miércoles, 29 de junio de 2011

El poeta y el presidente

Las aguas tranquilas arruinan los puentes
Tibor Déry

El padre Brown, el sabio personaje de Chesterton, desenmascara a un ladrón disfrazado de cura porque lo oye disparatar contra la razón y de ese modo concluye que no ha estudiado teología. Se puede desenmascarar a un autoritario disfrazado de demócrata cuando grazna contra el diálogo. El poeta Javier Sicilia desoyó los disparates contrarios al diálogo y se reunió con el presidente Felipe Calderón. El resultado ha sido bueno en sí mismo, no importa lo que venga. Sicilia tiene esperanza y el presidente tiene responsabilidad. El diálogo es un fin en sí mismo; se puede llegar a uno o varios acuerdos, pero el acuerdo principal consiste en mantener el diálogo. Diálogo significa –escribe Claudio Magris en Las fronteras del diálogo– significa ponerse en tela de juicio; luchar por las ideas de uno, pero estando dispuestos, en principio, a dejarse convencer, si las tesis del adversario resultaran lógicamente más fundadas y humanamente más auténticas. Tiene razón el poeta en la mayor parte de sus opiniones y exigencias; representa la fuerza moral de Antígona que enfrenta la fuerza legal –pero fría– del presidente en la guerra contra el narcotráfico; tiene razón el presidente al discriminar la muerte y a los muertos: por más esfuerzos humanitarios (racionales y emocionales) que uno lleve a cabo, no es lo mismo la ejecución entre criminales que la vida de un inocente, incluidos naturalmente los policías y los soldados que no son culpables por el hecho de traer uniforme; tiene razón Sicilia en su llamamiento a evitar más odio: tal ha de ser el tono fuerte de su movimiento cívico; tiene razón el presidente al reiterar su deber de no quedar en la retaguardia de la feroz lucha de los criminales entre sí y contra la población; tiene razón Sicilia al pedir la continuidad del diálogo hasta lograr que Creonte deshiele sus postulados legales y políticos; la tiene el presidente cuando escucha las razones y los sentimientos morales del poeta. El diálogo es confrontación. Quienes predican la no confrontación abonan el suelo del enfrentamiento. El poeta concedió y el presidente escuchó. No hay aún acuerdos pero hay algo más importante aún: el presidente debe tirar a la basura su soliloquio mediático: escuchar y atender las voces dialogantes de la sociedad es el tránsito que más conviene al país y a él mismo.
Al movimiento del poeta se unieron buenas voluntades y perversiones de índole diversa, incluidas las lapas de quienes hacen uso político del resentimiento. En Ciudad Juárez hubo de todo y la nobleza civil de los objetivos del poeta fue desdibujada por exigencias y gritos que por sí mismos carecen de pertinencia y fuerza moral. Hubo, claro, representantes de quienes lucran con el activismo social; hubo infiltrados de la delincuencia; es probable que estuvieran algunos enviados de los grupos guerrilleros; los hubo del gobierno (de la policía y del ejército); hubo histerias disfrazadas de víctimas y víctimas anuladas por la altanería ruidosa de quienes lacran las buenas causas civiles con su hipocresía y sus intereses pecuniarios. Al final, el poeta ganó la partida: decidió dialogar y se sentó a decirle al presidente las verdades de Antígona, trágicas todas.
