lunes, 12 de julio de 2010

El hijo del tejedor

“Mi vida está llena de muertos. Pero el más muerto entre los muertos es el pequeño niño que fui”: Georges Bernanos

Lo mejor de la infancia son las excursiones. No exageraba Mauriac cuando decía que la infancia es el paraíso perdido. En las excursiones perdíamos el sentido de la naturaleza: nosotros éramos la naturaleza misma, una fuerza fundida. Así lo fue por lo menos en mi caso y en nuestro barrio. De ellas converso con el hijo del tejedor, a quien he encontrado luego de tantos años. Algunas etapas de la infancia pueden ser borrosas, inconexas, difusas; las excursiones son memorables, nítidas como las lunas blancas de las noches negras de diciembre. El hijo del tejedor y yo las recordamos con sorprendente precisión de detalles. Están adheridas a la piel más fina de la memoria; se cuelan sin permiso en el recuerdo, palpitan en los olores, los sabores, las risotadas; vienen solas y se van cuando les da la gana; nos dejan sus dibujos de árboles y matorrales, el sol naranja circulado por unas nubecillas sosegadas, veredas desgarbadas y serpenteantes, cerros lejanos que, erguidos y solemnes, impregnan de misterio el horizonte.
Trepados en un mezquite o tumbados en la yerba promiscua, una excursión era bordear los misterios del paraíso. Sobre un peñón enorme, con los brazos extendidos y el rostro de barbecho, las bocas abiertas recibían el milagro de la lluvia, el crujido del granizo; no teníamos alas, pero de nuestros labios, como reza un verso de Rilke, brotaba una mariposa. El hijo del tejedor se fue a Estados Unidos a estudiar ingeniería genética; ha regresado, no sé qué tantos años después, a visitar a su madre enferma. Hablamos de plantas y animales, de piedras y arbustos, de ríos y cuevas, del estanque de El Pueblito donde se ahogó el hijo del afilador. “¿Te acuerdas del hijo del afilador, el goleador del equipo?”
En uno de sus ensayos (Plantas y animales), Alejandro Rossi escribe que un jardín zoológico es un homenaje al cazador y que hay niños que han visto tigres y osos polares y nunca un burro o un conejo. Es posible que en la ciudad futura los zoológicos alberguen, para asombro de la infancia, no sólo cóndores e hipopótamos, sino también terneras, ovejas, cabras y cerdos. Recuerda Rossi que Pio Baroja nos habla de la sorpresa de un niño cuando le dijeron que debajo del asfalto había tierra, la misma en la que se sembraba el trigo. La distancia es la categoría básica, escribe Rossi. Lo usual ya no es ver el pollo vivo, sino dividido en pechugas y muslos y el pescado siempre está sobre unas barras de hielo. Es la naturaleza muerta: el animal despellejado, el filete sin espinas, el trozo de carne, el final de un proceso cuyo origen nos es cada vez más remoto.
El hijo del tejedor se queda pensando. Su mirada triste es la que habla: “Lo de hoy no se parece en nada a nuestra infancia. Para empezar, cada casa –el hijo del tejedor se refiere a la hilera de casuchas donde terminaba la ciudad y comenzaba la aventura– tenía su propio corral. Los que vivíamos en la frontera entre el asfalto inerte y la naturaleza viva éramos pobres; en cada corral había unas cuantas gallinas, unos pollos, un cerdo, dos o tres chivas, cuatro o cinco cóconos y unas diez jaulas donde gorriones y canarios hacían jirones la música de Stravinski” (el hijo del tejedor es melómano, un poco anticuado pero culto; detesta a Stravinski; afirma que la buena música terminó con Schubert).
“Algunos de nuestros vecinos –sigue– no eran tan pobres; don Gervasio el pajarero, que vivía en Arteaga, tenía dos gallos de pelea, el soldado tenía su bicicleta, el cartero se daba el lujo de ir a La Caldera cada mes y el peluquero podía mantener a dos mujeres. Tu padre, sin ir más lejos, tenía, sin contarte a ti, dos burros: yo lo veía cuando paseaba por los alfalfares, cuando los cargaba de tabiques que compraba en las ladrilleras de Santa María Magdalena, cuando los balanceaba con sendos cántaros de agua del corral de piedra. ¿Acaso ya no te acuerdas de tu padre?”, me pregunta elevando el tono de su voz opaca y triste.
El pasado es un país extraño y remoto. Pero el pasado no es cuestión sólo de tiempo. El espacio también cuenta, a veces más que los años. Viajar de un sitio a otro, aun en distancias pequeñas, es viajar al asombro. Formas de hablar, costumbres, hábitos, gestos, comedimientos, naturaleza.
Borís Pilniak narra en Un cuento sobre cómo se escriben los cuentos que una muchacha rusa casada con un escritor japonés se extrañaba de que en los mercados de Japón no vendieran los pollos enteros sino en piezas, y se podían comprar separadamente las alas, la pechuga, los muslos. Eso era inconcebible en Rusia y lo era en Querétaro en la época de nuestra infancia, ya no se diga antes. Los pollos se vendían enteros, no en partes. Pero al mercado sólo íbamos a vender, no a comprar. Recuerda el hijo del tejedor:
