miércoles, 8 de junio de 2011

En el último tramo nos vamos


En la democracia, la biografía de México comenzaría a ser la biografía de todos. La democracia pondría punto final a la biografía del poder”
Enrique Krauze

¿Desvaría el presidente Felipe Calderón?; ¿son deslices emotivos causados por los problemas que sufre el país, por la guerra interminable contra el narcotráfico, por la ola herrumbrosa de la delincuencia, por la lluvia ácida de críticas a los reales o hipotéticos logros gubernamentales?; ¿sentirá acaso su responsabilidad como una losa que lo inhuma y que el tiempo que le corresponde como presidente de la república lo empieza a vivir con una intensidad de tumbos y retumbos? Hace poco se llamó incomprendido y comparó su situación con la de Churchill. Parece un regreso al culto presidencial. ¿Se ha subido el presidente Calderón a la Historia con la representación de El Incomprendido? ¿Estamos nuevamente ante la teatralidad del poder de la que nos creíamos librados?
Si después de un día intenso de trabajo el presidente Calderón se toma unos tragos y se relaja charlando con sus amigos es un buen signo. No hay por qué alarmarse. Recuérdese que el presidente Echeverría se embriagaba con agua de horchata. Pero si los tragos son estragos y en ese momento lleva en el pecho la banda presidencial, el signo ya no es bueno.
En su artículo Frenesí discursivo, Jesús Silva-Hérzog Márquez concluye: “Difícil reconocer el perfil del presidente tras estos embates retóricos. De pronto aparece como un fascista que asigna a las fuerzas represivas una función mística; de pronto como un echeverrista celebrando la alianza histórica del gobierno con el movimiento obrero organizado. ¿No dicen nada los panistas?”
Calderón instituyó el día del policía y ya no se puede saber si el año aún tiene un par de días normales en los que no sea día de nada. Al policía lo bautizó como un “sacerdote cívico” y con la dirigente del sindicato de maestros Elba Esther Gordillo promulgó una alianza histórica. Por eso Silva-Hérzog Márquez habla del misticismo propio de un fascista y de un corporativismo que semeja a Calderón con Echeverría. En serio: ¿qué opinan los panistas? ¿Están dispuestos a cambiar su pasado civilista, el de Gómez Morín y muchos otros, por el fanatismo místico de las legiones sinarquistas? ¿Ya caducó la sensatez política de la mayor parte de sus dirigentes históricos y en su lugar aceptan poner en su hoja curricular la parlanchina verborrea de los últimos días de Luis Echeverría?
En distintos tonos, en el gabinete federal se ha intensificado una fiebre declarativa que deriva de la presidencial: la acusación indiscriminada de que gobernantes y políticos están o estuvieron coludidos con el narcotráfico. Cunde la desesperación en el equipo de Calderón y sus efectos se trasminan hacia abajo. No tengo duda de que existe un panismo que no se deja arrastrar por la corriente y que, a pesar del descenso de la credibilidad del presidente, de la vistosa caída del PAN en el Estado de México y de la muy probable derrota en el 2012, ese panismo sensato ve la necesidad de salvar al partido antes que retener el poder a cualquier costo. Ese panismo sensato es el que debe hablar y hacerlo ya, no importa si por causa de la autocrítica les llueven los ataques del propio presidente y del grupo de incondicionales que en el silencio fincan el espacio de aguas tranquilas para trascender en la política.
Las acusaciones de ligas con el narcotráfico a los adversarios políticos son, salvo prueba en contrario, artificios que se lanzan para producir desprestigio, no como investigaciones fundadas en pruebas viables de consignación y juicio. Da la impresión de que en Los Pinos dan por hecho la derrota en el 2012. Las reacciones parecen berrinches del derrotado, como si las elecciones presidenciales de julio del 2012 se hubiesen anticipado un año.
Como sea, los discursos del presidente Calderón son, como apunta Silva-Hérzog Márquez, preocupantes y alarmantes. El presidente no está en sus cabales. De pronto abandonó su lenguaje sencillo y directo –bobalicón, si se quiere– y ha pasado a un desentono que ahuyenta las posibilidades de acuerdos importantes para el país. Pero hay algo más que eso: las palabras de Calderón son tizas encendidas en el fuego político de la lucha partidista; además, extreman la temperatura del clima de virulencia social. Si algo debe pedirse al presidente Calderón en las actuales condiciones de violencia criminal, es prudencia, cordura, serenidad. Ni una de esas virtudes le han sido propias, pero antes pudo contener su muy criticado estilo impulsivo de gobernar. Ya Castillo Peraza, en una carta publicada no hace mucho, advertía de la expresión incontrolada de los impulsos del que entonces era presidente del CEN del PAN, ahora presidente de la República; mencionó sus estados inconvenientes y los malos modos de tratar a compañeros y subordinados. Ya no vio Castillo Peraza el ejercicio del poder de dos de sus ex compañeros de partido; no se puede saber lo que hubiera pensado, declarado o escrito sobre Fox y Calderón, pero lo podemos imaginar, pues Castillo era, antes que panista, un hombre libre. En el caso de Calderón, al menos habría podido confirmar sus preocupaciones. En este sentido, mejor para Castillo Peraza, pero el panismo no ha concedido que perdió al que fue el último aliento democrático y civilizado de su tradición política. ¿Qué piensa y opina Luis H. Álvarez? ¿Es su silencio un modo de no agravar los problemas o es temor de decir lo que piensa? Quiero creer que es lo primero.
