domingo, 15 de noviembre de 2009

Unos tenderos de pocas luces

Una empresa norteamericana llevó a cabo una encuesta en nueve países de Europa del Este y en antiguas repúblicas soviéticas y concluye que la democracia ha perdido terreno. La mayor parte de los encuestados afirma y lamenta que ahora sean más pobres que durante el comunismo. Llama la atención que el grupo más desilusionado de la democracia está entre los mayores de cincuenta años. Es decir, entre quienes han vivido el contraste del antes y el ahora. Los mayores de cincuenta han vivido más tiempo en la dictadura que en la democracia. Se puede decir que los cincuentones saben más –tienen más experiencia– que los menores de esa edad; se puede agregar que en la medida en que los entrevistados tienen cuarenta, treinta y veinte, sus conocimientos acerca de las realidades de sus países son menores, y los muy jóvenes (entre veinte y treinta años) no vivieron la época totalitaria; sin embargo, entre los grupos de edades tempranas la desilusión no es tan visible como en los mayores de cincuenta. ¿Es válida la afirmación de que los mayores de cincuenta años “saben” más? ¿Qué significa saber más o saber menos? ¿De qué “saber” hablamos? ¿Qué papel juegan la memoria y los recuerdos? ¿Qué mundo imaginaban y esperaban los desilusionados de la democracia?
Toda proporción guardada, en México también suman millones –alrededor del cincuenta por ciento de los ciudadanos– los que declaran que preferirían el regreso de los gobiernos autoritarios si eso les garantizara un mejor ingreso. ¿De veras hace veinte años era mejor el ingreso? ¿Falla la conciencia democrática? ¿Falla la memoria? ¿Se han diluido los recuerdos? ¿Es verdadero el dilema democracia o bienestar material? A diferencia del fenómeno observado en los países de Europa del Este y en las antiguas repúblicas soviéticas, ¿por qué en México el PRI incrementa sus preferencias electorales entre los más jóvenes? ¿Es la ausencia de contraste? ¿Es la creciente falta de oportunidades educativas y laborales? ¿Es el resultado de la bobocracia de los gobiernos del PAN? O bien, ¿es la normalidad democrática? Si la respuesta a esta última pregunta es cierta (o nos conviene que sea cierta), ¿cómo hemos digerido el pasado autoritario, las crisis económicas que lapidaron los sueños de millones, las inflaciones que sembraron semillas de desilusión y odio, el impune desprecio que durante setenta años se infligió a millones de individuos que no pudieron o no quisieron pertenecer a una corporación sindical, a una mafia laboral, a un partido de masas? ¿Borrón y cuenta nueva? ¿Qué añoramos?
La política, por fortuna, no lo es todo. Ni siquiera lo es, creo, en aquellos países donde la política se impuso como una totalidad, donde la vida privada fue escudriñada y penalizada, donde los hijos delataban a sus padres, las esposas a sus esposos, los amigos a sus amigos. Tzvetan Todorov, que vivió su primera juventud en Bulgaria, es implacable con el régimen de su país: “un totalitarismo diabólico, dispuesto a robar, pillar, matar, burlándose de las leyes y las fronteras”. Pero ese reconocimiento no le impide añorar su vida en la intimidad: amistades magníficas, una real intensidad en la convivencia, amores, amigos a los que adoraba, la protección familiar, la comodidad de las costumbres. Al partir rumbo a París, Todorov sintió que se le arrancaba su vida.
Respiramos pasado. Cuando el tiempo nos invade con las sombras envueltas en luces de un ocaso esplendoroso, los recuerdos recientes se desvanecen, y en su lugar aparecen otros, los lejanos: la despreocupada juventud, la dorada infancia, la vida al aire libre.
