miércoles, 29 de junio de 2011

El poeta y el presidente

Las aguas tranquilas arruinan los puentes
Tibor Déry

El padre Brown, el sabio personaje de Chesterton, desenmascara a un ladrón disfrazado de cura porque lo oye disparatar contra la razón y de ese modo concluye que no ha estudiado teología. Se puede desenmascarar a un autoritario disfrazado de demócrata cuando grazna contra el diálogo. El poeta Javier Sicilia desoyó los disparates contrarios al diálogo y se reunió con el presidente Felipe Calderón. El resultado ha sido bueno en sí mismo, no importa lo que venga. Sicilia tiene esperanza y el presidente tiene responsabilidad. El diálogo es un fin en sí mismo; se puede llegar a uno o varios acuerdos, pero el acuerdo principal consiste en mantener el diálogo. Diálogo significa –escribe Claudio Magris en Las fronteras del diálogo– significa ponerse en tela de juicio; luchar por las ideas de uno, pero estando dispuestos, en principio, a dejarse convencer, si las tesis del adversario resultaran lógicamente más fundadas y humanamente más auténticas. Tiene razón el poeta en la mayor parte de sus opiniones y exigencias; representa la fuerza moral de Antígona que enfrenta la fuerza legal –pero fría– del presidente en la guerra contra el narcotráfico; tiene razón el presidente al discriminar la muerte y a los muertos: por más esfuerzos humanitarios (racionales y emocionales) que uno lleve a cabo, no es lo mismo la ejecución entre criminales que la vida de un inocente, incluidos naturalmente los policías y los soldados que no son culpables por el hecho de traer uniforme; tiene razón Sicilia en su llamamiento a evitar más odio: tal ha de ser el tono fuerte de su movimiento cívico; tiene razón el presidente al reiterar su deber de no quedar en la retaguardia de la feroz lucha de los criminales entre sí y contra la población; tiene razón Sicilia al pedir la continuidad del diálogo hasta lograr que Creonte deshiele sus postulados legales y políticos; la tiene el presidente cuando escucha las razones y los sentimientos morales del poeta. El diálogo es confrontación. Quienes predican la no confrontación abonan el suelo del enfrentamiento. El poeta concedió y el presidente escuchó. No hay aún acuerdos pero hay algo más importante aún: el presidente debe tirar a la basura su soliloquio mediático: escuchar y atender las voces dialogantes de la sociedad es el tránsito que más conviene al país y a él mismo.
Al movimiento del poeta se unieron buenas voluntades y perversiones de índole diversa, incluidas las lapas de quienes hacen uso político del resentimiento. En Ciudad Juárez hubo de todo y la nobleza civil de los objetivos del poeta fue desdibujada por exigencias y gritos que por sí mismos carecen de pertinencia y fuerza moral. Hubo, claro, representantes de quienes lucran con el activismo social; hubo infiltrados de la delincuencia; es probable que estuvieran algunos enviados de los grupos guerrilleros; los hubo del gobierno (de la policía y del ejército); hubo histerias disfrazadas de víctimas y víctimas anuladas por la altanería ruidosa de quienes lacran las buenas causas civiles con su hipocresía y sus intereses pecuniarios. Al final, el poeta ganó la partida: decidió dialogar y se sentó a decirle al presidente las verdades de Antígona, trágicas todas.
El poeta decidió emprender una marcha cenagosa y aparentemente estéril. Pero el resultado no depende tanto del ruido sino de comprometerse con el diálogo. El poeta defiende la vida humana, que tiene un valor tan importante como el de la libertad. Pero la sacralidad de la vida humana es un terreno movedizo y pantanoso que no siempre delimita su genuino significado. En la fangosa tierra de la sacralidad crece y se advoca un uso político, un chantaje, una perversión. Hablar de treinta o cuarenta mil muertos no significa gran cosa si no se formula seriamente el asunto de la responsabilidad y el riesgo. Tiene razón Christopher Domínguez Michael cuando escribe que el poeta debe colocar a los delincuentes en la primera fila de la responsabilidad. Agrega: “sea porque somos liberales o porque somos conservadores o porque tiende, simplemente, a igualar a todos los muertos. No, para mí (sigue Domínguez Michael) no es lo mismo un inocente que un sicario, sean cuales sean las razones que lo condujeron al crimen. Me resisto a que víctimas y verdugos compartan la misma sepultura en nombre de una abstracción llamada México”. Enrique Krauze coincide en este punto: “Del lado del movimiento hizo falta una condena dirigida explícitamente a los criminales”. Las psicologías y sociologías de baratillo suelen entonar esa estupidez de que los cuarenta mil muertos son “nuestros” muertos. Tampoco se tiene derecho a endilgarlos al presidente o al modelo neoliberal o a Estados Unidos. Como ha dicho el experto Edgardo Buscaglia: “Estados Unidos no tiene toda la culpa de la violencia en México”. El poeta hizo bien en tratar de mover la arboleda rocosa de la lucha contra el narcotráfico: corrupción, ineficiencia, violación de derechos humanos y etcétera. La Marcha por la Paz del poeta tuvo un defecto conceptual básico: no estamos en