El poeta decidió emprender una marcha cenagosa y aparentemente estéril. Pero el resultado no depende tanto del ruido sino de comprometerse con el diálogo. El poeta defiende la vida humana, que tiene un valor tan importante como el de la libertad. Pero la sacralidad de la vida humana es un terreno movedizo y pantanoso que no siempre delimita su genuino significado. En la fangosa tierra de la sacralidad crece y se advoca un uso político, un chantaje, una perversión. Hablar de treinta o cuarenta mil muertos no significa gran cosa si no se formula seriamente el asunto de la responsabilidad y el riesgo. Tiene razón Christopher Domínguez Michael cuando escribe que el poeta debe colocar a los delincuentes en la primera fila de la responsabilidad. Agrega: “sea porque somos liberales o porque somos conservadores o porque tiende, simplemente, a igualar a todos los muertos. No, para mí (sigue Domínguez Michael) no es lo mismo un inocente que un sicario, sean cuales sean las razones que lo condujeron al crimen. Me resisto a que víctimas y verdugos compartan la misma sepultura en nombre de una abstracción llamada México”. Enrique Krauze coincide en este punto: “Del lado del movimiento hizo falta una condena dirigida explícitamente a los criminales”. Las psicologías y sociologías de baratillo suelen entonar esa estupidez de que los cuarenta mil muertos son “nuestros” muertos. Tampoco se tiene derecho a endilgarlos al presidente o al modelo neoliberal o a Estados Unidos. Como ha dicho el experto Edgardo Buscaglia: “Estados Unidos no tiene toda la culpa de la violencia en México”. El poeta hizo bien en tratar de mover la arboleda rocosa de la lucha contra el narcotráfico: corrupción, ineficiencia, violación de derechos humanos y etcétera. La Marcha por la Paz del poeta tuvo un defecto conceptual básico: no estamos en guerra. Ya hasta el presidente ha reconocido que se equivocó al sublimar su obligación de perseguir y detener a los delincuentes. Hablar de una marcha por la paz y de firmar un acuerdo por la paz es una grandilocuencia innecesaria, pero sobre todo implica un reconocimiento a la personalidad jurídica de los delincuentes. Si al presidente le sobra petulancia, al poeta le falta humildad. El fantasma del mesianismo se hizo carne en el Zócalo de la ciudad de México. José de la Colina escribe: “Al acercarme a la explanada del Palacio de Bellas Artes, en la que calculo que en ese momento habría unas quinientas personas, oí clamores y vi pancartas que proclamaban: ‘¡Los asesinos están en Los Pinos!”, y ‘Sacaremos a Calderón de Los Pinos’”. Sigue: “Y no oí ni una voz que disintiera de las barbaridades o proclamara algo de otro estilo”. De la Colina agrega: “Ahora por los noticiarios ‘en directo’ de la televisión pasan noticias visuales de la manifestación y no se ven ni se oyen las pancartas y las consignas gritadas, aulladas, ladradas en el inicio de ese acto por la paz y la unidad. Qué bien, quizá aquello cambió de sentido y todo y volvió a su anunciado propósito. Pero con aquel inicio había tenido yo más que bastante. No me gusta hacerles el caldo gordo a los profesionales del Resentimiento”.
