jueves, 29 de julio de 2010

Raíces de agua

A principios del año del bicentenario los cerros y los montes se desplomaron sobre el viejo pueblo minero de Angangueo, en Michoacán, y casi lo sepultan. Agua, lodo, piedras y troncos arrasaron con el antiguo caserío, incluido el templo de la Inmaculada Concepción, un gótico copiado de Nuestra Señora de París y cuyo altar mayor fue traído de Italia hace más de cien años. El pueblo de cerros arbolados y aguas que bañan el enorme surco de cuevas y escondrijos fue avistado en 1550 por el conquistador Nuño de Guzmán, que se maravilló ante aquella hondonada boscosa. El pueblo casi desaparece con la fuerza del agua que a su paso sumó gruesos troncos de pino, oyamel, junípero, encino y cedro, y también a piedrillas, pedruscos y peñascos y a grandes capas de lodo que, en una masa deslavada incontenible, azotó su furia sobre este pueblo encañado. En dos de sus acepciones, Angangueo significa “entrada a la cueva” o “dentro del bosque”, términos sin duda emparentados con “misterio”. Lo que ocurrió en Angangueo es una calamidad que sufre todo el país: los cerros se desmayan y se derrumban.
Le preguntaron a un anciano campesino el por qué de la catástrofe. Triste, desconcertado, con la mirada perdida en un horizonte desolador, respondió: “Es que cortaron todos los árboles”.
Nadie organiza una fiesta en honor a los cimientos de su casa. Terminada y habitada, no se piensa en ellos, salvo cuando aparecen las primeras cuarteaduras, cuando una hendidura recorre viboreando uno de los muros, cuando el techo se cuelga o una pared se pandea; pero en esos casos la gente se mortifica, no hace una fiesta. Nadie propone un brindis a la memoria del cemento, las piedras, las varillas y demás materiales de una construcción. Nunca se ha visto que un propietario turne invitaciones a familiares y amigos para conmemorar la firmeza de los cimientos de su casa, la solidez de la obra negra; pero si un propietario destruye intencionalmente las trabes estructurales o socaba los cimientos de su casa, sin duda está loco; además, el derecho de propiedad no es absoluto y no puede legalmente derruir su vivienda sin permiso de la autoridad.
La cimentación que sostiene la estructura de la casa está enterrada y emparedada; es invisible pero real. Sólo los laputienses de Gulliver tenían la extraña costumbre de fijar los cimientos de los edificios en la parte de arriba, y desde lo alto empezaban la construcción de casas y edificios. Pero la costumbre de los laputienses era la representación tragicómica de la extraña manera de conducirse de los partidos políticos de la época de Swift, aunque antes y ahora los gobernantes tienen el hábito de dirigir los asuntos públicos de un modo enredado y esotérico, costumbre inverosímil entre la gente común y corriente que sabe que la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta, no el círculo.
En cambio, los cimientos de la naturaleza están a la vista y en la parte alta: el agua, los árboles, las piedras, el follaje donde se esconde la cautela de animalillos y duendes. Los árboles, los arbustos, las matas de yerba salvaje, las ramadas secas, el follaje inextricable, las enredaderas que se abrazan a los troncos y las piedras de todos los tamaños, son la cimentación de cerros, montes y montañas. Interiormente, el agua es la estructura que soporta el suelo; se filtra, se cuela por los diminutos bosquejos y hendiduras que mezquites y huizaches abren camino como tendiendo una alfombra por donde han de pasar las reinas de la noche, las aguas que ascienden del mar hasta el cielo y luego se dejan caer, ligeras o tormentosas, sobre los campos sedientos.
El mar de basura nos ahoga. Es el resultado de un proceso largo y pesaroso que comienza en el momento en que un árbol cae por la fuerza perseverante del hacha, del serrucho, de la sierra eléctrica o de la tristeza senil del gigante derribado. No todas las cosas están cimentadas en su base o enterradas en las oscuridades que las soportan. Hay cimentaciones que están arriba, en la superficie, en la parte más alta y visible. Son los cimientos arbóreos, las piedras impregnadas de tiempo, el agua que “en lluvia sube hasta el cielo y en llanto baja hasta el mar”.
Claudio Magris cuenta en El Danubio que cuando los leñadores bávaros talaban un árbol se quitaban durante un instante la gorra y rogaban a Dios que le concediera el último reposo. Existe, dice, una religiosidad de la madera; su florecer y su envejecer hacen que se sienta al árbol como a un hermano. Explica que ninguna criatura viva puede ser excluida de la redención o ser aniquilada por la eternidad. Ante el árbol caído se recitaba el kaddish, la plegaria fúnebre que también se cantaba por la mariposa que muere y la hoja que cae. Los leñadores no eran naturalistas y tampoco ambientalistas; no predicaban, no oficiaban un culto a la divinidad arbolada, no sentenciaban conductas morales ni perseguían infieles. Frente al árbol caído, mostraban una contrición que no les constreñía