miércoles, 4 de noviembre de 2009

La cleptocracia estatal

El incremento de impuestos no ha dejado contento a nadie. ¿Por qué ha de sorprendernos? En esta ocasión, sin embargo, la oportunidad ha sido completamente inoportuna. Porque esta vez las alzas impositivas no parecen exageradas; se puede advertir que, dadas las condiciones financieras del país, la nueva ley de ingresos se quedó corta; se puede insistir en esa verdad manida de que una reforma fiscal a fondo tendría que lograr que los que no pagan impuestos –o los que los pagan de modo insuficiente, es decir inequitativo– sean agregados a la masa de los contribuyentes cautivos; se puede criticar la ineficiencia recaudatoria del sistema fiscal y se puede argumentar que los muy ricos pagan casi nada y los muy pobres pagan menos que eso. Pero más importante que aún es: ¿en qué se gasta el dinero público? En la espiral de problemas y necesidades, ¿por qué no llevamos a cabo un acto de contrición pública para evaluar el gasto antes de decidir el ingreso? Sabemos con absoluta certeza que los recursos nunca alcanzan para cubrir las crecientes necesidades; luego, ¿por qué no revisamos esas necesidades? ¿Están todas en el mismo nivel de importancia? Al menos por una vez en la historia fiscal del país, ¿podríamos discutir el para qué del ingreso? ¿Gobernar es exclusivamente gobernar el presupuesto?

El polémico filósofo alemán Peter Sloterdijk publicó hace unos días un ensayo titulado “La cleptocracia estatal” en el que propone sustituir el pago forzoso de impuestos por las donaciones voluntarias. Sloterdijk está nuevamente metido en problemas. El irreverente autor de la trilogía “Esferas” tiene marcaje personal de otro importante filósofo, el célebre Jürgen Habermas. A raíz de la publicación el año 2000 de Notas para el parque humano, Habermas se le fue encima a Sloterdijk. Lo acusó de suscribir una nueva eugenesia, tan peligrosa como la doctrina nazi de la eutanasia. Desde entonces no lo deja en paz. Ahora que con su locuaz imaginación propone los donativos espontáneos en lugar de los impuestos forzados, los discípulos de Habermas lo acusan de darwinismo social. Lo que sea que esto último signifique, lo primero que podemos decir de Sloterdijk es que su arrogancia intelectual no cuadra con la arrogancia intelectual de Habermas. Y el pleito entre dos arrogancias es, por decir lo menos, un circo de reproches intelectuales sumamente divertido.

Como la acusación de los acólitos de Habermas merecería aclaraciones largas y complejas, es más sencillo decir que Sloterdijk es ahora incriminado de algo concreto y entendible: de proponer la desaparición del Estado social. Luego de las acusaciones, la revista Spiegel de estos días publica una entrevista con Sloterdijk (reproducida en México por la revista Letras Libres) en la que aclara el ensayo que tanto revuelo causó entre sus temibles adversarios. El heterodoxo Sloterdijk se pregunta: ¿De dónde saca su fuerza ese Estado que de pronto vuelve a parecer fuerte? La respuesta, dice, se basa en el pago forzoso de impuestos. Otra vez se pregunta: ¿cómo sería si las sumas recaudadas mediante el pago forzoso de impuestos ingresaran mediante pagos espontáneos de los ciudadanos? Se responde: no estaríamos ante el fin del Estado social (salud, educación, pensiones) sino ante el fin de la cleptocracia estatal. Si la fuerza del Estado reside en el pago forzoso de impuestos, los donativos voluntarios le darían a ese mismo Estado una fuerza distinta, una legitimidad que no vería a los ciudadanos como deudores a priori; los tributantes voluntarios estarían más atentos al destino de los recursos y muchos de esos recursos serían transferidos directamente a la beneficencia pública. Sloterdijk desea promover una sociedad basada en la competencia de donadores orgullosos y no en la sorda confiscación de bienes adeudados. Argumenta: “Desde un punto de vista técnico, la crisis fue desencadenada por la absurda política de bajos intereses de los bancos centrales, con lo cual el capital inversionista fue seducido a abalanzarse hacia todo lo que redituara más de cero. Otra cosa es la cuestión acerca de la dirección psicopolitica de la cultura en su conjunto y en ese campo es correcto afirmar que el balance entre codicia y orgullo se ha perdido completamente. Si exigiéramos que el acento volviera a colocarse sobre las virtudes orgullosas y dadivosas, con el tiempo nos acercaríamos a una forma de civilización diferente, la cual no necesariamente sería postcapitalista, pero que dejaría atrás el actual sistema cargado de codicia. Mientras no alcancemos ese cambio de actitud, lo único que queda es el innoble pago forzoso de impuestos para recordarle a la gente sus tareas más nobles”.