José de la Colina apunta al final de su comentario lo más grave del movimiento encabezado por el poeta: “Ahora personajes y grupos muy visibles y ruidosamente protagónicos e ‘ideologizados’ se trepan al ‘movimiento’ iniciado por Javier Sicilia y lo van encajonando en una tendencia política de afines banderías: son tanto las huestes del SME como las de López Obrador y enmascarados del Ejército Zapatista, etc., mientras el mismo Sicilia, con quien no dejo de condolerme por su desgracia, toma cada vez más la gesticulación y la retórica mesiánicas (‘soy la voz de la tribu’, declara), desoyendo consensos del ‘movimiento social’ por él mismo iniciado, no sólo parece intentar convertirlo en un gran bandería más, sino que incurre en un modo de chantaje político con la exigencia de que, a cambio del diálogo con el gobierno, sea destituido el secretario de Seguridad Pública federal, quien casualmente es precisamente el que ha hecho lo mejor posible en el combate al crimen organizado”.
Acierta de la Colina en lo del chantaje político pero se apresura al calificar tan benignamente al funcionario.
La errabunda marcha del poeta se tornó en acierto al aceptar el diálogo. Un diálogo forzado por el chantaje no es diálogo, es chantaje. Pudo más la sensibilidad y el buen juicio del poeta que los graznidos de quienes abultan el rencor y la irracionalidad. Escribe Magris: “La historia del extremista revolucionario es una historia trágicamente estúpida que ha ocurrido muchas veces”. El poeta salvó el peligro, fue a dialogar y mantiene la esperanza de cambios urgentes. “No alimentar el odio”, dijo; después del diálogo, esas palabras son suyas, le pertenecen, las ha leído y escuchado en voces de los sensatos y no debe abandonarlas. Antígona es la tragedia y el poeta no tiene por qué representarla. El diálogo ha servido precisamente para eso: no agregar una nueva tragedia a las muchas que ya sufre el país por causa de los criminales y de sus cómplices en el mundo empresarial, en el político, en el religioso, entre la gente donde se siembra terror y dinero.
El diálogo del poeta y el presidente ha conjurado los peligros que se avistaban en un horizonte negruzco. El camino apenas ha iniciado. El poeta ha movido voluntades honradas y las ha reunido en objetivos comunes. Éstos deben traducirse en propuestas sencillas y concretas, en una agenda o programa de trabajo que involucre a partidos, empresarios, gobiernos estatales y municipales, a pueblos y ciudades. . . Deslindar responsabilidades claras, inequívocas. Son poco útiles las grandes palabras y las exigencias monumentales. Los problemas de inseguridad y de corrupción pública y privada son tan graves que es imposible arrancar de raíz, de un día a otro, las causas que las produjeron y los efectos que las agigantaron. El narcotráfico y la delincuencia organizada tienen una historia y es preciso estudiarla y contarla. No nació ayer. Pero la historia no es un tribunal justiciero que dicte sentencias inapelables, sino una manera civilizada que tenemos en para atender y resolver problemas del presente. En una democracia la historia no es ya la última instancia de justicia.
Ni Tolstoi ni Maquiavelo, ni Antígona ni Creonte. La democracia nos permite trascender las visiones hamletianas. Lo mejor es confrontar opiniones, dilucidar errores, reconocer aciertos. Se requiere un mínimo de buena fe (nada que ver con los moralismos de Tolstoi o de Gandhi). El poeta tiene esperanza: es católico y la esperanza es una virtud teologal. Pero las virtudes políticas no son todas unas pirujas de lupanar; algunas nacen o participan de una ética de la responsabilidad. Resistir es perseverar en el diálogo, en los acuerdos pequeños pero significativos que resuelvan tanto como sea posible los males que nos laceran.

