jueves, 1 de julio de 2010

El telegrama del médico

En la fe de mis padres el oído era más importante que los ojos. Podíamos mirar sin restricciones, pero las advertencias sobre lo que escuchabas eran sentenciosas: “Ten mucho cuidado con lo que oyes”. En mi caso, leer tampoco tenía reglas prohibitivas o preventivas, y además no había muchas opciones. Quizá por eso me sorprendió que unos padres indignados fueran a la Preparatoria a denunciar la inmoralidad de la maestra de psicología por habernos dejado la tarea de leer El arte de amar de Erich Fromm. En mi casa, ni en cuenta. Leí a Erich Fromm sin ningún problema, excepto, claro, el de que no le entendí. Lo mejor fue, al final del curso, el viaje que hicimos a Cuernavaca con la profesora de psicología a conocer a Fromm. Ya no vivía en México, pero se había dado una vueltecita a saludar a los amigos. La profesora de psicología, que había sido su alumna en la UNAM, no pudo quedarse a vivir en Querétaro, pues el Ordinario de este Lugar presionó con fanática insistencia. Antes, los padres indignados hicieron en el atrio de la parroquia de Santiago una pira con los libros de Fromm.
En casa, pues, no teníamos advertencia de ninguna especie sobre ver, leer, tocar, gustar y oler. Oír, en cambio, era la puerta por donde entraba el mal. Hace algunos años leí las novelas de Javier Marías y pude entender la advertencia materna. El oído es la ventana por donde entra el azar: lo malo y lo bueno. Ha de ser por eso que los curas y los psicólogos tienen sus retiros espirituales. Necesitan, por decirlo así, desaguar los residuos sólidos de la condición humana azolvados durante años.
En la calle no hay peor infortunio que toparte con un conocido al que amablemente saludas y te detiene para contarte, en un acto teatral de infame conmiseración, su mísera existencia. Luego del melodrama que te avienta impúdicamente, el tipo, a quien apenas conoces, se despide al estilo del jibarito Rafael Hernández: parte loco de contento sin su cargamento en busca de otro incauto, mientras tú te quedas con su porquería, sin tener dónde tirarla, y el municipio aún no ha instalado en la ciudad tambos de basura moral, que podrían tener dos tiraderos: en uno se podrían depositar las miserias y en otro las tonterías que escuchas, teniendo mucho cuidado en no revolverlas y en no desparramar el tambo, pues en tal caso la contaminación moral de la ciudad infectaría a niños, ancianos y mujeres embarazadas, con las nefastas consecuencias que tal cochinero causaría en la salud mental de personas inocentes.
Javier Marías acentúa en sus novelas la relación oído-azar. Es inevitable oír, y lo que oyes te puede torcer la existencia durante un día, un mes o toda la vida. El oído, dice, no tiene, como los ojos, párpados que lo protejan de lo que otros dicen. Supongo que en la recomendación familiar había la intuición de que los ojos tenían sus blindas naturales: cerrar los ojos o entrecerrarlos, voltear a otra parte, hacerte de la vista gorda o incluso el maravilloso poder de ver sin mirar. Oír indiscriminadamente y mantenerse inmune es propio de personas que tienen un carácter especial. Es un don. Sólo unos cuantos tienen el extraordinario poder de oírlo todo sin que les altere la vida. El más célebre de los duelos del oído lo protagonizaron dos escritores famosos que libraron, además de compartir un sofá donde se albergaba la precocidad de sus lubricidades, una verdadera guerra de oídos; fue una lucha cruel, sanguinaria, a muerte. Durante varios años fue un intercambio de carcomas auditivos, pero la vencedora indiscutible fue ella, la escritora irlandesa Iris Murdoch, y el perdedor fue el más grande oidor que ha conocido la humanidad, Elias Canetti. El duelo es memorable; no creo que la historia tenga conocimiento de una guerra de esta naturaleza, con dos personajes poderosos y temibles, nacidos para oír. Canetti, el perdedor, pudo escribir un epitafio entripado: “Cuanto aborrezco de la vida inglesa está representado por ella”. Ella, la ganadora, no logró escribir una literatura a la altura de la de él (ni de lejos), y en la vejez fue víctima del devastador mal del Alzheimer, que le hizo perder la memoria de todo cuanto había logrado devorar del alma de los demás, incluido lo que, con los artificios más refinados de la malignidad, le arrancó a Canetti al grado de devastarlo de por vida. El formidable duelo Murdoch-Canetti terminó en paradoja: el año que él murió (1994), a ella se le empezaron a descarapelar los recuerdos hasta convertirse en polvo, y luego vegetó durante cuatro o cinco años (falleció en 1999).
El político profesional se distingue del novato por el oído. El primero sabe administrar el elogio y el segundo se vuelve loco con el más vulgar de los piropos. Cuando se dice de un político que es un buen gobernante sólo se debe admitir en el sentido apuntado: la digestión del elogio. Si un gobernante cree o se cree todo lo que oye, está perdido. El buen gobernante promueve y alienta las intrigas palaciegas, pero no forma parte del juego ni es víctima del mismo. Se ríe de sus colaboradores y se burla de algunos que llegan a su oficina a ofrecerle charolas repletas de violetas y jazmines. Precisamente porque sabe oír, escucha las voces secretas de los demás, empezando por sus leales. El mal gobernante, en cambio, es manipulado fácilmente por sus colaboradores: lo doman, le inyectan odio, le hacen decir estupideces o cometer injusticias. Acaba siendo un oído de papel de china en manos de las mentiras de todos, un rehén de las intrigas de unos contra otros, un títere movido por el servilismo.
