lunes, 2 de febrero de 2009

El cansancio democrático

Fotografía: Lola Álvarez Bravo, El rapto, Plata sobre gelatina, 1940.
Por Inocencio Reyes Ruiz
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La libertad de los modernos, claramente distinta de la libertad de los antiguos, es la seguridad que tienen los individuos de disponer de su tiempo –el máximo que lo permitan sus obligaciones de ganarse la vida y el cumplimiento de los deberes cívicos– para entregarse al disfrute de los goces privados: la familia, los amigos, el amor, la soledad y todos cuantos la imaginación, el gusto y la afición sean capaces de ser convertidos en goces personales e interpersonales. “Nuestra propia libertad –explica Benjamín Constant en su célebre Discurso– debe consistir en el goce apacible de la independencia privada”.
En la libertad de los antiguos todas las relaciones privadas estaban sometidas a vigilancia. Nada se abandonaba a la independencia individual, ni en relación con las opiniones, ni en la industria, ni en la religión. Todo estaba controlado. La autoridad del cuerpo social se interponía y se entorpecía la voluntad de los individuos. Aun en las relaciones más domésticas, la autoridad intervenía. La paradoja es que en la libertad de los antiguos el individuo era habitualmente soberano en los asuntos públicos y esclavo en las relaciones privadas. Conforme a las máximas de la libertad antigua, los ciudadanos son todo el tiempo ciudadanos, perdiendo por causa de esa totalidad su carácter individual y por ende su vida privada. Sólo con ciudadanos completamente sometidos era posible imaginar y poner en práctica una nación soberana. Más tarde, los totalitarismos del siglo XX tuvieron como base común la supresión completa de las voluntades individuales para incorporarlas a una totalidad llamada Estado o Partido o Iglesia.