miércoles, 8 de junio de 2011

En el último tramo nos vamos


En la democracia, la biografía de México comenzaría a ser la biografía de todos. La democracia pondría punto final a la biografía del poder”
Enrique Krauze

¿Desvaría el presidente Felipe Calderón?; ¿son deslices emotivos causados por los problemas que sufre el país, por la guerra interminable contra el narcotráfico, por la ola herrumbrosa de la delincuencia, por la lluvia ácida de críticas a los reales o hipotéticos logros gubernamentales?; ¿sentirá acaso su responsabilidad como una losa que lo inhuma y que el tiempo que le corresponde como presidente de la república lo empieza a vivir con una intensidad de tumbos y retumbos? Hace poco se llamó incomprendido y comparó su situación con la de Churchill. Parece un regreso al culto presidencial. ¿Se ha subido el presidente Calderón a la Historia con la representación de El Incomprendido? ¿Estamos nuevamente ante la teatralidad del poder de la que nos creíamos librados?
Si después de un día intenso de trabajo el presidente Calderón se toma unos tragos y se relaja charlando con sus amigos es un buen signo. No hay por qué alarmarse. Recuérdese que el presidente Echeverría se embriagaba con agua de horchata. Pero si los tragos son estragos y en ese momento lleva en el pecho la banda presidencial, el signo ya no es bueno.
En su artículo Frenesí discursivo, Jesús Silva-Hérzog Márquez concluye: “Difícil reconocer el perfil del presidente tras estos embates retóricos. De pronto aparece como un fascista que asigna a las fuerzas represivas una función mística; de pronto como un echeverrista celebrando la alianza histórica del gobierno con el movimiento obrero organizado. ¿No dicen nada los panistas?”
Calderón instituyó el día del policía y ya no se puede saber si el año aún tiene un par de días normales en los que no sea día de nada. Al policía lo bautizó como un “sacerdote cívico” y con la dirigente del sindicato de maestros Elba Esther Gordillo promulgó una alianza histórica. Por eso Silva-Hérzog Márquez habla del misticismo propio de un fascista y de un corporativismo que semeja a Calderón con Echeverría. En serio: ¿qué opinan los panistas? ¿Están dispuestos a cambiar su pasado civilista, el de Gómez Morín y muchos otros, por el fanatismo místico de las legiones sinarquistas? ¿Ya caducó la sensatez política de la mayor parte de sus dirigentes históricos y en su lugar aceptan poner en su hoja curricular la parlanchina verborrea de los últimos días de Luis Echeverría?
En distintos tonos, en el gabinete federal se ha intensificado una fiebre declarativa que deriva de la presidencial: la acusación indiscriminada de que gobernantes y políticos están o estuvieron coludidos con el narcotráfico. Cunde la desesperación en el equipo de Calderón y sus efectos se trasminan hacia abajo. No tengo duda de que existe un panismo que no se deja arrastrar por la corriente y que, a pesar del descenso de la credibilidad del presidente, de la vistosa caída del PAN en el Estado de México y de la muy probable derrota en el 2012, ese panismo sensato ve la necesidad de salvar al partido antes que retener el poder a cualquier costo. Ese panismo sensato es el que debe hablar y hacerlo ya, no importa si por causa de la autocrítica les llueven los ataques del propio presidente y del grupo de incondicionales que en el silencio fincan el espacio de aguas tranquilas para trascender en la política.
Las acusaciones de ligas con el narcotráfico a los adversarios políticos son, salvo prueba en contrario, artificios que se lanzan para producir desprestigio, no como investigaciones fundadas en pruebas viables de consignación y juicio. Da la impresión de que en Los Pinos dan por hecho la derrota en el 2012. Las reacciones parecen berrinches del derrotado, como si las elecciones presidenciales de julio del 2012 se hubiesen anticipado un año.
Como sea, los discursos del presidente Calderón son, como apunta Silva-Hérzog Márquez, preocupantes y alarmantes. El presidente no está en sus cabales. De pronto abandonó su lenguaje sencillo y directo –bobalicón, si se quiere– y ha pasado a un desentono que ahuyenta las posibilidades de acuerdos importantes para el país. Pero hay algo más que eso: las palabras de Calderón son tizas encendidas en el fuego político de la lucha partidista; además, extreman la temperatura del clima de virulencia social. Si algo debe pedirse al presidente Calderón en las actuales condiciones de violencia criminal, es prudencia, cordura, serenidad. Ni una de esas virtudes le han sido propias, pero antes pudo contener su muy criticado estilo impulsivo de gobernar. Ya Castillo Peraza, en una carta publicada no hace mucho, advertía de la expresión incontrolada de los impulsos del que entonces era presidente del CEN del PAN, ahora presidente de la República; mencionó sus estados inconvenientes y los malos modos de tratar a compañeros y subordinados. Ya no vio Castillo Peraza el ejercicio del poder de dos de sus ex compañeros de partido; no se puede saber lo que hubiera pensado, declarado o escrito sobre Fox y Calderón, pero lo podemos imaginar, pues Castillo era, antes que panista, un hombre libre. En el caso de Calderón, al menos habría podido confirmar sus preocupaciones. En este sentido, mejor para Castillo Peraza, pero el panismo no ha concedido que perdió al que fue el último aliento democrático y civilizado de su tradición política. ¿Qué piensa y opina Luis H. Álvarez? ¿Es su silencio un modo de no agravar los problemas o es temor de decir lo que piensa? Quiero creer que es lo primero.
