miércoles, 11 de febrero de 2009

Memoria de gratitudes (4)



11 de febrero
El joven campesino comió en silencio la tarde de su partida a Estados Unidos a donde iba a ganar dinero. Su mujer, una jovencita de unos veinte años, de mirada triste pero sensual, iba y venía con una o dos tortillas calientes, todavía infladas. Nada dijeron y nada se dijeron. Ella no tuvo el valor de evitar lo inevitable, y menos de preguntar nada. Tres años antes, casi de recién casados, él se fue a trabajar dos meses a la ciudad de México. ¿Cómo decirle ahora que no se fuera? ¿Cómo explicarle que en las noches su cuerpo quedaba tan liviano que se le escapaba por el ventanuco del cuarto y en el aire caliente del desierto se pulverizaba en chispas de una soledad más árida que la tierra de la parcela? Este tipo de cosas no se le dicen al marido. Y menos cuando se trata de la lucha por la vida.


El joven campesino regresó cinco años después. Había mandado algo de dinero, que apenas alcanzó para el tratamiento de una infección pulmonar que ella padeció durante un año. Sin embargo, el dinero que traía consigo no era poco, y la vida de la pareja continuó su curso. Ella no dijo nada. Notó el cambio pero no dijo nada. Las partículas desperdigadas de su cuerpo se reencontraron, y por el mismo ventanuco por donde se fugaron entraron al cuarto y se posaron en una cama perfumada con talco para niños. Una tarde, cuando él regresaba a su casa después de vagar por el monte común, una vieja en el camino susurró no sé que arguendes y desvergüenzas de su mujer. Al llegar a su casa, se lo comentó. Ella, sin inmutarse, sólo dijo: “Hay que dejar que la gente hable y el río corra”. Y pensó: “¡Como si yo fuera la única!”. Nada más se dijo del asunto. Y él decidió no hacer caso a las murmuraciones de la comunidad.
Cierta tarde, tirados en la yerba del monte común, él quiso explicar, justificarse, contarle que su presencia junto a ella no era cosa de maldad o abuso. Pero ella no lo dejó empezar, intuyendo quizá lo que el joven campesino quería decir. Ella, sin mirarlo, dijo: “El azul del cielo mejor lo dejamos allá arriba, para que siga bonito”. Él le besó los labios y ella abrió su piel para que él entrara libremente por cada uno de sus poros humedecidos por el calor mortecino de la tarde agonizante.


El dinero ahorrado se terminó pronto y unos días después el joven campesino partió rumbo a Estados Unidos a ganar dinero.


(Existe una época en la vida, escribe Robert Musil, en que ésta se hace notoriamente más lenta, como si dudara entre seguir adelante o cambiar de dirección. Puede ser que en esa época ocurra más fácilmente una desgracia).


Así fue el tiempo para ella. Muchas veces deseó que la lentitud de la vida fuera interrumpida por una desgracia. “Si por lo menos se acabara el mundo”, pensaba con un amargo deseo de esconderse de las miradas de las grietas de la tierra árida. Se cuidó de no mirar el sol y de no permitir la entrada de la luna a su cama sin aroma. Cubrió el ventanuco de su cuarto con una manta negra y gruesa y se sentó a esperar, incondicionalmente, a su joven campesino.


Foto: Imogen Cunningaham, La cama deshecha, Plata sobre gelatina, 1957.

A los tres años el joven campesino estaba de vuelta. Ella nada dijo al verlo tan cambiado. “La culpa es de Estados Unidos”, pensó. Él besó su frente y ella lo abrazó entre sollozos. Un instante después, ella balbuceó un “Perdóname”. ¿Cuántos años tenía sin llorar? No le importó. Recordó que la semana anterior a su casamiento su llanto fue caudaloso y duró hasta un poco antes de salir al templo. Lloró tanto que decidió que ya había llorado por adelantado, por todo lo que le tocaba llorar en la vida. Ni una lágrima asomó a sus ojos la tarde cuando su padre fue aplastado por la piedra que se derrumbó del monte común. Tampoco lloró el día que su madre fue lanzada al aire desde la caja de una camioneta vieja de redilas.


El joven campesino se sintió el más ruin de los hombres al ver el llanto de la mujer. Pero ese “perdóname” dicho por ella le caló profundamente, sin duda porque entendió lo que significaba.


El joven campesino era más alto y se veía más viejo. Sus ojos se movían con más rapidez, sus labios habían ganado en grosor y su piel se había blanqueado. “Ten el dinero que te mandaron”, dijo él con gran pena. Ella dejó los dólares sobre la mesa y se fue a la cocina a preparar la comida. Los días siguientes estuvieron juntos todo el tiempo. Las tardes las pasaban acostados entre la yerba del monte común. Hablaban pero no se hablaban, como si cada quien por su lado pensara en voz alta.


Una semana más tarde, cuando él bajaba del monte común, un torrente de machetazos le tasajeó el vientre y la espalda. En la comunidad nadie sabía quién era el muerto y las investigaciones policiales resultaron infructuosas. Se trataba de un desconocido. Nadie reclamó el cadáver, y transcurrido el plazo legal fue enterrado en la fosa común del cementerio de la cabecera municipal.


Cuando ella se enteró del asesinato, ya no salió de su casa. Se preparó para esperar a su marido. Ya eran ocho años. La última vez que lo vio fue el día que se fue a Estados Unidos a ganar dinero.

Este breve relato está basado en un hecho ocurrido hace unos veinte años. Mi memoria lo convirtió en recuerdo gracias a la lectura del cuento Grigia de Robert Musil, que aparece en su obra Tres mujeres.



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