No obstante, la fe de mis padres tenía una advertencia más sutil. Era un consejo, por decirlo así, de tipo teológico: “Ten cuidado con lo que le pides a Dios porque te lo concede”. La recomendación no la entendí durante mucho tiempo y no he tenido la humildad para comprenderla del todo. Sé que, en general, le pedimos mucho a la vida y que la vida te lo concede a manos llenas, en una cantidad superior de la solicitada, pero muchas veces de manera trágica, como la del niño tuerto del cuento de Francisco Rojas González al que un cuete de feria le estalló en el ojo bueno y lo dejó completamente ciego, con lo que la virgencita “le concedió” su máximo deseo: dejar de ser tuerto y ya no tener que sufrir todos los días las burlas de unos escolares maloras: Uno, dos, tres, tuerto es. . .
La vida te concede lo que le pides. Cuando se han cumplido tus peticiones, te arrepientes de haber sido tan pedinche. Si la pedidera (palabra favorita de mi madre) se hace en tono solemne y juramentado, el resultado puede alcanzar niveles de humor negro. Cuenta en sus Diarios el escritor alemán Victor Klemperer una anécdota macabra de la Alemania hitleriana de 1938, en medio de la creciente histeria antisemita:
“En Berlín, un hombre lleva a su mujer a dar a luz a la clínica. Sobre la cama cuelga un cuadro de Jesucristo. El hombre: -Señorita, este cuadro hay que quitarlo, que lo primero que vea mi hijo no sea la imagen de ese judío. La enfermera dice que ella no puede hacer eso sin permiso, que dará parte. El hombre se va. Por la noche, telegrama del médico: -Tiene usted un hijo. El cuadro no hace falta quitarlo, el niño es ciego”.
Al gobierno le pedimos todo. Los estatistas son pedigüeños hasta lo risible. Según ellos, el Estado tiene la obligación de dar todo a todos. En diferente medida todos esperamos que el gobierno resuelva los problemas sociales, incluso los que son de la esfera de la responsabilidad privada. Escuché a una sufrida mujer pedirle al presidente Echeverría que hiciera algo para que a su marido se le quitara lo borracho. La petición no fue tan absurda como la respuesta, pues Echeverría ordenó que de inmediato se formara una comisión intersecretarial para resolver al problema.
Provenimos de una larguísima tradición providencialista del poder: Tlatoani-Rey-Presidente. En el presidente se encarnaron todos los poderes, virtudes y dones de la mixtura de varias culturas. Si hay un acto fundador del populismo de América Latina fue la expulsión de los judíos de España en 1492. Los Reyes Católicos oyeron la voz de su pueblo y decretaron una terrible injusticia. El mito de la opinión pública sintetizado en la máxima vox populi, vox dei es quizá la más desgraciada de nuestras taras políticas. La expulsión de los judíos de España fue, además de injusta y populista, culturalmente desastrosa, pues se expulsó una buena parte de la ciencia, el arte, la religión y la literatura acumulados durante dos mil años. Algo de esa cultura trajeron a América los conversos, a pesar de que la Inquisición los traía a punta de interrogatorios y condenas.
La voluntad del Presidente fue en el siglo XX Su Santa Voluntad. De esa raíz cultural proviene la burocracia más grande del mundo, cuyo final dimos por hecho con la derrota del PRI el año 2000. La realidad fue otra: la burocracia se multiplicó. La concepción panista del poder de “Tanto gobierno como sea necesario y tanta sociedad como sea posible”, fue echada a la basura en menos de un sexenio. Lo mismo ocurrió en las burocracias estatales y municipales. Los alcaldes del país, pobres en su gran mayoría, gestionaban sus necesidades en una camioneta destartalada, mal vestidos y peor tratados. Las cosas cambiaron radicalmente. El alcalde de un municipio en extrema pobreza ahora se traslada en una camioneta de lujo y come en los mejores restaurantes de la capital. Ya tiene asesores, ayudantes, al menos un guarura (nombre de soltera del actual escolta) y una burocracia que no sirve sino como cortejo de mieles y crisantemos.
Por eso debemos tener mucho cuidado con lo que le pedimos al gobierno porque nos lo concede. A cambio, el gobernante nos pide más sacrificios, sube los impuestos, la vida se encarece y crece la burocracia improductiva. Aprender a vivir sin tantos riesgos es aprender a pedir. El problema de la pedidera indiscriminada es que olvidamos lo esencial: que el pequeño mundo donde habitamos sea menos injusto, que todos podamos disfrutar las maravillas de la existencia, que se alivie, tanto como sea posible, el sufrimiento de muchos. Por lo demás, que cada quien se cuide, según su real gana, de lo que oye y de lo que le pide a Dios. Adiós.

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