viernes, 6 de febrero de 2009

Cría cuervos: El engreimiento nacionalista

A Denise Dresser

El pasado 30 de enero el temperamento crítico de Denise Dresser retumbó en el foro “México ante la crisis” (ante legisladores, funcionarios y empresarios). El título del foro no podía nombrarse mejor: la conciencia de crisis lacra el alma mexicana desde el siglo XVIII, infiltrada en la alforja de los agravios del patriotismo criollo que gestó las idea de independencia y la Independencia misma. Denise Dresser nos pide –supongo que no sólo a los presentes en el foro– acompañarla en un ejercicio intelectual sobre una pregunta suya que me parece esencial: ¿Quién gobierna México? Mi enfoque –hay que decirlo de una vez– se basa en la revisión de lo que Octavio Paz llamó repetidamente “Estado patrimonialista”. El escritor Julio Figueroa nos invita a reflexionar sobre la reflexión de Dresser y nos envía el texto de su participación en el foro. Divido en dos partes mi opinión: una reflexión histórica y un comentario a la crítica de la escritora. Con ambas la acompaño en su empeño por entender la compleja y variada realidad mexicana. Mi reflexión histórica trata de responder al primer párrafo de su texto: “Tiene (México) una ubicación geográfica extraordinaria y cuenta con grandes riquezas naturales. Está poblado por millones de personas talentosas y trabajadoras”. Mal inicio: Denise Dresser exagera, salvo prueba en contrario.
“¿Es México, en realidad, un país rico?”. Con esta pregunta inicia Daniel Cosío Villegas su conferencia-ensayo La riqueza legendaria de México de febrero de 1940. Me parece que, en general, la historia de las desmitificaciones nacionales no tiene en su haber otra pregunta tan valiosa como la que formula nuestro ilustre liberal. La interrogante es inocente y capciosa al mismo tiempo. La brevísima frase incidental en realidad es una puntilla que penetra agudamente en los pantanos de las ideas, las creencias y las verdades acumuladas durante más de doscientos años de historia. Si la respuesta –sigue Cosío Villegas– resulta negativa, “¿Por qué, entonces, ha subsistido y subsiste la noción de una gran riqueza mexicana?”. Si la respuesta fuera afirmativa, la conclusión de don Daniel es válida: ¿Cuál es exactamente la riqueza de nuestros recursos físicos?
La respuesta sobre la riqueza de México es generalmente afirmativa: los recursos físicos del país son inmensos, variados y –en el colmo de la exageración– inagotables. Si México es un país rico o inmensamente rico, ¿qué tan ricos somos y con qué criterios medimos o calificamos esa riqueza? No hay un mexicano que no se haya formulado alguna vez la siguiente pregunta: si México es tan rico, ¿por qué entonces seguimos en la pobreza; por qué, dadas nuestras cuantiosas riquezas naturales, no somos un país tan desarrollado como el que más? Y junto a la exageración de la riqueza natural, la exageración denigratoria: el problema de México somos los mexicanos. Así, en una especie de patología bipolar, por la mañana miramos, azorados, la grandeza natural de nuestro territorio, y por la tarde miramos, deprimidos, la bajeza de la naturaleza humana de la población. Por donde se las mire, ambas miradas son falsas. Concedamos que la bipolaridad de las miradas no es absoluta, pero subsisten esos extremos en no pocas explicaciones académicas y creencias populares de la actualidad. Puede argumentarse con justicia que el problema de los recursos naturales de México no es cuantitativo sino cualitativo, que la hebra conductora de la madeja es su distribución desigual, inequitativa, desorganizada; pero, siendo cierto el argumento, su certeza no excluye la presencia real de la irrealidad: la leyenda de la grandeza natural y humana del país.


Cosío Villegas escribe su ensayo en un año en que la euforia nacionalista luce esplendorosa: el petróleo estaba por cumplir dos años de ser de los mexicanos. El primer dato que debemos considerar, dice, es que nuestro territorio dista mucho de ser ideal: “no es sobresaliente por magnitud; su configuración montañosa subraya el abandono del hombre en cuanto a la erosión de los suelos, dificulta la agricultura en gran escala y hace penosas y caras las comunicaciones; en las costas, donde se encuentran los suelos mejores, el clima es malsano. Bueno en el Altiplano y Mesa del Norte, pero allí la tierra es mediana o francamente pobre; la falta de ríos dilatados y navegables es una desventaja decidida; la precipitación pluvial en las Mesas del Norte y del Centro, sobre todo, es escasa e insegura, mientras en otras zonas, el Istmo de Tehuantepec, por ejemplo, resulta excesiva. . .”
La desforestación, una productividad agrícola penosamente baja y una ganadería que no podía compararse con la de Argentina, Uruguay, Australia, Estados Unidos y Canadá, son algunas de las consideraciones con las que Cosío Villegas pone en jaque la leyenda de nuestra grandeza natural. La situación de México –dice– no es del todo mala, “aun cuando me temo que no tan buena como la imaginación popular o la demagogia política lo quieren”. Setenta años después, ¿qué pensaría Cosío Villegas ante el desastre natural del suelo, el agua y el aire de nuestro rico territorio? ¿Qué diría Cosío Villegas del desastre cultural del campo mexicano, hoy que el promedio de edad de los campesinos rebasa los cincuenta años? ¿Cuánta memoria, cuánto lenguaje y cuánta sabiduría práctica ha perdido el país con la extinción de los campesinos? Supongo que la opinión de Cosío Villegas no sería distinta a la de Madame Calderón de la Barca, pero no cambiaría el título de su ensayo por un horrendo neologismo.



