sábado, 10 de abril de 2010

Metralla contra la dignidad humana

Las metralletas lanzan su fuego indiscriminadamente y todos estamos expuestos a ser fusilados en cualquiera de los miles de paredones improvisados en calles, plazas, edificios públicos, establecimientos privados, hogares, en la intimidad más preciada. Las armas de ese fuego silencioso son de calibres distintos y entre los gatilleros se encuentra de todo, desde una masa de novicios que burbujean palabras inconexas hasta los profesionales experimentados que, por su estratégica posición, tienen el poder de instalar en cualquier parte del país su artillería de micrófonos, cámaras, insolencias y balas fabricadas para traspasar los muros de la vida privada. Porque de esto se trata el fondo del debate liberal moderno, de discutir los límites que tienen los poderes de la comunicación. George Steiner resume que la esencia de la cultura la encontramos en la educación liberal, la única que nos conduce a la dignidad que hay en el ser humano, el regreso a su mejor yo. Por eso la polémica liberal no puede prescindir de la crítica al poder (a los poderes) desde la mirada de los derechos y libertades de los individuos y sus familias, de la comunidad en conjunto.
En una democracia la crítica al poder significa la crítica a los poderes que unos ejercen sobre toda la sociedad en razón de sus privilegios políticos, económicos, religiosos, morales, sindicales y mediáticos. La dignidad humana es la sustancia de la tradición liberal y lleva siempre, aunque no sea explícita, la idea de los límites. En la conciencia política de la tradición liberal anida la convicción de que no hay libertades absolutas, desligadas unas de otras. Una discusión liberal que no piensa y argumenta el problema de los límites no es liberal, pues cualquier liberalismo, por rudimentario que sea, lleva implícita la idea de proteger a los individuos, de resguardar la dignidad contra los excesos, abusos y extralimitaciones de quienes pueden más que los demás. Las metrallas de cámaras, inquisiciones y micrófonos de los medios televisivos son especialmente mortíferas, tanto porque corren a la velocidad de la luz cuanto porque poseen el poder de borrar fronteras, difuminar límites, alumbrar intimidades. Si en el totalitarismo el estado no pedía permiso para espiar el alma de los súbditos y de enjuiciarlos por lo que pensaban, murmuraban y soñaban, en nuestra actualidad liberal los medios de comunicación tampoco lo piden para investigar delitos, recabar pruebas, interrogar testigos, indagar lubricidades, descorrer los misterios de la subjetividad, sugerir culpabilidades y sentenciar sin misericordia. Lo más grave es que lo hagan con la complicidad del poder público, en un juego cuyas reglas se pactan arriba, no abajo.
La libertad de expresión, si se quiere democrática, no es absoluta; no puede ejercerse de forma aislada, escindida de los derechos subjetivos. No es fácil establecer los límites de la libertad de expresión porque no lo es fijarlos en un régimen donde coexisten libertades igualmente fundamentales; los choques son inevitables y el debate democrático es el medio que tenemos para disminuir los impactos de dos libertades públicas en conflicto; no es sencillo pintar una ralla y decir aquí comienza una libertad y aquí mismo termina otra; no es sencillo, en la pluralidad de valores políticos, morales y religiosos, dibujar líneas divisorias ni ámbitos de acción. La educación liberal nos ha enseñado que los individuos tenemos derechos oponibles al poder público; en el debate de nuestros días ha ampliarse el concepto de laicismo a los demás poderes reales. Las libertades económicas lo son porque están (deben estar) limitadas; lo mismo puede decirse de las libertades políticas y las religiosas. Se ha dicho hasta la náusea que tratándose de la libertad de expresión es preferible pecar por exceso que por defecto, y entonces todo el mundo hace de esta tarabilla un canto general. Pero el dilema es falso; su verdad es histórica y por tanto relativa. Hoy por hoy ya no se puede defender el exceso con esa falaz legitimidad.
Tiene más relevancia democrática la discusión de los excesos de los medios de comunicación en la investigación de la muerte de la niña Paulette Gebara Farah que la fotografía en Proceso del periodista Julio Scherer y el narcotraficante Ismael Zambada. La muerte de la pequeña ha evidenciado el inmenso poder de los medios televisivos e impresos para destrozar la dignidad personal y familiar. Sabemos que la guerra contra el narcotráfico ha caminado a tropezones, con más fracasos que triunfos; sabemos también que Julio Scherer ha sido el periodista más importante durante cincuenta años, que su encuentro con Zambada es, a sus saludables 84 años, un éxito que se suma a su largo caudal de méritos, pero su encuentro con el narcotraficante no aporta, al menos por ahora, nada relevante al conocimiento que ya tenemos acerca del narcotráfico y de las entrañas psicológicas de los grandes capos; sabemos que en la procuración y administración de justicia se trasminaron la corrupción y la ineptitud; ¿quién duda de la corrupción, incompetencia y arcaísmo de la justicia penal mexicana, de que resguarda a los poderosos y se ensaña con cualquiera, que somos casi todos?; y desde luego no ignoramos que el poder acumulado de estado, dinero, coacción moral y televisivo constituyen un poder temible. El caso de la niña Paulette confirma lo que ya sabemos: las televisoras también lanzan balas. Los comunicadores se defienden con un argumento pueril: “no somos nosotros –alegan– los que cometemos los delitos”. Es una perogrullada: en efecto, los medios no son culpables, pero son responsables de hacer del fuego un incendio o una simple fogata, de chorrear carroña con fines mercantiles más que informativos.
La experiencia liberal nos enseña que la libertad de expresión es fundamental para la democracia y que, por lo mismo, no conviene que sea reglamentada, y menos que el estado sea el que dicte las normas y criterios de información y opinión. Pero la experiencia también nos enseña que el sistema de auto regulación ética es un camino fiable para que los medios de comunicación asuman un conjunto sencillo e inequívoco de responsabilidades públicas:
1. Conviene recordar que los medios informativos son eso, medios; el problema se presenta cuando se erigen en fines;
2. Las libertades públicas de expresión e información son de los ciudadanos antes que de las empresas de comunicación, así como las libertades religiosas son de los creyentes antes que de las iglesias. El llamado “interés periodístico” no siempre coincide con el interés público y social. En la contradicción, conviene revisar el concepto liberal de moderación;
3. El límite objetivo de la libertad de expresión es el derecho penal. Sin embargo, el asunto no concluye ahí. Hay otros límites de índole jurídica y moral que es necesario debatir: privacidad, dignidad humana de los individuos y las familias, derecho al silencio, derecho a proteger la propia imagen del fuego cruzado de cámaras, micrófonos e interrogatorios;
4. Los derechos subjetivos públicos y de privacidad tampoco son absolutos. El límite objetivo también es el derecho penal, pero tampoco en este caso el asunto termina tan fácilmente. La defensa de la dignidad humana también vale contra los vicios privados. Los hogares no son murallas infranqueables, pero nada atenta más contra la democracia que convertirlos en construcciones acristaladas y transparentes;
5. Los medios de comunicación tienen el deber de enfocar sus cámaras, micrófonos y preguntas en el ámbito de lo público. El deslinde no es fácil, pero se pueden documentar sin mayor dificultad las extralimitaciones y abusos de los medios, sobre todo cuando las cámaras televisivas y fotográficas, por sí o en complicidad con el poder político, económico, religioso o criminal, destruyen la intimidad y dictan sentencia inapelable.

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