martes, 29 de junio de 2010

Apuntes del subsuelo

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La ejecución del candidato del PRI al gobierno de Tamaulipas nos transportó de Sudáfrica a México en un vuelo sin escalas, abruptamente. No sabemos los nombres de los autores intelectuales y materiales del asesinato, pero sabemos que el móvil es un fragmento del acelerado proceso en que se pudren los organizados y se organizan los podridos. La ejecución fue un acto de soberanía ilimitada, la reafirmación de un poder que se quiere autónomo, que exige por la fuerza el reconocimiento del estado, que demanda el respeto de las instituciones sociales y privadas, que derrama su odio de alto calibre en una sociedad que va colmando su capacidad de susto, sorpresa y rencor. Como el hombre subterráneo de Dostoievski, el crimen organizado reclama para sí el temor de los demás antes que su indiferencia. La violencia delictiva es pariente cercana de la crisis de reconocimiento, su heredera legítima. Revueltas la criminalidad organizada y la desorganizada, la exigencia de respeto deja de ser individual y se convierte en institucional.
El subsuelo no es un lugar. Nunca lo fue. La metáfora de Dostoievski sólo se adelantó un poco a Freud, a Kafka, a Beckett. Los niños que fueron arrojados a los abismos subieron a la superficie y el lenguaje con el que han formulado sus preguntas son voces de metralla rencorosa, de odio soberano. Los hombres subterráneos pueden estar en todas partes; el odio, con sus distintos grados y efectos, los identifica, sea que porten una metralleta o un micrófono. Los hombres del subsuelo matan, masacran, aterrorizan; en la venganza va su alarido de reconocimiento. Con una locura menos intensa pero no menos degradante, la plaga de cronistas deportivos del mundial de fútbol no es ajena a la epidemia de resentimiento y revancha que ha trasminado las paredes más gruesas de la cordura; el lenguaje resentido de algunos cronistas (Carlos Albert y José Ramón Fernández por delante) ajustició sin misericordia al entrenador Aguirre, a los jugadores Franco, Bautista y Osorio, a los directivos. El atentado consistió en una ráfaga incesante de insultos, adjetivos groseros y desproporcionados, acusaciones histéricas y sumarísimas. Al final del juego contra Argentina, una pequeña avalancha de hombres subterráneos insultó a la esposa del jugador Guillermo Franco, y de no ser por la policía de Sudáfrica tal vez la hubieran golpeado. Ahí estaba el subsuelo, en un palco del estadio, en la frustración de los fanáticos de cuello blanco, en un alto funcionario público que, en otra circunstancia y escenario, dirige la institución que aprueba las inversiones públicas para ondear por el mundo las maravillas de México y que no dudaría en defender la integridad de las instituciones democráticas. Los fanáticos de cuello blanco del estadio sudafricano no representaban al burócrata de medio pelo al que le robaron el capote en la calle; representaban el papel de Raskólnikov con un hacha en la mano, pero enfrente no había ninguna vieja usurera. Se la imaginaron y contra esa imagen lanzaron su frustración.
No tengo una denominación más a modo que el título de la obra de Dostoievski, Memorias del subsuelo, para intentar comprender la causalidad de la delincuencia organizada y desorganizada del país. De hecho, las categorías “organizada” y “desorganizada” transitan a la obsolescencia. Los delitos patrimoniales se han incrementado en todas partes, los delincuentes están mejor organizados y son cada vez más violentos. La necesidad no es virtud, es necesidad. Pero no es una necesidad simple, pues las disputas por el dinero y el poder de hoy no son muy distintas de las disputas teológicas de ayer: las luchas son a muerte. En el discurso político y económico predominante se desprecia la necesidad humana de ganarse la vida, de granjearse la existencia, de trabajar por una convivencia razonablemente feliz, satisfecha, compartida. La lucha por la vida es, en el caso de millones de mexicanos, una necesidad básica, un gusto que satisface. No sólo de pan vive el hombre, pero primeramente vive de pan. El aumento de los delitos patrimoniales con violencia puede tener muchas causas, pero es un hecho cierto que los estados nacionales deciden cada vez menos el rumbo de la propia economía y que los gobernantes han sido arrastrados por el lenguaje y el remolino destructivo de un sistema financiero global que impone sus reglas de manera ciega, sorda y bruta.
Estamos ante una nueva versión del determinismo histórico. La ideología de la competitividad no admite herejías o revisionismos. El progreso –se ha probado repetidamente– es una ilusión; en medio, entre la gente común, se quiere vivir como siempre; se vive con la convicción de que el trabajo es uno de los fundamentos de la dignidad humana, material y moralmente. Abajo y en medio, en el subsuelo, cientos de miles de jóvenes no tienen empleo ni forma de crearlo. La campaña publicitaria de Pepe y Toño no es la maravilla que se vende, y para confirmarlo basta adentrarse un poco en el laberinto burocrático de su estructura. La realidad es que un millón de jóvenes se incorporan anualmente a la necesidad de trabajar. No hay lugar para ellos y no hay condiciones para emprender. Las universidades, dice Gabriel Zaid, producen legiones de titulados que están capacitados para buscar trabajo, no para crearlo. Y entonces el delito se convierte en una opción laboral, en un destino impuesto por la precariedad y el desdén político, en una nueva actividad de la libre empresa donde los riesgos son mínimos y las utilidades son altas.