En México siempre ha habido sospechosos. Hoy son legiones. La política se ha criminalizado y cualquiera que participe en ella se sitúa dentro o alrededor de alguna de esas legiones. La acusación de narcotráfico y delincuencia organizada es la descalificación más socorrida en el lodazal de rivalidades partidistas. Sin embargo, hacer de la acusación un instrumento indiscriminado en manos del poder, es un recurso que puede ser tan poderoso como inocuo, pues si todos son sospechosos, el panorama se ennegrece hasta oscurecerlo todo. El poder que el presidente Calderón ha puesto en manos de la PGR y de la Secretaría de Seguridad no parece que esté dando los resultados esperados, y en cambio sí se ha convertido en una espada de Damocles contra miembros de partidos contrarios.
El presidente Calderón ha llevado la guerra contra el narcotráfico al campo de los intereses de partido; ha traspuesto los lindes procesales y ahora casi cualquiera está al alcance. Sembrar drogas o armas es un fantasma que recorre el país; no sabemos qué tanto de verdad o de fantasía hay en esa práctica, pero es real que en la opinión pública se ha sembrado la duda irracional, el escepticismo sistemático. Zurcimos hipótesis como quien zurce calcetines deshilachados.
El uso político del poder punitivo del Estado es antiquísimo. La autocracia de los gobiernos del PRI la usó contra sus opositores y sus críticos, pero ni entonces éramos un país de sospechosos; ni entonces los ciudadanos comunes éramos candidatos a sufrir los ramalazos punitivos del poder policial. El uso político de las acusaciones de narcotráfico ha desplazado a la argumentación política y ha reducido el debate a especulaciones delictivas. El problema que de ello se deriva es grave: crece la antipolítica; ya no se cree a los Hunos ni a los Hotros.
Esta verdad de opinión pública es el desenlace de la falta de veracidad con que se conducen las investigaciones penales y la falta de respeto que muestran las autoridades por los procedimientos legales. La desacreditación de un personaje es el medio y el fin de los espectáculos montados en las detenciones y, aun sin detención, se apuesta más al impacto mediático de una acusación o de un rumor que humea su veneno por los medios de comunicación y por las mal llamadas redes sociales, que a la investigación profesional de los delitos y la consecuente probanza de los hechos.
La siembra verdadera es la semilla del desencanto. Del sentimiento gestudo del ciudadano nace el coraje, el resentimiento, el rechazo sistemático de la política.
En los discursos y decisiones policiales del presidente Calderón se tiran las líneas y las lianas que pueden conducirnos a un final de sexenio similar a otros de infame memoria. No es Felipe Calderón precisamente un modelo de madurez política ni de apacibilidad psicológica, pero su gobierno ha sido, hasta hoy, un contraste de buenos y malos resultados, un gobierno que ha procedido, dadas las dificultades y circunstancias económicas y criminales del país, de modo regularmente aceptable. Ahora ha empezado la parte más difícil. El final atropellado puede convertirse en un brochazo de pintura negra en un cuadro de claroscuros.
Si el presidente Calderón le ha causado mucho o poco daño al país es una cuestión retórica que tiene que ver con el grado de escepticismo del que juzga. El problema real es el daño que puede llegar a infringir si no detiene sus desenfrenos verbales y sus decisiones de botepronto. No tengo duda del daño que Fox y Calderón le han causado al PAN; ahora se pueden ver señales de que el último año del sexenio puede acabar como el de los presidentes Echeverría, López Portillo, Salinas y Fox.
De la temperancia de Calderón depende en buena medida el relevo pacífico del poder. El tema no es asunto de reflexión desde que Lázaro Cárdenas le entregó la presidencia a Ávila Camacho. La violencia estuvo presente en esa sucesión y en la de Ruiz Cortines, pero eran coletazos facciosos de los parientes pobres de la familia revolucionaria (los parientes pobres Almazán y Henríquez Guzmán eran millonarios).
El potencial de violencia electoral y post electoral reaparece como secuela agigantada de la virulencia de Andrés Manuel López Obrador en el 2006. Miles pueden ser arrastrados. Por eso la cordura de los actores políticos y el decoro de las formas también es fondo democrático.


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