La niñez pudo haber sido mala, incluso desgraciada; sin embargo, hay en ella un presente indeleble: subir y bajar el monte, tirarse al estanque, jugar eternamente entre la yerba, degustar unos alimentos que hoy nos parecen escasos y simplones pero que en la niñez era briznas de estrellas, trepar en los árboles de Jauja. Es falso el juicio de que cualquiera tiempo pasado fue mejor. Pero el juicio es subjetivamente verdadero como verdadera es la sonrisa de los niños, una sonrisa que no se parece a ninguna. Añoramos el pasado, no el régimen político. El trayecto de la vida es un movimiento incesante; los cambios ocurren todos los días, imperceptibles pero reales. Me parecen sospechosas las personas que anteponen la frase “Yo siempre he pensado que. . .” Puede ser una muletilla, pero si una persona siempre ha pensado lo mismo respecto de uno o varios temas importantes, lo más probable es que se trate de un intolerante, de un dogmático. Ni el sol es el mismo siempre. El sol de cada día es nuevo, el resplandor de hoy no lo habíamos visto; la luna es luna porque es nueva, porque no traiciona a nadie. En eso nos diferenciamos del sol, de la luna, de las nubes, de la lluvia. Vivir es traicionar. En esto consiste la añoranza. Y el primer acto de traición ocurre cuando dejamos de ser niños, cuando empieza el acomodo de nuestra vanidad en la feria de vanidades del mundo.
La vida –la humana, la naturaleza, el azar con su costal de sorprendentes alegrías y tragedias– es amplia, inabarcable, infinita; tanto o más que los mundos que habitan en los pensamientos de cada persona, en sus recuerdos, en sus nostalgias, en sus dulces amarguras. Las relaciones de poder no lo abarcan todo, ni siquiera en el mundo de la lucha por el poder, y menos aún en la soledad del amor o en la apacibilidad de un sol inocente que brilla y calienta a unos y otros por igual, a los seres humanos que caminan y a los dioses nacionales que gobiernan.
“Vivir es traicionar”, repite el poeta y ensayista polaco Adam Zagajewski en su mea culpa: “Renegué de lo más sencillo para declararme a favor del tumulto, de la violencia y de la mentira”. Durante su juventud en Cracovia escribió poemas laudatorios a Stalin, pero nunca impregnados de la costra purulenta de las poesías de los rusos Blok y Maiakovski. Pero los escribió: “Que un día me pusiera a escribir odas en honor al tirano significa que no sólo traicioné a mi nación, a mi familia y a mi propio yo, sino también a la naturaleza del oficio y del modo de pensar que había elegido”. Zagajewski se defiende: “¿Quién era yo? Un alma inmortal embutida en un cuerpo demasiado estrecho, en una época demasiado estrecha”. Y lanza su piedra de fuego evangélica: “¿habéis visto alguna vez a un poeta que reconozca que le gustan las becas suculentas y las críticas laudatorias y admita ser la criatura más vanidosa del mundo, hasta el punto de que no puede vivir una semana sin encomios ni cumplidos?” A las acusaciones de estalinista que ha recibido Zagajewski, responde: “¿Cómo se puede exigir que un chaval indefenso se opusiera a toda una época?” Zagaweski es un poeta; su poesía, tan frágil como el tiempo que se escurre, es indefensa y solitaria. No edulcora sus traiciones con matices o remedos expiatorios; no concede que le quiten esa parte de su vida, la de ser un traidor, y no se escuda en el hecho de que él mismo estuvo en un campo de concentración comunista. Vivió el tránsito del totalitarismo a la democracia y ha comprobado que salir del infierno no es un boleto de entrada al paraíso. De la democracia afirma: “Han triunfado la ordinariez, la mediocridad, la falta de imaginación, la comodidad y la memez. Insignificantes tenderos de pocas luces se ponen a la cabeza de naciones históricas.” Zagaweski confiesa que era portador del germen de la enfermedad totalitaria, pero experimentó y escribió que la luna se pone una camisa nueva cada noche. Lo que tal vez le ha faltado reconocer a Pan Adam Zagaweski es lo que escribió recientemente Adam Michnik en su recuerdo de agosto 1980 (El busca del sentido perdido. Letras libres, noviembre de 2009): “En lugar del hedor enmohecido, sentimos el milagroso olor de la libertad”. Y que en las imperfecciones de la democracia los aromas de la luna y de la yerba llegan a ser perfectos. “Se puede respirar con los dos pulmones”, dice Minchik.

No hay comentarios:

Publicar un comentario