domingo, 18 de octubre de 2009

Organizados para no trabajar


La explotación del trabajo estuvo en el centro de la injusticia y la barbarie contemporáneas, y también fue el motor que generó prácticamente todos los movimientos sociales durante los siglos XIX y XX. El salario, la jornada laboral, las condiciones de trabajo y la seguridad social constituyeron la tetralogía de objetivos sindicales y gremiales que dieron cuerpo a la más trascedente lucha humana por la justicia, y en esa lucha se gestaron los estados benefactores y los totalitarios: la justicia basada en la libertad o la justicia basada en la igualdad forzada, que terminó siendo más injusta que el régimen de explotación que buscaba eliminar.
La jornada de trabajo fue una de las conquistas laborales que más se acercaron a eso que hoy llamamos dignidad humana. La jornada máxima de trabajo fue el tope. Lo demás sólo podía rodar cuesta abajo. ¿Hasta dónde? ¿Hasta cuándo?
Aparecieron algunas perversiones en el trayecto de ganar nuevas y mejores condiciones de trabajo. Detrás y en paralelo de las justas aspiraciones de dignidad laboral fue creciendo –monstruosa, disfrazada de reivindicación social– la creencia de que el trabajo es el enemigo por vencer; es decir, una carga, una penitencia, una prisión, una condena. En este punto hay una coincidencia fundamental entre el marxismo que dividía a la humanidad en explotados y explotadores y la teología cristiana que funda la historia humana en el castigo divino del trabajo.
El trabajo ha tenido la doble personalidad de honrar y humillar al ser humano. Según las encuestas mundiales, el trabajo es el segundo valor más apreciado, después de la familia. Por eso es una tragedia que cada año un millón de jóvenes se incorporen al mercado laboral y sólo una parte menor encuentre una oportunidad. A pesar de lo cual los gobernantes mantienen inalterada la promesa de generar empleos (formales), en una época en que la sociedad de pleno empleo está en una crisis de la que ya no se recuperará, a menos que sean reformadas las estructuras legales, institucionales y empresariales y comience una nueva cultura del empleo y del trabajo mismo. Si se ha probado sobradamente que la sociedad de pleno empleo está llegando a su fin, los discursos reivindicatorios parecen poco menos que anacrónicos. Pero igualmente anacrónicas son las promesas políticas que ofrecen crear más y mejores empleos. Y más anacrónicas son las concepciones del mundo de los economistas que terquean en que la generación de empleos es el fin de fines de la sociedad y del Estado.
El derecho a la libre asociación y sus derivados gremiales y sindicales han creado justicia e injusticia al mismo tiempo. Las conquistas sindicales, que en la actualidad justifican las más absurdas pretensiones y los más estrambóticos logros, han producido una inequidad que corre en contra de los trabajadores comunes y también en contra de millones de nuevos aspirantes al empleo. Las conquistas de los sindicatos del Estado acabaron siendo un inmenso cúmulo de privilegios que no tienen ni tendrán los trabajadores en general. La desproporción entre unos y otros es enorme.
Frutos podridos que nos heredó del estado autoritario y patrimonialista de la segunda mitad del siglo XX, la tríada sindical de petroleros, maestros y electricistas son obstáculos poderosos con que se topa la modernización económica, el avance democrático y la educación gratuita.
Miles de trabajadores han salido a la calle a defender su derecho al trabajo, no el trabajo. Junto a ellos, sus “compañeros de viaje” intelectuales y políticos proclaman y defienden los privilegios de una casta divina. En un punto tienen razón los electricistas y sus defensores: es imprescindible el debate. ¿Tendrán la honradez de aceptar que los sindicatos más poderosos del país fueron cómplices del estado mafioso que los creó, los alentó y los corrompió? ¿Se podría extender el debate a la revisión de los privilegios de corporaciones sindicales, empresariales y clericales?
El problema laboral en México bien puede ser una paráfrasis de un ensayo memorable de Gabriel Zaid: Organizados para no leer. Escribe, recordando a Vasconcelos, que hay libros que se leen de pie; nos mueven a hacer cosas, tomar notas, consultar un diccionario, ver el jardín con otros ojos. Compartir esa animación, hablar de la experiencia de leer, de lo que dice un libro y cómo lo dice, de lo que gusta o decepciona, hace más inteligente la vida social y personal. No obstante, en México no se lee, ni siquiera los que escriben libros. El trabajo también es fuente inagotable de experiencias que se pueden compartir, gustos y decepciones laborales, charlas que intercambian técnicas y modos distintos de hacer las cosas, soluciones que se regalan, problemas que se formulan y analizan. . . Sin embargo, estamos organizados para no trabajar.
Trabajar menos o no trabajar son algunas de las conquistas de los sindicatos. Obsérvese el curso de todos los contratos colectivos de los sindicatos de empresas e instituciones públicas y se comprobará que se puede contar la historia teniendo como método la organización de la vida para no trabajar. Ganar más es una aspiración legítima, necesaria, pero no entiendo lo de trabajar menos o no trabajar. Cualquier contrato colectivo universitario es ejemplar: trabajar poco o no trabajar, no importa que se pongan en la mesa algunas justificaciones honorables como la investigación científica, la preparación de clases, los intercambios académicos, los cursos y congresos, las becas o los años sabáticos. El resultado es que no hay resultados.
Hay desde luego parodias del trabajo que debieran erradicarse. Es verdad que el trabajo nos hace más libres, lo cual nada tiene que ver con el Arbeit Macht Frei de los campos de concentración del nazismo. Los que tenemos el privilegio de trabajar porque nos gusta y en lo que nos gusta, quisiéramos que todos tuvieran la misma suerte. Algunos disfrutamos el trabajo y no nos basta el horario comprometido; lo hacemos por la gratificación que nos produce el trabajo mismo y por el salario que nos pagan; pero hay una gratificación especial en el gusto laboral: el trabajo bien hecho. No deifico el trabajo; el trabajo por el trabajo es una tontería; un trabajo sin salario no es trabajo, es condena. La diversidad laboral es una experiencia incomparable. Comparto lo que decía Faussone, el personaje de El sistema periódico de Primo Levi: “Cada nuevo trabajo que empieza es como un primer amor”. La paradoja del gusto por el trabajo es que entre más tiempo le dedicamos, más tiempo y calidad le destinamos a actividades menos tensas pero más intensas. ¿Cómo no gozar de la vida después de una jornada esforzada de un trabajo bien hecho?
Cada quien sus gustos y necesidades, pero no deja de haber un cierto patetismo entre aquellos que el día que comienza su vida laboral inicia también el conteo de los días que faltan para jubilarse. Es como vivir en la cárcel. Cada quien tiene derecho a planear y organizar su vida como quiera y dependiendo de sus circunstancias y modos de asumir la existencia, y debido a esa pluralidad la reforma laboral debiera abrir opciones de horario, seguridad social y salario. El actual régimen cerrado no puede mantenerse porque condena a millones a la nada laboral. Cada quien sus gustos y necesidades, pero la burocracia es burocracia precisamente porque pertenece al reino de la ley del mínimo esfuerzo.
Hay trabajos degradantes y también hay personas que se sienten degradadas por trabajar. No vivimos en Jauja, todo requiere esfuerzo. No trabajar enferma; la falta de esfuerzo nos vuelve débiles y estúpidos. El gusto por el trabajo no es gratuito: suele ser el fruto de la derrota, del fracaso; es un fruto amargo a veces, ácido otras tantas; sin embargo, el trabajo es el núcleo fundamental de la experiencia.


No hay comentarios:

Publicar un comentario