La paradoja mexicana no puede ser más circular: la gente no paga impuestos porque no confía en el gobierno; el gobierno debe reformar el sistema fiscal –hay que obligar a que paguen impuestos los que no pagan o los que pagan menos– porque no confía en la espontaneidad de los contribuyentes; el propio gobierno no confía en sí mismo, y por eso aduce, casi siempre de manera desesperada, que si no se aprueba el incremento a las contribuciones, entonces se cancelarán los programas de ayuda a los más pobres, poniendo en riesgo el Estado social; la desesperación del gobierno llega al extremo de tener que denunciar a las grandes corporaciones de pagar, en promedio, apenas el 1.7 por ciento de sus ganancias; los empresarios, más prestos en aclarar que en pagar, desmienten al gobierno; el gobierno, antes que la polvareda se convierta en un tornado, rectifica; los legisladores, al final de la jornada, aprueban los incrementos ante la inconformidad generalizada, empezando por la decepción que ellos mismos declaran por la pobre y triste manera en que llegaron al punto de partida; los contribuyentes, malhumorados porque ahora pagarán más, piensan en la manera de dejar de pagar; los expertos alertan sobre el crecimiento de la economía informal, que no paga impuestos, y el Estado, envuelto en el laberinto de una cleptocracia que navega con bandera de redención, ha dado como resultado un paquete fiscal que es el parto de los montes: nasccetur ridículus mus.

En Estados Unidos es común la expresión “El conjunto de los contribuyentes” cuando se cuestiona el gasto público. En la tradición fiscal a la que pertenecemos tal expresión nos parece odiosa. No hemos podido ni querido vincular el gasto público con el pago de impuestos. Tal vez se deba a nuestra concepción metafísica del Estado. Lo vemos más allá de las realidades mundanas, fuera de nosotros, como una especie de supra realidad que no nos pertenece. Las supervivencias ideológicas de las izquierdas menosprecian la relación impuestos-gasto; desdeñan a los contribuyentes; no existe una relación causal entre contribuyentes y Estado, salvo cuando se determinan los montos por pagar, cubierto lo cual no se vuelve a retomar este vínculo esencial. Si apenas dos de cada diez mexicanos paga impuestos, no se explica que se vea con tan malos ojos a los contribuyentes. La crisis del Estado social no se resolverá incrementado los impuestos a los mismos contribuyentes, pues tal política es desalentadora por donde se le vea; atizado el desaliento y el egoísmo, cada quien buscará la manera de no pagar, de pagar menos, o de plano dirigir su energía a aquellas actividades exentas, tales como la inversión improductiva, la industria y el comercio informales o el abandono del barco donde antes íbamos todos, para utilizar una expresión de Sloterdijk. Ahora empieza la epopeya del presupuesto. Todo parece importante. Pero si todo lo fuera, nada lo sería. Precisamente por eso vale la pena discutir, así sea de manera excepcional, las prioridades del país antes que el presupuesto. El qué antes que el cómo y el con qué. En tanto, vale la pena darle vuelo a la imaginación con la propuesta de Sloterdijk: una sociedad basada en la competencia de donadores. Parece descabellado.

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