En alguna parte dice el sociólogo alemán Ulrich Beck que la lucha de clases es ahora la lucha entre los que tienen empleo y los que no lo tienen. Cualquiera sea la idea que se tenga de la lucha de clases, es real la presión que el desempleo ejerce sobre el empleo. En la sociedad del riesgo explicada por el sociólogo alemán, el que tiene empleo está sujeto a nuevas tensiones y peligros. Afuera son millones los que aguardan una oportunidad: empujan, alientan, se desalientan, maldicen. La sociedad del pleno empleo es cada vez más obscena y bochornosa: está organizada para no trabajar. No trabajar se defiende como una conquista histórica, una reivindicación laboral, la razón de ser de un sindicalismo arrebatado y cínico. Abajo y en todas partes la pelea es por la existencia. Del subsuelo brotan millones de gritos de reconocimiento.
El caso de Ciudad Juárez puede ser el ejemplo extremo de las memorias del subsuelo. Sin embargo, con sus variantes y proporciones, es la escena del drama nacional, la de una violencia que crece y se recrudece. Los niños-adolescentes de la delincuencia desorganizada son un traje cortado a la medida para reflexionar sobre una sociedad que padece la peor crisis de reconocimiento de la historia. Puede tratarse de un mero efecto, de un síntoma; es posible que unas causas más profundas se encuentren en algún lado; no obstante, el ser humano lo es por su necesidad de ser reconocido. Estamos ante una epidemia nacional de indiferencia de grandes proporciones. No deja de ser una paradoja que uno de los enemigos del individuo sea el individualismo. El individuo abandonado a su suerte, forzado a desagregarse indefinidamente, es víctima de una ideología que lo fragmenta, lo aísla, lo pulveriza. La soledad, lo ha dicho G. K. Chesterton, es una buena manera de estar con los demás, con esos otros que nos complementan. La soledad elegida nos puede entrenar para la buena sociabilidad, pero la soledad impuesta es la frontera resbaladiza que conduce al abismo. Cuando la soledad deviene en aislamiento, el vino del solitario de Baudelaire es como un segundo himno nacional.
La historia del individuo es la biografía de una larga persecución. Todos lo investigan, lo persiguen, lo organizan, lo conducen, lo colectivizan, lo despersonalizan: religiones, ideologías, corporaciones, agrupaciones, instituciones, filosofías, sectas, capillas, facciones y el implacable mercado. El individuo es el enemigo público número uno. La sociedad proclama la dignidad de la persona pero sospecha del que decide ejercerla: lo fustiga, lo acosa, lo insulta, le recrimina su egoísmo. Si el individuo ha sido acribillado por ideologías religiosas y políticas durante siglos, la persecución de hoy no es muy distinta, salvo que ahora el individuo se resguarda no sólo de los grupos devoradores, sino también de sí mismo. Pero ¿cómo esconderse de uno mismo? La manera más sencilla es meterse en la masa, pasar inadvertido, hacerse invisible, evitar las miradas.
Todos tenemos necesidad de ser mirados. Durante el romanticismo exultante de principios del siglo XIX, Balzac describe el ideal romántico de la época en la figura de Napoleón. Los personajes de Honoré no desaparecieron con el declive del romanticismo, sólo evolucionaron hasta enloquecer. Napoleón pasó de ser un héroe romántico a un vulgar deschavetado de manicomio. Otros napoleones han aparecido en el curso de doscientos años. Exigen reconocimiento ilimitado los artistas, los deportistas, los políticos, los narcotraficantes. Todos ellos han vivido en el subsuelo de la existencia, no importa si ricos o pobres.
La necesidad de ser admirado tiene, como el alcohol, distintos grados y efectos. El apetito de reconocimiento es desesperante, escribe Tzvetan Todorov, y al efecto recuerda a Freud, que cuando cumplió ochenta años fue ahogado en honores. Herr Sigmund señaló con gracia que “se pueden tolerar cantidades infinitas de elogios”. La frase de Freud es certera, salvo que a nadie se le prodigan “cantidades infinitas de elogios”. Cuando se apagan los reflectores, se apaga el éxtasis. El apetito desesperante no cede, pero no es exclusivo de los famosos. La necesidad de ser visto tampoco la satisface la gente común, la familia, la escuela, el amor ni se logra en cualquiera de los espacios públicos y privados donde un espejo humano nos refleja. El problema de la crisis de indiferencia de nuestra época es que no se ven en el horizonte de la cultura, la educación y la política los paliativos que acolchonen el odio y el miedo desenfrenados.

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