martes, 6 de julio de 2010

Los muros de la desconfianza

Las percepciones pueden ser temibles. Si se cree que las mafias del narcotráfico son invencibles, por eso son invencibles. Entonces se cumple el objetivo de la delincuencia, el de infundir un miedo tal que se anulen las reservas de valor civil de la sociedad. La realidad es que el poder del crimen organizado no es invencible, pero una sociedad atemorizada es la geografía ideal donde los delincuentes se mueven a sus anchas. Está bien la presencia de policías, pero está mejor la presencia de la población. La actitud ante la violencia no es un asunto de optimismo o pesimismo, sino de dignidad personal y colectiva. El miedo es la soga que uno mismo se pone al cuello. Tengo un ejemplo a la mano que puede servir:
El hecho ocurrió en una ciudad fronteriza y es una muestra de la psicosis colectiva que ha producido la violencia. Un joven veinteañero –sus padres son amigos muy queridos–, alegre y entusiasta como el que más, acude gustoso al auditorio donde una de sus primas habrá de recibir, en la ceremonia de graduación preparatoriana, su diploma de bachiller. El lugar está atiborrado de familias y amigos. Hay gente de todas las edades: abuelos, padres, tíos, hermanos, primos, amigos, niños. . . A cada graduado nombrado corresponde un aplauso de su familia y amigos, como es costumbre en estos casos. Una porra aquí, otra allá, gritos jubilosos en este pequeño grupo, silbidos de alegría en aquel, “bravos” que inundan el auditorio como una ola en un estadio, aplausos y más aplausos, porras y más porras. Cuando el maestro de ceremonias dice el nombre de la prima del joven veinteañero, éste, que quiere un estruendo festivo digno del acontecimiento, se pone de pie y con fuerza hace girar una matraca de regular tamaño. Al instante la gente corre despavorida buscando la salida. En un segundo los rostros alegres cruzan la espesura del espanto, los nervios se crispan y una densa nube de alaridos se apodera del lugar. La gente atropella, se atropella, se cae, se levanta, otros caen encima, unos más brincan las hileras de butacas para alcanzar la puerta, algunos parece que vuelan, muchos chillan, gritan a sus hijos, se tiran en el pasillo entre butacas. La ceremonia pudo reiniciarse media hora más tarde. La tronada de una maraca de regular tamaño fue percibida como un ajusticiamiento colectivo. Ya en la calle, la gente vio tres ahorcados colgando de un puente de la avenida, cada cual con un letrero ilegible.
Charlo con el joven veinteañero en una cafetería de la Plaza de Armas de Querétaro. Me cuenta, apenado, la temible anécdota luego que escuchó el zumbido atronador de un cohete, tal vez en el templo de La merced. “Allá, dice, un petardo de feria provoca que la gente corra a refugiarse donde sea, debajo de un automóvil o de una mesa, detrás de un árbol o de una pared. Y aquí, con la plaza repleta de gente, el cohete pasó sin que nadie se diera cuenta”. Le respondo que lo he visto y sufrido. Sólo acierto a recordar que la calle es de la gente, no de los delincuentes o de la policía. Es nuestra, sería un suicidio huir de ella. Cualquier cosa es preferible al miedo.
De seguridad se habla todos los días. Políticos, gobernantes, intelectuales y analistas hablan del asunto como otros hablan de sus alegrías y penurias cotidianas. Los especialistas definen, clasifican, explican; nunca antes la seguridad y la justicia penal habían tenido tantos expertos; elaboran teorías, sugieren estrategias, diseñan marcos institucionales y proponen reformas legales. El tema parece sencillo. Al menos así les parece a los especialistas que no pertenecen a las élites gubernamentales que toman las decisiones o al grupo de asesores que diseñan modelos y venden sus anticuados enfoques sistémicos. En todo caso, analizan el problema, como se dice ahora, con una visión estructural. El problema ya no resulta tan sencillo para los que tienen la responsabilidad de decidir. Por el contrario, señalan que la seguridad pública y la lucha contra la delincuencia organizada son problemas complejos. Es cierto, los asuntos políticos suelen ser complejos, pero el abuso del adjetivo “complejo” ha devenido en coartada de los especialistas para delimitar un campo de acción cada vez más reducido, con exclusión de los que no son especialistas, no se diga si se trata de simples ciudadanos que nada saben de lo complejo que es lo complejo.
Cada vez que escucho que tal y cual problema son muy complejos, sospecho una intención excluyente, deliberada o no. Es cierto, el ciudadano común nada sabe de seguridad ni de combate al narcotráfico, pero sabe más que nadie de inseguridad, injusticia, miedo e impotencia. Los especialistas se ocupan de la justicia: la conceptualizan, definen sus esferas, organizan instituciones, teorizan sobre sus elementos, medios y fines. No se han ocupado, en cambio, de estudiar la naturaleza de la injusticia, la que no pertenece al ámbito de las instituciones, la de los comportamientos interhumanos y sus consecuencias injustas. La sociedad civil es invisible pero real, y en ellas se producen injusticias manifiestas que son evitables mediante una cultura de respeto, civilidad y legalidad.