“En casa no había dinero para comprar un pollo en el mercado. No era la costumbre ni había necesidad. La primera rosticería que hubo en la ciudad fue todo un acontecimiento, ¿te acuerdas? Teníamos que conformarnos con una gallina del corral a la que nuestras madres torcían el cuello con una pericia y una determinación que hoy ofendería los sentimientos de los protectores de animales. El caldo de gallina, con el repollo y la pieza de carne nadando en el milagroso líquido, era una delicia. Luego del caldo venía un plato de acelgas o verdolagas enchiladas con costillitas de cerdo y frijoles de la olla en abundancia. Lo mejor era tomar uno mismo del comal las tortillas infladas. Un jarro de agua fresca del corral de piedra era como el banderazo de salida: había llegado el momento de partir a La Cañada a corretear liebres y coger escarabajos para volarlos en redondo. Éramos pobres y por eso nunca había postre, pero en el camino, ¿te acuerdas?, comíamos garambullos, duraznos, higos, tunas, moras, nísperos y otros milagros que la naturaleza de la vereda nos ofrecía con una sonrisa, entrecerrando los ojos. Éramos pobres y sólo cada mes había buñuelos, calabaza endulzada, tamales de ceniza o uchepos, jocoque, pozole, gorditas de trigo con un vaso de leche o, cuando la pobreza se ensañaba, apenas un bolillo de nata y un champurrado hirviendo. Éramos pobres, pero eso sólo lo supimos muchos años más tarde, ya adultos, ya adulterados”, dice con ironía ácida el hijo del tejedor. Temps qui court, murmura.
Concluye Rossi que en la actualidad nos relacionamos con la naturaleza pura a través de una doctrina falsa. Escribe que la técnica acentúa la lejanía. En la ciudad, la naturaleza se presenta como parque o jardín, espacios limitados que intentan reproducir una imagen de ella. Parques y jardines son para mirarlos. Se puede uno sentar en una banca y contemplar el pasto recién cortado, mullirse en el fluir monótono de los chorros de agua de la fuente, recorrer con la mirada la enorme jacaranda que te lanza dos veces por año sus besos de lila, pero no más. Cuando una abeja ronda tu cabeza, ya tienes con quien charlar. Le cuento al hijo del tejedor una historia:
El lenguaje de las abejas abarca bastante más que la danza en forma de ocho como orientación de la comida. Eso dice uno de los personajes de Primo Levi (Pleno empleo). Este personaje logró compilar un pequeño glosario con algunos centenares de voces de las abejas. Por ejemplo, descubrió equivalentes de un buen número de sustantivos del tipo de “sol, viento, lluvia, frío, calor”. Sus voces tienen un amplio surtido de nombres de plantas; tienen por lo menos doce figuras distintas para designar manzano, según se trate de un árbol pequeño, viejo, sano, silvestre. Las abejas saben decir “recoger, picar, caer, volar”, y también cuentan para el vuelo con un número sorprendente de sinónimos: el “volar” propio de ellas es diferente del de los mosquitos, las mariposas y los pájaros. En cambio, no distinguen entre caminar, correr, nadar o viajar sobre ruedas. Para ellas, todos los desplazamientos a ras de suelo o sobre el agua son un “arrastrarse”. Se contentan con una nomenclatura extremadamente genérica para los animales más grandes. No distinguen entre hembra y macho, distinción que el personaje les ha explicado. Las colmenas le han confiado algunos de sus misterios: de qué manera deciden el día en que tendrá lugar la destrucción de los machos, cuándo y por qué autorizan las reinas la lucha a muerte entre ellos, cómo establecen la relación estadística entre zánganos y obreras. Pero las abejas no te lo dicen todo. Mantienen algunos de sus secretos. Son un pueblo de gran dignidad.
El hijo del tejedor me contó a su vez el experimento con hormigas que llevó a cabo su hijo adolescente. En un pomo vacío de mostaza, sin lavar, metió unas quince hormiguitas. Cavó un hoyo de la profundidad del pomo y dejó a la intemperie la entrada, a ras de la superficie. Las hormigas no han dejado de hacer esfuerzos por ascender por el vidrio grasoso y alcanzar la libertad. Los intentos han sido infructuosos. Las paredes resbaladizas lo impiden. El muchacho comprobó el primer día su hipótesis: las hormigas se montaban unas sobre otras para que la de arriba pudiera salir. No lo consiguieron, pero descubrió un suceso que lo tiene perplejo: las hormigas del exterior, en su trajinar, se han dado tiempo para arrojar piedrecillas al fondo del pomo. En un mes el frasco ya va a la mitad. Antes de veinte días el pomo estará al tope, y las hormigas podrán salir del calabozo y reemprender su trabajo cotidiano. El muchacho ha aprendido algo del lenguaje de las hormigas: su naturaleza es contractual; tienen un lenguaje mediante el cual todo el día llevan a cabo pactos o acuerdos, y son capaces de negociar un intercambio que les permita vivir en paz, a cambio de lo cual se comprometen a terminar con las larvas nocivas de los jardines. Tout est possible, même Dieu, dice en un suspiro el hijo del tejedor.
“¿Cómo está tu madre?”, le pregunto.
–Mi madre se muere. Sus ojos ahuecados ya sólo miran hacia dentro. Tiene las uñas grises. ¡Che so oio! Ayer me miró con el poder de su alma. Con su voz débil y quebradiza me preguntó:
–Hijo, ¿por qué eres tan infeliz si ya no eres pobre?

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