la vida. Con la madera construían sus casas y sus muebles; con ella se protegían del frío, del calor y de la lluvia; con troncos y tablones fabricaban las embarcaciones en las que navegaban río abajo llevando su comercio agrícola y artesanal a otros pueblos; con ella tallaban los zuecos de sus mujeres, y el árbol derribado era la causa eficiente de sus armas y sus fiestas. Casi romántica es la imagen de los leñadores cantando al final de la jornada, entonando las melodías que a mediados del siglo XIX escuchó Schumann, las que luego pautó en sus Kinderszenen: labradores y campesinos conciliados con la naturaleza. Derribar un árbol inmenso era como vencer a Goliat, pero concluida la batalla no había muestra alguna de vanidad, sino el duelo que sigue a la muerte de un ser vivo.
La religiosidad de la madera es muy antigua, se pierde en el tiempo y en el espacio, y sus devotos no fueron nunca los dueños de los grandes aserraderos o los maestros ebanistas, aunque estos últimos tuvieron la devoción por la obra maestra, una devoción que guarda comunión entre dos almas, la de una tira de madera cortada con precisión aritmética y la de una mano diestra y amorosa que le da forma.
Los poetas le han cantado a las piedras del camino desde que la humanidad tiene memoria. Con canto y sin él, hay en el mundo muchas personas que tienen una afición especial por las piedras. Son amantes de ellas, no sus coleccionistas. Tampoco son poetas o quizá lo sean sin saberlo; su gusto por la inmensa variedad de piedras es el impulso que los lleva de un sitio a otro, sea en la brevedad de su geografía inmediata, sea en sus recorridos por ciudades y campos de países cercanos y remotos. Son, si se me permite, viajeros de piedra en piedra: las contemplan en la distancia de sus contornos en cerros y montañas o las acarician con sus manos curiosas, moldeando sus texturas, aristas y pesos. Las contemplan sin extasiarse; prefieren el tacto, el encuentro cara a piedra; las degustan con ojos y manos, se raspan las yemas de los dedos con sus heridas, con sus huecos y sus relieves. Saben, aunque ignoran por qué, que las piedras son seres vivos, y en su fuero interno imaginan el alma de la que proceden y los nutrientes que el tiempo les ha impregnado. El amor a las piedras es una adivinanza de tiempo.
Volverse piedra es otro asunto. Los amantes de las piedras no desean convertirse en una de ellas, pero piensan que el ser humano acaba por ser polvo pedrusco desperdigado, y luego, con la ayuda del tiempo y los caprichos del viento, una piedra cualquiera, preciosa por ser cualquiera, por su trayecto azaroso durante miles y millones de años, la consideran una obra asombrosa. Poco importa a estos amorosos de las piedras las ciencias naturales; no es la precisión geológica el móvil de su gusto, sino el misterio de la larga travesía que una piedra cualquiera ha recorrido hasta el presente.
Caer como piedra o dormir como piedra es un placer inmejorable; pero antes se requiere no ser piedra ni soñar o desear la petrificación.
Los cariñosos de las piedras no quieren ser piedras: ni bloques enormes de mármol ni canteras monumentales, ni piedras pequeñas y ligeras ni rocas fantasmales. Las respetan. La piedra es civilización; ésta descansa sobre piedras; la cultura del mundo está fundada en y sobre una piedra; los palacios, los parlamentos, los castillos y las instituciones son simbolizados en formas pétreas. Pero una piedra cualquiera, la que no ha sido dotada de significado histórico, cultural o económico, vale por sí misma. Es ella misma, desnuda de proezas, libre de glorias y exenta de imprecaciones.
“La piedra es un diario impresionista del clima, acumulado durante millones de desastres”, dice el poeta Ósip Mandelstam. Él lo descubrió en el mar Negro, a donde fue a escribir un ensayo sobre Dante y la Commedia. Mandelstam confiesa que pedía consejo a las calcedonias, a las cornalinas, a los yesos cristalinos, a los espatos, a los cuarzos. Entonces comprendió que la piedra es como un diario del clima, una especie de concreción meteorológica. Escribe: “La piedra no es otra cosa que el clima mismo, pero excluido del espacio atmosférico y colocado en el espacio funcional. Para comprender esto hay que imaginar que todos los cambios geológicos, y aun los propios movimientos geológicos, pueden ser perfectamente descompuestos en elementos meteorológicos. En este sentido la meteorología es anterior a la mineralogía, la contiene, la baña, descubre sus raíces y le da sentido” (Coloquio sobre Dante).
Mandelstam cree, con sensibilidad poética y razón científica, que la piedra no es solamente pasado; es también futuro: “Es una lámpara de Aladino que penetra en las tinieblas geológicas de los tiempos por venir”. Su poemario temprano Piedra es una exquisita expresión de amor a las piedras, al futuro que prometen. Los árboles y las piedras, celosos vigías de cerros y montañas, hilvanan la sombra y la luz de las raíces de agua.

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