guerra. Ya hasta el presidente ha reconocido que se equivocó al sublimar su obligación de perseguir y detener a los delincuentes. Hablar de una marcha por la paz y de firmar un acuerdo por la paz es una grandilocuencia innecesaria, pero sobre todo implica un reconocimiento a la personalidad jurídica de los delincuentes. Si al presidente le sobra petulancia, al poeta le falta humildad. El fantasma del mesianismo se hizo carne en el Zócalo de la ciudad de México. José de la Colina escribe: “Al acercarme a la explanada del Palacio de Bellas Artes, en la que calculo que en ese momento habría unas quinientas personas, oí clamores y vi pancartas que proclamaban: ‘¡Los asesinos están en Los Pinos!”, y ‘Sacaremos a Calderón de Los Pinos’”. Sigue: “Y no oí ni una voz que disintiera de las barbaridades o proclamara algo de otro estilo”. De la Colina agrega: “Ahora por los noticiarios ‘en directo’ de la televisión pasan noticias visuales de la manifestación y no se ven ni se oyen las pancartas y las consignas gritadas, aulladas, ladradas en el inicio de ese acto por la paz y la unidad. Qué bien, quizá aquello cambió de sentido y todo y volvió a su anunciado propósito. Pero con aquel inicio había tenido yo más que bastante. No me gusta hacerles el caldo gordo a los profesionales del Resentimiento”.
José de la Colina apunta al final de su comentario lo más grave del movimiento encabezado por el poeta: “Ahora personajes y grupos muy visibles y ruidosamente protagónicos e ‘ideologizados’ se trepan al ‘movimiento’ iniciado por Javier Sicilia y lo van encajonando en una tendencia política de afines banderías: son tanto las huestes del SME como las de López Obrador y enmascarados del Ejército Zapatista, etc., mientras el mismo Sicilia, con quien no dejo de condolerme por su desgracia, toma cada vez más la gesticulación y la retórica mesiánicas (‘soy la voz de la tribu’, declara), desoyendo consensos del ‘movimiento social’ por él mismo iniciado, no sólo parece intentar convertirlo en un gran bandería más, sino que incurre en un modo de chantaje político con la exigencia de que, a cambio del diálogo con el gobierno, sea destituido el secretario de Seguridad Pública federal, quien casualmente es precisamente el que ha hecho lo mejor posible en el combate al crimen organizado”.
Acierta de la Colina en lo del chantaje político pero se apresura al calificar tan benignamente al funcionario.
La errabunda marcha del poeta se tornó en acierto al aceptar el diálogo. Un diálogo forzado por el chantaje no es diálogo, es chantaje. Pudo más la sensibilidad y el buen juicio del poeta que los graznidos de quienes abultan el rencor y la irracionalidad. Escribe Magris: “La historia del extremista revolucionario es una historia trágicamente estúpida que ha ocurrido muchas veces”. El poeta salvó el peligro, fue a dialogar y mantiene la esperanza de cambios urgentes. “No alimentar el odio”, dijo; después del diálogo, esas palabras son suyas, le pertenecen, las ha leído y escuchado en voces de los sensatos y no debe abandonarlas. Antígona es la tragedia y el poeta no tiene por qué representarla. El diálogo ha servido precisamente para eso: no agregar una nueva tragedia a las muchas que ya sufre el país por causa de los criminales y de sus cómplices en el mundo empresarial, en el político, en el religioso, entre la gente donde se siembra terror y dinero.
El diálogo del poeta y el presidente ha conjurado los peligros que se avistaban en un horizonte negruzco. El camino apenas ha iniciado. El poeta ha movido voluntades honradas y las ha reunido en objetivos comunes. Éstos deben traducirse en propuestas sencillas y concretas, en una agenda o programa de trabajo que involucre a partidos, empresarios, gobiernos estatales y municipales, a pueblos y ciudades. . . Deslindar responsabilidades claras, inequívocas. Son poco útiles las grandes palabras y las exigencias monumentales. Los problemas de inseguridad y de corrupción pública y privada son tan graves que es imposible arrancar de raíz, de un día a otro, las causas que las produjeron y los efectos que las agigantaron. El narcotráfico y la delincuencia organizada tienen una historia y es preciso estudiarla y contarla. No nació ayer. Pero la historia no es un tribunal justiciero que dicte sentencias inapelables, sino una manera civilizada que tenemos en para atender y resolver problemas del presente. En una democracia la historia no es ya la última instancia de justicia.
Ni Tolstoi ni Maquiavelo, ni Antígona ni Creonte. La democracia nos permite trascender las visiones hamletianas. Lo mejor es confrontar opiniones, dilucidar errores, reconocer aciertos. Se requiere un mínimo de buena fe (nada que ver con los moralismos de Tolstoi o de Gandhi). El poeta tiene esperanza: es católico y la esperanza es una virtud teologal. Pero las virtudes políticas no son todas unas pirujas de lupanar; algunas nacen o participan de una ética de la responsabilidad. Resistir es perseverar en el diálogo, en los acuerdos pequeños pero significativos que resuelvan tanto como sea posible los males que nos laceran.

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