En México siempre ha habido sospechosos. Hoy son legiones. La política se ha criminalizado y cualquiera que participe en ella se sitúa dentro o alrededor de alguna de esas legiones. La acusación de narcotráfico y delincuencia organizada es la descalificación más socorrida en el lodazal de rivalidades partidistas. Sin embargo, hacer de la acusación un instrumento indiscriminado en manos del poder, es un recurso que puede ser tan poderoso como inocuo, pues si todos son sospechosos, el panorama se ennegrece hasta oscurecerlo todo. El poder que el presidente Calderón ha puesto en manos de la PGR y de la Secretaría de Seguridad no parece que esté dando los resultados esperados, y en cambio sí se ha convertido en una espada de Damocles contra miembros de partidos contrarios.
El presidente Calderón ha llevado la guerra contra el narcotráfico al campo de los intereses de partido; ha traspuesto los lindes procesales y ahora casi cualquiera está al alcance. Sembrar drogas o armas es un fantasma que recorre el país; no sabemos qué tanto de verdad o de fantasía hay en esa práctica, pero es real que en la opinión pública se ha sembrado la duda irracional, el escepticismo sistemático. Zurcimos hipótesis como quien zurce calcetines deshilachados.
El uso político del poder punitivo del Estado es antiquísimo. La autocracia de los gobiernos del PRI la usó contra sus opositores y sus críticos, pero ni entonces éramos un país de sospechosos; ni entonces los ciudadanos comunes éramos candidatos a sufrir los ramalazos punitivos del poder policial. El uso político de las acusaciones de narcotráfico ha desplazado a la argumentación política y ha reducido el debate a especulaciones delictivas. El problema que de ello se deriva es grave: crece la antipolítica; ya no se cree a los Hunos ni a los Hotros.
Esta verdad de opinión pública es el desenlace de la falta de veracidad con que se conducen las investigaciones penales y la falta de respeto que muestran las autoridades por los procedimientos legales. La desacreditación de un personaje es el medio y el fin de los espectáculos montados en las detenciones y, aun sin detención, se apuesta más al impacto mediático de una acusación o de un rumor que humea su veneno por los medios de comunicación y por las mal llamadas redes sociales, que a la investigación profesional de los delitos y la consecuente probanza de los hechos.
La siembra verdadera es la semilla del desencanto. Del sentimiento gestudo del ciudadano nace el coraje, el resentimiento, el rechazo sistemático de la política.
En los discursos y decisiones policiales del presidente Calderón se tiran las líneas y las lianas que pueden conducirnos a un final de sexenio similar a otros de infame memoria. No es Felipe Calderón precisamente un modelo de madurez política ni de apacibilidad psicológica, pero su gobierno ha sido, hasta hoy, un contraste de buenos y malos resultados, un gobierno que ha procedido, dadas las dificultades y circunstancias económicas y criminales del país, de modo regularmente aceptable. Ahora ha empezado la parte más difícil. El final atropellado puede convertirse en un brochazo de pintura negra en un cuadro de claroscuros.
Si el presidente Calderón le ha causado mucho o poco daño al país es una cuestión retórica que tiene que ver con el grado de escepticismo del que juzga. El problema real es el daño que puede llegar a infringir si no detiene sus desenfrenos verbales y sus decisiones de botepronto. No tengo duda del daño que Fox y Calderón le han causado al PAN; ahora se pueden ver señales de que el último año del sexenio puede acabar como el de los presidentes Echeverría, López Portillo, Salinas y Fox.
De la temperancia de Calderón depende en buena medida el relevo pacífico del poder. El tema no es asunto de reflexión desde que Lázaro Cárdenas le entregó la presidencia a Ávila Camacho. La violencia estuvo presente en esa sucesión y en la de Ruiz Cortines, pero eran coletazos facciosos de los parientes pobres de la familia revolucionaria (los parientes pobres Almazán y Henríquez Guzmán eran millonarios).
El potencial de violencia electoral y post electoral reaparece como secuela agigantada de la virulencia de Andrés Manuel López Obrador en el 2006. Miles pueden ser arrastrados. Por eso la cordura de los actores políticos y el decoro de las formas también es fondo democrático.