Aceptemos, en fin, que los asuntos de seguridad y delincuencia organizada son complejos. El escritor y político irlandés Edmund Burke (1729-1797) nos diría: “Es difícil hablar de ellos pero es imposible callar”. Va una decena de notas esquemáticas sobre esos problemas tan complejos:
1) Se repite que la estrategia de la lucha contra la delincuencia organizada ha fracasado. Se habla tanto de fracaso que hemos perdido de vista qué es lo que ha fracasado. La idea de fracaso parece moverse en un espacio ciego, un espacio muy del gusto de Musil. Queríamos un pastel de fresa y criticamos que sabe a manzana, pero pasamos por alto si es pastel. El fracaso se convirtió en una idea generalizada y dejamos de prestar atención al sustantivo. Exagero, sin duda, pero también exageran los especialistas en temas de seguridad cuando sentencian el fracaso de la estrategia, como si tuviéramos completamente claro de qué estamos hablando. Porque ¿cuál es la estrategia? ¿Sólo es una? ¿Son varias? ¿El fracaso es el predominio de lo policial? ¿Es la inclusión del Ejército? ¿Se refieren a la falta de inteligencia o voluntad para detectar y decomisar el dinero sucio y su lavado en el sistema financiero y bancario y en otras actividades económicas? ¿Qué es una estrategia? ¿Qué es un fracaso?
2) La mejor manera de combatir el delito es combatiéndolo. Si vemos el asunto desde una perspectiva histórica, la estrategia contra la delincuencia organizada es el combate mismo a la delincuencia organizada, en especial al narcotráfico. La decisión de combatirlo la tomó el presidente Felipe Calderón, una decisión cuya magnitud y alcances no tuvimos durante cincuenta años, contados desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Con la intensidad y determinación actuales, el combate al narcotráfico no existió durante ocho sexenios. En el gobierno de Ernesto Zedillo se conceptualizó “delincuencia organizada” y se instituyó su combate. El esfuerzo se interrumpió en el sexenio del presidente Vicente Fox.
3) Durante varias décadas el narcotráfico fue un problema menor; al menos así lo consideraron los gobiernos del PRI durante cinco o seis sexenios; cuando creció (la década de 1980 es clave), la política en México estaba concentrada en entender y atender la grave crisis económica. El hecho es que el combate al narcotráfico fue históricamente un problema reducido a policías y ladrones, monopolizado por los altos jefes policiales del país, con las consecuencias que hoy padecemos: corrupción, fusión de intereses criminales y policiales, complacencia a unos y exterminio de otros, acuerdos “oficiales” sobre territorios. Sólo con Calderón el combate al narcotráfico se desmonopolizó; es decir, se asumió como un problema de estado, aunque en la práctica el combate no ha congregado los pactos característicos de un asunto de estado.
4) El narcotráfico creció sin demasiadas trabas. En la perspectiva histórica, la responsabilidad política y moral es de los gobiernos del PRI. Por eso es mezquino que sus dirigentes acusen que ha fallado la estrategia, como si el problema hubiera nacido hace un lustro.
5) El presidente Calderón insiste en el diálogo y llama a fortalecer las instituciones de seguridad del país. En el PRI responden que es demasiado tarde. Sin embargo, la respuesta es impolítica, pues en política son relativas las concepciones “demasiado tarde” y “demasiado temprano”. Nunca es demasiado tarde para dialogar. La criminalidad sigue causando grandes daños a las instituciones públicas y a la sociabilidad; detener o paliar esos daños es un asunto de cualquier tiempo.
6) Es un error reducir el diálogo a las instituciones de seguridad. Se necesitan acuerdos y reformas que fortalezcan las instituciones públicas, en especial los partidos, el sistema representativo y los poderes judiciales.
7) Un apremio impostergable es evitar que la corrupción del narcotráfico penetre las instituciones partidistas y los procesos electorales. La reforma democrática es imprescindible. El objetivo sería reforzar la confianza en la democracia y ahuyentar la indiferencia anti política. El alto abstencionismo de las elecciones de Chihuahua (65 %) y de Tamaulipas (60 %) es un ejemplo visible. El temor y la indiferencia explican la baja participación.
8) El presidente Calderón hace cosas buenas que parecen malas y cosas malas que son malas. Si la guerra contra la delincuencia organizada es un asunto de estado, el presidente no ha estado a esa altura.
9) El diálogo no es incondicional, pero los agravios y las condiciones deben formularse en una mesa de trabajo. No hay excusas infranqueables si se piensa en la supervivencia misma del régimen democrático.
10) Es evidente la mutua desconfianza. Los gobernadores del PRI y del PRD se toman con reservas la colaboración y los funcionarios federales desconfían de los gobernadores no panistas. ¿Cómo derribar los muros de esa desconfianza? No veo cómo, salvo que la clase política sobreponga a los agravios y las revanchas los intereses generales del país.

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