sábado, 24 de abril de 2010

Una tarde cualquiera

El espacio público no cancela la vida privada ni el espacio privado anula la vida pública. En el primer caso sales a la calle llevando tu vida privada tal cual la decides, a veces con una mortificación lacerante, otras con el desparpajo de quien camina sin pensar en la meta, a veces rezando en silencio, invocando las bendiciones del azar; algunas más con el gusto de encontrarte con los amigos y saludarlos, conversar con ellos, disfrutar el gusto de estrechar su mirada con la propia; unas más con el deseo sincero de mirar sin que nadie te mire, de contemplar nada, oír el ruido, escuchar las voces, observar los encuentros de los otros que pasan o que conversan en la mesa de junto, de escudriñar los gestos y tonos de una pareja que se ama o se detesta, de sonreír al escuchar la sonoridad de las carcajadas de los jóvenes. Dentro o fuera, la soledad también es una forma de socializar.
Así como la vida privada no es absoluta, tampoco lo es la vida pública. La diferencia es que en los espacios públicos se tiene derecho al disfrute de la mayor parte de los derechos privados y en los espacios privados no se tiene la mayor parte de los deberes públicos. La calle, el espacio público por excelencia, está construido para que cada quien disfrute su vida privada como le venga en gana, con la condición de que no interfiera en la vida privada de los otros. Pero si el espacio público es un sitio edificado para el disfrute de la privacidad, la condición es que ese espacio no sea apropiado o privatizado por nadie, excepción hecha del ejercicio de libertades y derechos de otros, de modo que conviene salir a la calle con la idea de que una peregrinación religiosa te puede impedir el paso, de que un accidente de tráfico desviará tus pasos por otras calles, de que una manifestación política te impedirá sentarte en tu banca preferida, de que una competencia deportiva te detendrá en la esquina durante una hora o más o de que la escandalera de una plaza te mandará de regreso al hogar, en cuyo caso conviene armarse de más paciencia y encender de inmediato la señal de alerta, recomendación que no debe desestimar un cónyuge que quiere llevar la fiesta en paz. Porque si a la calle sales con la alerta amarilla, al hogar debes volver con la roja. La primera sorpresa desagradable que te encuentras al llegar a tu casa ocurre antes de abrir la puerta. El mercado insolente y grosero ya introdujo por las rendijillas laterales y por debajo de la puerta una variedad de ofertas, cobros, premios, prédicas morales, admoniciones para que te alejes del pecado y otros folletos que te invitan a exposiciones, semanas culturales o descuentos en inscripciones y colegiaturas, sin saber los remitentes –no tienen por qué sospecharlo siquiera– que lo menos que quieres en ese momento es ver gente ni inscribirte en ninguna escuela. Encender la computadora y abrir el correo electrónico tiene sus riesgos, de modo que si se quiere vivir a gusto con los goces de la subjetividad, búsquese una actividad menos arriesgada, aunque es necesario recordar que el mayor riesgo lo representan los otros que rondan en la cercanía, con su propia vida interior dolorida y a punto de estallar. Como este riesgo es inevitable, vale la pena hacer otro intento en la calle, con la esperanza de que las peregrinaciones y las protestas sociales ya hayan agotado sus rezos y sus pliegos petitorios. Si no es así, el entretenimiento de mirar los rostros de los fieles, las facciones agrietadas de los viejos, los ojos concisos de las mujeres, las carillas alegremente tristes de los niños y el entusiasmo y maestría del joven que lanza los cohetones al cielo, es un pasaje de la vida del espectador donde el tiempo pierde su ritmo y su sentido. Pocas cosas son tan gratas como la de volver en ti luego de pasar un buen rato mirando los rostros de la gente que camina en un peregrinaje religioso. A mí me recuerda a Chesterton, cuando criticaba a Kipling porque viajaba a África a investigar sobre la religiosidad, cuando bastaba adentrarse en el templecito de la esquina y observar la devoción de la gente.
En las tardes, cuando el sol ha descargado la peor de sus furias, la calle entalla sus contornos a la medida de tus pasos. Los espacios se ensanchan y entonces es posible cambiar de acera sin el riesgo de que un tropel de automóviles se te venga encima. El sol ilumina la tarde pero ya permite que las sombras ocupen la mayor parte del camino. El imperio de lo público también matiza sus normas y la gente en la calle, en auto o a pie, esperando el camión o saliendo de las oficinas, se dispone a regresar a su yo, abandonado durante muchas horas, colgado tal vez en ese perchero de la memoria donde se guardan penas y alegrías, nostalgias y angustias. Durante el día entero la gente se ha visto en la necesidad de estar junto a otros, intercambiando sonrisas, platicando experiencias, atendiendo clientes, soportando jefes que juegan al personaje o murmurando envidias contra el trepador que hace de la labia la escalera de sus ascensos. La cálida tarde nos recibe a todos con sus primeras luces, rayos de sol que nadie sabe de dónde emergen, fulgores artificiales que le dan la bienvenida a la noche. Las muchachas salen de las oficinas apresuradamente. Les espera la vida privada en su espacio privado, con unos riesgos tan previsibles como inevitables; apuran el camino: una lluvia de quejas, lamentos, tareas, necesidades escolares y uniformes las espera. La existencia es en su mayor parte vida privada e íntima. En casa la televisión te recuerda los problemas públicos, las tragedias naturales, las discusiones políticas, el mundo dorado de mujeres hermosas y playas atestadas de marcianos. En la calle está la vida, el mundo. Sin embargo, el disfrute de la vida pública desde la subjetividad tiene un enemigo poderoso y cruel: parece que todos los demonios se han conjurado para convertir el azar en una necesidad. El control del azar es la peor pesadilla de nuestro tiempo, el enemigo más peligroso de la democracia.

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