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Ya sabemos que junto o debajo de los grandes poderes reales funcionan otros poderes sociales menos complejos pero –en muchas ocasiones– más demoledores de la libertad: la familia, las tribus sociales, las lealtades ideológicas, la opresión académica, las creencias políticamente correctas, los dictados conductuales de los medios electrónicos. Son –dice Fernando Savater– instituciones devoradoras. Que no se le ocurra a nadie irse por la libre porque seguramente le lloverán los peores adjetivos: egoísta, engreído, sabelotodo, insolidario.
Cuando el individuo aparece en la historia, es decir cuando se exigen derechos personales oponibles al Estado y a otros poderes devoradores, aparece también la necesidad de que el poder público –monarquía, república o cualquier otra– tenga límites claros, precisos, inequívocos. Nace el liberalismo. El liberalismo no es una ideología; no lo es porque nunca es a priori, en el sentido de dar por verdadero algo que no ha pasado la prueba de la experiencia. Propiamente hablando, no existe una ideología liberal ni un solo liberalismo. Existen y han existido, a lo largo de cuatrocientos años, un conjunto variado de teorías liberales. El denominador común es la reflexión sobre los límites del poder público y los derechos de las personas, individual y socialmente consideradas, no sólo para impedir que ese enorme poder se meta donde no le compete (en las creencias religiosas, por ejemplo), sino para lograr que los individuos amplíen su esfera de goces privados todo cuanto les sea lícito.
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En esencia, la libertad de los modernos es tan vigente como cuando la explicó Constant. ¿Quién en la actualidad no querría dedicar más tiempo al trabajo, a la familia, a la diversión, a los amigos, al amor, a la religión, al arte, a la literatura o a cualquiera otra actividad necesaria o placentera que nada tenga que ver con los deberes públicos? El asunto, sin embargo, no es tan fácil como parece. Las sociedades son cada vez más complejas y las obligaciones cívicas y políticas han crecido en número y dificultad. Lo público se hace privado y lo privado se hace público. Las esferas se confunden cada vez más. Los límites no son tan claros como lo fueron hace cien o doscientos años. No estoy pensando en un deslinde inconfundible, pero vale recordar que en la Constitución y en el catálogo de derechos humanos básicos podemos encontrar las claves conceptuales y convencionales para delimitar lo público y lo privado. Uno de esos derechos elementales es charlar con los amigos y componer el mundo, un derecho inalienable de la esfera privada. En esos disfrutes privados se abre de par en par la puerta de la libertad de expresión. En el breve espacio de la sobremesa tiene lugar una amplia y útil vida liberal: la crítica de lo público. Cuando el ejercicio de la crítica pasa de lo privado a lo público, la libertad ya no es tan amplia. Y es que cualquier libertad sólo es libertad cuando está limitada. Por eso la libertad es el sustento del liberalismo, que siempre lleva la implicación de los límites. (La palabra “liberal” –dijo Vargas Llosa ante la muerte de Jean-François Revel– es una de las palabras más bellas de nuestro idioma. Lo es no sólo por sus letras, por su preciosa terminación, sino porque está llena de significados, contenidos e imágenes).
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Una mala democracia es siempre una mala noticia. Para empezar, los disfrutes de la vida privada están amenazados. La nuestra, a pesar de su corta edad, es una democracia que, como dice Chesterton, se ve atacada por esa enfermedad llamada cansancio democrático. Esta enfermedad ocurre, agrega, cuando los ciudadanos han perdido la afición a la eterna vigilancia, vigilancia que corre al parejo del goce apacible de la independencia privada. Hay épocas –la nuestra es una de ellas– en que los derechos cívicos y políticos son preponderantemente deberes, obligaciones, acciones ciudadanas. El precio que debemos pagar por el disfrute de los goces privados es el de vigilar todo el tiempo los asuntos públicos. ¿Padecemos los mexicanos esa terrible patología llamada cansancio democrático? ¿Nos hemos desilusionado a las primeras, cuando apenas se advierten, tímidos y timoratos, los primeros escarceos de la democracia?
Creo que no hemos aprendido de la llamada “democracia natural” o “democracia primitiva” (es bueno decir que la democracia primitiva es la más civilizada de todas las democracias posibles). El hecho es que la democracia primitiva está funcionando normalmente, como siempre, como hace siglos. Para comprobarlo, no es necesario leer tratados de teoría política; no sirve tampoco viajar a Inglaterra a verificar el funcionamiento de las instituciones democráticas británicas, y menos sirve cursar la carrera de ciencias políticas para, luego de cuatro o cinco años, venir a decir lo que la gente común ya sabe porque forma parte de su vida diaria. Para evaluar el estado de salud de la democracia natural basta con darse una vuelta por uno de nuestros barrios o por cualquiera de las miles de comunidades que existen en el estado. En una de esas comunidades, por ejemplo, la gente ya tiene un mes organizando las fiestas de Semana Santa. La participación es sorprendente. No se define esta democracia primitiva por la palabra sino por la acción. La gente sabe y coopera. La democracia natural es cooperación más que deliberación o debate. No los excluye, pero hace siglos que los medios y los fines están definidos y acordados. Son todas esas tradiciones de la convivencia comunitaria que no se cansan nunca. Por eso me producen mucha gracia los programas de los partidos e institutos electorales para difundir los valores democráticos: diálogo, tolerancia, participación, etcétera. Si los partidos y demás instituciones democráticas del país tuvieran una pequeña dosis de sentido común, dedicarían un poco de su tiempo a observar el sentido común, y aprender de la organización de actividades deportivas, sociales, religiosas y artísticas que se llevan a cabo todos los días en barrios y comunidades.
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No vayamos entonces tan lejos ni tan alto para verificar si la democracia queretana padece de cansancio o solamente sufre una vulgar flojera. El diagnóstico es alarmante. En el paciente se observa a primera vista una peligrosa ausencia de partidos políticos. No hay oposición, crítica, suspicacia. Todo está bien, todo marcha de maravilla. Tampoco hay división de poderes. Los órganos legislativo y judicial se rindieron. No hay rendición de cuentas, transparencia, crítica. Al enfermo no le funciona el cerebro, pues las instituciones académicas, culturales y científicas vegetan agazapadas en sus cubículos. El cuadro clínico presenta una afección riesgosa: los organismos autónomos laten débilmente, nadando de muertito. Y algo más grave: la mayoría de los medios de comunicación han renunciado a su poder de dar cuenta de la corrupción y la injusticia. Pero la enfermedad presenta su más aguda crisis entre los ciudadanos. Cunde entre nosotros una enfermedad peor que el cansancio y la flojera: la anti política. No se debe esta patología al hecho de que estemos dedicando demasiado tiempo al disfrute de los goces privados, cada vez más ausentes de las realidades cotidianas de la gente. La sociedad está deprimida. No sienten gusto por nada, no se consuelan con nada. Nuestra intelectualidad universitaria, sepulcralmente silenciosa, anda de vacaciones o está en “la depre”. También a los deprimidos hay que recomendarles que vayan a donde las personas comunes disfrutan de la vida, donde el convivio salpica alegría y cordialidad. La anti política es una enfermedad grave, la más perniciosa de las patologías sociales. ¿Cómo se puede esperar que la gente se interese y participe en la vida pública si es incapaz de solazarse en las maravillas de los goces privados? ¿Y cómo dedicar más tiempo a los disfrutes privados si los asuntos públicos los decide, en nuestro perjuicio, una minoría de intereses políticos, económicos y culturales?

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