lunes, 6 de junio de 2011

La abolición de los rincones

A Rogelio Garfias

El sol, por fin, se ha detenido. El viejo anhelo del hombre fuerte se está cumpliendo sin que apenas lo hayamos notado. Petrificado en lo alto del cielo, su luz, como un solsticio fijo, ya casi no da sombras. Pero su luz quema; sólo durante algunas tardes de invierno su calidez es como una tapia de bruma que, aun transparente, sosiega un poco la furia solar.

No hace mucho la transparencia era la más justa de las exigencias humanas. Las noches eran largas y sus sombras cubrían el día entero. Queríamos saber, teníamos derecho a saber, era preciso saber; la democracia era, es, transparencia; saber lo que ocurría en los rincones del poder –rincones oscuros, tenebrosos, sombríos– era, es, una manera de desvelar los misterios del poder, de descarrilar el cortinaje negruzco que escondía la madeja –los intríngulis, los cruces y entrecruces de los acuerdos– cuyas hilillos apenas se desprendían de esa madeja como de un estropajo huyen las fibras menos aptas para la rudeza de la friega del cochambre.

El día se ha vuelto casi eterno. Adormecidas las noches y aluzados todos los rincones, incluso los vericuetos de los matorrales de flores campiranas, el día ha dejado de ser día; sin las noches que guardan secretos y misterios, el día es un sol que ha despojado el amanecer de sus fulgores y entusiasmos y ha derruido el éxtasis de las maravillas multicolores de los crepúsculos de otoño. Sin la noche, el día es nada; es luz ardiente o filmación invisible; es brillo cegador o vigilante ciego. Nada escapa a la luz, nada le es ajeno. Las personas somos filmadas por cientos de cámaras instaladas en todas partes, en patios y oficinas públicas, en bancos y comercios, en terminales de autobuses y aeropuertos, en las calles, en una plaza que parece apacible, entre la gente y el ruido, en el rincón sombreado de soledad de un parque, a la entrada del vecindario, en el interior de las casas. Asistimos, sin tomar conciencia de ello, al exterminio de los rincones. Lo que es una virtud pública es un vicio privado y lo que es un vicio privado no ha alcanzado el privilegio de ser una virtud pública. Así, por ejemplo, la transparencia que exigimos a los gobernantes y a todos aquellos que ejercen un poder sobre la sociedad, lo hemos adoptado –o no se nos ha impuesto por razones de seguridad, es decir por nuestro bien– en el ámbito de la vida privada, en el restaurante, en la calle, en un jardín, en la sala de la casa, en la alcoba. La sociedad se ha vuelto transparente a fuerza de cámaras y micrófonos a la vista de todos y de ello no se infiere que seamos una sociedad más abierta ni que el Estado sea más democrático que en tiempos. Si no conviene que la transparencia de los asuntos públicos sea total, menos conviene que lo sea en los asuntos que no lo son, los que corresponden, según el sentido común, a la esfera de la persona y su soledad o a las soledades juntas llamadas “familia”.

La claridad es buena en sí misma sólo si las excepciones le dan sentido o significado. Una vida sin escondrijos es una vida despojada de sus prendas íntimas. Porque ¿qué es una piel de mujer si su aroma desaparece? ¿Qué es el sabor sin el aroma? Si todo es sol, ¿cómo mirarlo sin temor a ser achicharrado con su mirada feraz? ¿Qué es la luz del sol si ciega y no alumbra?

En un magnífico artículo publicado hace unos días en El país de España (Psicoanálisis del rincón), Vicente Verdú aborda el asunto con una sombría lucidez que encalla en la conciencia de quienes vivimos en tiempos de sol intenso, en claroscuros deslumbrantes y oscuridades de temor, suspenso o miedo. En los días terribles la noche es una esperanza que nos ayuda a no deshilar la integridad del espíritu y en las noches tenebrosas la aurora rehace la trivialidad de la existencia y ahuyenta los demonios densos de la fatalidad.

Los peores crímenes no se cometen en las sombras de la noche sino a plena luz del día. Esto lo sabían los mafiosos antiguos y la lección la han aprendido los delincuentes de nuestro tiempo: si quieres ocultar algo, hazlo a plena luz del día, a la vista de todos. En los hechos, los delitos más graves (la ejecución de un grupo de jóvenes, pongamos por caso) se llevan a cabo en la multitud, delante de la mirada de muchos. Estos crímenes son los más difíciles de resolver. De esta talla son los asesinatos políticos: entre más se indaga y se descubre, menos se sabe de los hechos. Dígalo si no el caso del asesino del emperador austrohúngaro que en 1914 detonó la Primera Guerra Mundial, el crimen del presidente Kennedy o el de Luis Donaldo Colosio. Al Capone fue condenado no por sus masacres callejeras sino por evasión fiscal, con pruebas documentales guardadas durante años y resguardadas en la confidencialidad y aun en el secreto. El tiempo y los testigos se encargan de acrecentar las dudas, no de aclarar los hechos. Pasados los años, sabemos menos de lo que sabíamos diez minutos después de cometido el delito. Un abogado penalista sabe que la cantidad de testigos es la cantidad de tierra que sepulta, no la claridad que conduce a la verdad histórica.

