuidando los miles de nogales donde se protege de los malandros que le exigen el pago de la cuota de ley. Por eso Ladislao anda siempre armado. Sabe que es inútil, pero no está dispuesto a pagar a los extorsionadores ni un peso de los cincuenta mil mensuales que le exigen a cambio de no destrozar los nogales. “Que lo vean con el patrón”, dice. Luego murmura: “Ni así. Que sean las balas las que decidan la suerte de cada quien”.
Es un solitario. Su única hermana vive en un pueblecito de Arizona, a casi nada de Tucson. Su padre murió a mitad del Bravo hace ya cincuenta años. Se ahogó. “Un calambre”, remilga Ladislao. Se llamaba Remigio. Antes de coger su gabán y cruzar el río, Remigio trabajaba de mesero en el Hotel Victoria de la ciudad de Chihuahua. Ladislao me muestra, muy de pasada, una foto de su padre en el hotel. “El que está junto a él era un escritor famoso”, presume, y casi al instante aparta la foto y la vuelve a meter en una carpeta de cuero vieja y desteñida donde palidecen sus recuerdos. Ladislao no sabe quién es el escritor famoso que abraza a su padre en el Hotel Victoria. Yo lo reconozco a la primera: ¡Steinbeck! Sus ojos vidriosos delatan su estado espiritual.
A Ladislao lo atiende una señora que vive en una casucha donde vende jugos, guisos, quesadillas y un caldillo arriero como no he probado otro. Se niega a decir su nombre. Responde “¿Y eso a qué viene? ¿Qué importancia tiene llamarse como sea en esta soledad a donde muy de vez en cuando vienen algunos campesinos a almorzar y a ver mis libritos viejos?”
Ladislao suelta al aire su nombre: María Casavantes. Es, dice, una mujer que ha leído todos los libros y escuchado todas las voces. Un buen día llegó e instaló su negocito en la casucha abandonada. No se sabe de dónde vino.
Después de comer Ladislao vuelve a abrir su carpeta vieja de cuero y me muestra otra foto, arrugada pero clara. “Mire, es mi abuelo con el señor Ambrosio”. Mis manos nerviosas toman la foto. Me fijo: Ambrose Bierce tiene las manos adheridas a sus flacuchas piernas. En el cinto lleva una pistola que le desnivela la cintura. Desde luego, no se parece nadita a Gregory Peck. No importa. De cualquier modo la novela Gringo viejo es apenas regular y la película desmerece, si exceptuamos a Jane Fonda.
Ladislao guarda en su carpeta de cuero papeles y fotografías. Conserva los últimos apuntes que Ambrose Bierce escribió un poco antes de su muerte. La foto del escritor con el dorado de Villa es, afirma, la última que le tomaron: unos minutos más tarde lo mataron. No sin rubor, le pido que me deje ver los papeles. Ladislao calla. Una hora después, caminando entre cientos de nogales a punto de la cosecha, Ladislao dice, contemplando los rayos luminosos que emergen del suelo y se cuelan en la arboleda hasta llegar al sol, que un día de estos me llegarán a mi domicilio los escritos y las fotografías.
“Pero no le he dicho mi domicilio”, respondo.
“Un día de estos le llegan”, dice mientras escarda en derredor de un arbolillo triste y derrengado. “Le falta oxígeno”, susurra para sí mismo. El nogal tiene su chiste; es decir, su ciencia, su arte, su tierra, su hondura, su distancia, su riego, su oxigenación. Es un árbol civilizado: puede vivir muy a gusto junto a sus semejantes pero exige una geografía que marque la distancia de cada quien, sin gregarismos que los confundan o los anulen.
“¿No murió el señor Ambrosio en el sitio de Ojinaga?”, pregunto.
“El señor Ambrosio, dice Ladislao, se juntó con el grupo de mi abuelo y se fueron a perseguir a los huertistas que se escondían en haciendas y casas de toda esta región de Chihuahua. Allá por 1945, mi padre, que era un visionudo, contaba que lo veía sentado en una piedra a la orilla del Conchos. A lo mejor todavía anda por ahí buscando a ver quién lo mata. Pero mi padre tenía visiones de muertos y aparecidos y todos lo tomaban por loco. A lo mejor por eso se fue a Chihuahua. Ya le digo, fue mesero en el Hotel Victoria. Mi padre tenía el defecto de la lectura. Su problema era que no podía olvidar lo que leía. Y cuando uno no olvida lo que lee, se enferma de tristeza y la tristeza hace que las piernas se acalambren. Por eso se ahogó cruzando la frontera”
Regresamos de Sierra Mojada al mediodía. Ladislao le dijo a María Casavantes que una gallina estaba cantando. “Si la gallina canta, al caldo”, le recordó, y señaló a la primera que pasó entre sus botas picudas.