Cosío Villegas fue un aguafiestas de la alharaca nacionalista que inundó el país luego de la expropiación petrolera de 1938. Del realismo de las primeras líneas de su ensayo pasa a un pesimismo razonable, casi profético: “Nada más lejos de mí que disminuir la necesidad, que considero inaplazable, de usar buenas técnicas para explotar nuestros recursos naturales; pero no puedo admitir que con técnica lo tendríamos todo: primero, porque la técnica no lo da todo; segundo, porque ella, en gran parte, no nos pertenece”. Bienvenido, don Daniel, al 2009; bienvenida su sensatez a este tiempo de perplejidades.
En otro ensayo esclarecedor, El optimismo inspirador de la independencia, el historiador Luis González y González refiere la profusión de libros, periódicos, folletos, poemas, sermones, epístolas y hojas volantes de la segunda mitad del siglo XVIII y primer cuarto del XIX en los que se documenta el nacimiento y desarrollo del optimismo nacionalista y de gente agitada que incuba conspiraciones y conduce a la independencia. “Sin embargo –aclara el historiador– no se quiere demostrar que el engreimiento haya sido el factor determinante de las guerras de independencia”, sino el hecho de que la élite de la sociedad novohispana del siglo XVIII había acumulado una fe sobrada, grandilocuente, en las riquezas del subsuelo y en la inteligencia de los compatriotas. Y aunque la idea de la riqueza del territorio nos viene desde la llegada de los españoles, nunca había sido tan ditirámbica como en el siglo de las luces, remata el historiador González y González. En la fase de engreimiento nacionalista del patriotismo criollo de principios del siglo XIX están ya presentes los elementos constitutivos de un nacionalismo que, falsificado por exceso, nos ha llegado hasta el siglo XXI: grandeza natural y conciencia de saqueo.
La idea de grandeza natural y humana de México ha cabalgado durante al menos doscientos años. ¿Qué tanto pesa esa grandilocuencia en nuestro presente cargado de problemas? ¿Cuál es el estado que guardan los utopismos del siglo XX confrontados con el enorme peso del desastre de nuestros recursos naturales y con el evidente régimen de privilegios económicos, culturales y religiosos del país? Denise Dresser ofrece respuestas llanas y directas. De ellas brotan muchas otras preguntas: ¿De qué tamaño es la actual crisis, cuál es su verdadera dimensión, qué tanto es una nueva idea de crisis y qué tanto es una crisis real? ¿Quiénes ganan con la idea de la crisis y con la crisis misma y quiénes pierden?


Denise Dresser tiene de su lado la razón democrática antes que la razón histórica. Su crítica central advierte las defectuosas relaciones entre el Estado, el mercado y la sociedad. Una primera virtud de su reflexión tiene que ver con la escala de sus argumentos y ejemplos. No los busca fuera del alcance de nuestra mirada; los encuentra en México, muy cerca de cada quien, en las penurias que todos pasamos a la hora de pagar los servicios públicos y privados. Capitalismo de cuates, capitalismo de cómplices, capitalismo basado en los privilegios, no en la competencia. Estamos ante el dominio del poder de las relaciones: privilegios, “posiciones dominantes”, nudos sindicales, red de favores, concesiones y protección regulatoria que favorece a unos pocos. La manipulación de la economía de mercado ha herido gravemente al Leviatán: gobierno ineficaz, gobierno doblegado, gobierno empleado de las personas más poderosas del país, gobierno temeroso, gobierno coludido, gobierno simulado. No hay competitividad donde no hay competencia. ¿Por qué México no crece? Porque el modelo económico mexicano no tiene la mezcla correcta de Estado y mercado, regulación e innovación, afirma Denise Dresser.
El Estado perdió el control de sus criaturas. Les teme porque son temibles. Sin embargo, el Estado patrimonialista descifrado por Octavio Paz no ha mutado su naturaleza: la fusión de lo público y lo privado. Ahora se han ampliado las extensiones de la fusión: el Estado sigue siendo una extensión de la familia; pero ahora es también una extensión de la empresa monopólica, del sindicalismo canalla, de la parroquia altanera. Me parece que estamos pasando de la República Mafiosa a la República Infiltrada.
ireyesruiz@hotmail.com

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