Escribe Vicente Verdú que si un fenómeno caracteriza nuestra época es el de la transparencia. Comenta el libro Cultura Mainstream del escritor Fréderic Martel: la uniformidad del pensamiento coincide con la supervigilancia dentro y fuera de la red. Se trata del mayor reportaje sobre la cultura de masas tradicional, apoyada en el cine, la televisión, el libro o la música. No hay forma de escapar a la contaminación mediática que tiende a convertirnos en consumidores culturales de lo mismo. Todos vamos en la misma frecuencia, trátese de un partido de fútbol o de un espectáculo artístico. La industria del entretenimiento es, después de la industria espacial, el primer exportador de Estados Unidos. Se pregunta Verdú: ¿Tanta diversión se pide? Así como las vacaciones se convirtieron en una obligación sacramental de los mexicanos, así mismo el entretenimiento ha ocupado casi todos los sitios que antes ocupaban los juegos decididos por cada quien, incluidos los muy divertidos juegos infantiles de esconderse de la mirada de los otros. El de las escondidas era un juego cuyo trayecto era sumamente provechoso, tanto porque había talentos especiales para ocultarse en los rincones menos previsibles cuanto porque los jugadores lograban sentir ese suspenso de buscar y descubrir y de saberse buscado y no encontrado. La amenidad se nos ha impuesto con su carga de transparencia y a la vez se han perdido multitud de ocasiones para inventar reglas, interpretarlas y aceptarlas. En la década de 1960 se llamó a la televisión la industria de manipulación de las conciencias. La cultura del entretenimiento de hoy ha conseguido homogeneizar los gustos y se le han cortado las alas a la imaginación, a la individualidad.

La transparencia ha sido en buena medida la topografía que nos ha cancelado la posibilidad de apartarnos de las voces y las miradas de los otros. Las casas de antes eran geografías de escondites; lo mismo servía un ropero, el tronco y el ramaje de un árbol, el cuarto de triques, el fondo semioscuro de una cama cuya colcha besaba con sus orlas redondas el piso rojo, una pared malhecha y ahuecada, una techumbre herrumbrosa a la que nadie iba nunca (excepto para esconderse) y una gran variedad de rincones que servían para jugar y sentir el poder de ocultarte y tener opciones para ejercer ese poder.

Escribe Verdú sobre la escasez de escondites, de nichos donde forjar un nido propio, diferente y particular. De este modo, el rincón sería la metáfora perfecta para ilustrar la ceguera de la transparencia que caracteriza nuestro tiempo. Si todo es transparente, entonces ya nada lo es.

Un buen día ganó la funcionalidad de las construcciones de edificios y casas. En los hechos, la arquitectura funcional fue la menos funcional que se podía ver y habitar. La luz y el vidrio fueron en su momento los dogmas de una vida que translucía una verdad aparente, pues todo lo que es visto y sabe que es visto pierde en esa proporción su realidad. Nadie al que le dicen que van a filmarlo es el mismo; en realidad, al momento en que el foquillo rojo de la cámara se enciende, cada quien se desprende de sí y se convierte, o trata de convertirse, en otro. En épocas de violencia e inseguridad la gente cambia. He visto el fenómeno en Ciudad Juárez. La gente simula una mayor amabilidad y se esfuerza por parecer bueno, decente; sus palabras y sus cordialidades parecen decirte “Mira, yo no soy narcotraficante, yo soy bueno, date cuenta, no te vayas a confundir, no me vayas a confundir”.

Las casas que se han construido en por lo menos los últimos cincuenta años son planas y diseñadas para que el sol enseñoree sus luces vigilantes y morbosas. Las casas de antes estaban caracterizadas por los recovecos que le permitían a cada miembro de la familia, incluso en las casas de los pobres de las orillas de la ciudad, apartarse por momentos de la presencia de los otros. Cuando tal cosa no era posible, en el campo abierto había más escondrijos que en los viejos castillos medievales, porque ¿quién te podría encontrar en la exuberancia de troncos, ramas y altura de un álamo gigantesco o dentro de un hueco delgado de un garambullo? Las construcciones modernas son, dice Verdú, formas que abolieron los rincones. Casas de ricos o de pobres, contrahechas u oscuras, eran más luminosas que las casas modernas, de ricos o de pobres, donde es posible verlo todo desde todos los sitios de la casa, construidas panópticamente para que nadie escape a la vigilancia. La abolición de los rincones es también el exterminio de una intimidad que permitía a la persona resguardar sus secretos, su yo particular y distraído.