María Casavantes, antes que los malos espíritus emponzoñaran los perones que brotaban del muro de adobe, la agarró de un manotazo y le retorció el pescuezo. Ese era el truco de Ladislao cuando quería caldo de gallina: inventaba que la había oído cantar: “Si una gallina canta, al caldo”.
Después de la suculencia, Ladislao montó en su yegua de ojos tristísimos y a ambos se los tragó la nogalera.
A un lado del mostrador María Casavantes tiene apilados un montón de libros a los que llamaba “La Librería”. Me cuenta con tristeza: “La última vez que vendí unos fue hace como dos meses, a dos campesinos que se detuvieron a tomarse un jugo”. Y me contó el suceso:
“Se veía a las claras que eran esposos. Esto se adivina de inmediato porque su medio de comunicación es el silencio. Él vio de reojo los libros, no a mí, ni a la tiendita; vio los libros, con la misma mirada con que un hombre del campo ve un borrego, una cócona, un limón que despunta o un aguacate maduro, es decir, con mirada temblorosa de amor, silenciosa de incredulidad hacia lo mil veces visto, una mirada de deseo temeroso de expresarse por si acaso se esfumara. Dos y tres veces pasó acariciando los libros con el mismo ritual y fue a acomodarse al lado de su mujer que no preguntó nada”.
“¡Ay! Las mujeres del campo, ¿cuánto les habrá costado callar, intuir, esperar, entender el significado de un suspiro o un parpadeo?”
“El campesino no sabía qué libros eran o de qué hablaban. Podían ser de mecánica o de magia, pero algo le decía que aquellos libros eran historias profundas como su propia vida, por eso los deseaba, como quien quiere un espejo para verse a la luz del sol las arrugas, como quien quiere una fotografía para verse cómo fue de niño, y cómo sus padres, y cómo sus abuelos y todos los que él sólo conoció por pláticas”.
“¡Siéntate!, le dijo a la mujer, ¡Tómate un jugo! Se detuvo frente a los libros y comenzó a mirarles la portada”.
“La campesina saboreó el jugo y permaneció en silencio mientras su esposo no quitaba la mirada de los libros. Estaba como ido”.
“Le dije de qué trataba uno que otro libro, los que me sabía, los que pensaba que le gustarían. Viendo que me escuchaba interesado, le mostré y hablé en forma teatral sobre La Rebelión de los colgados, El Viejo y el mar, Ana Karénina. Cada uno lo iba tocando, sopesando, acercándolo más a su cansado torso hasta pegárselo al corazón. Cogió entre sus callosas manos cinco libros y con la voz quebrada por la vergüenza preguntó cuánto sería de esos, angustiado, pero con los libros apechugados”.
“Su señora por fin volteó a mirarlo con la pena de quien sabe que no tendrá para pagarlos. ¿Y luego el jugo y luego el camión de regreso al rancho?”
“Les dije: son quince pesos de todo. Ambos se miraron sorprendidos y antes de que reaccionaran, me adelanté: en estos tiempos los libros son muy baratos, mucho muy baratos, y las naranjas también”.
“Puse los libros en una bolsa y él la cargó con una mano y con la otra abrazó a su señora, diciéndole con una complicidad en ese momento descubierta: Me van a alcanzar para todo el año. . . el que viene Dios dirá”.
Paso a ver los libros y también compro cinco. Yo decido el precio. Uno de ellos es el tomo IV de una edición argentina de Poesía francesa moderna. En el borde superior derecho de la primera página está escrito: “JOSE EMILIO PACHECO. AGOSTO 1957”.
El sotol nos da permiso de mirar los rayos luminosos que brotan de la tierra y se cuelan entre el ramaje de los nogales hasta llegar al mismísimo sol.
Duermen las voces en la tarde que pardea. Ya no se distinguen las sombras de Ladislao que aprovecha la grisura del aire para marcharse para siempre.

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