martes, 10 de noviembre de 2009

Dar testimonio hasta el final

La caída del Muro de Berlín puede significar muchas cosas. A veinte años de distancia, las interpretaciones del suceso ocurrido el 9 de noviembre de 1989 han sido diversas y de distinta naturaleza; el hecho, por donde se le vea, se convirtió al instante en un símbolo; fue un punto de llegada –no en el sentido de arribar a la meta o a una meta–, pero no podemos tener la seguridad de que haya sido un punto de partida; decir que fue el fin de la Guerra Fría es una manera abstracta de decir que los peligros de una larga época –la guerra nuclear por encima de todo– cedieron su lugar a otros peligros igualmente temibles –la catástrofe ambiental de la actualidad–; en fin, no sabemos si el punto de partida de 1989 haya tenido un destino cierto, aun si consideramos que los valores democráticos han estado en la base común de las creencias y convicciones políticas de la mayor parte de los estados, incluidos naturalmente los totalitarios. Salir de la barbarie no ha significado entrar al paraíso. La razón es muy simple: no hay paraísos. Cuando se huye no se sabe hacia dónde. El que escapa de la cárcel no piensa en el oasis; su alma y su conciencia las deposita en las piernas. En preciso detenernos en este punto si queremos entender y explicar la desilusión democrática que experimentan grandes sectores de las sociedades que sufrieron el comunismo. Para decirlo de un modo sencillo y breve, esas sociedades sabían de dónde salían pero no a dónde iban. ¿Qué es eso que llaman democracia y economía de mercado? Si mucha gente se ha decepcionado de la democracia no debemos atribuirlo a la democracia misma, sino a las falsas creencias acerca de ella o a la lentitud con que cualquier régimen democrático se arraiga en la colectividad.
Un significado común del Muro de Berlín es la idea de salida. ¿Salir de dónde y por qué? Se sabe que se ha salido del infierno y ahora es preciso que la historia nos ayude a recordar y descubrir cómo fue que se llegó hasta el fondo del abismo. Las dictaduras no surgen de la nada, no caen del cielo ni proceden de la espesura del bosque; los dictadores no llegan un buen día y todo el mundo les aplaude. Hay invariablemente un proceso de desgaste moral, un desvencijo de la esperanza. La caída del Muro y el consecuente desmoronamiento de los gobiernos socialistas cambiaron el orden mundial impuesto tras la Segunda Guerra Mundial. Después de 1989, en Occidente pudimos enterarnos de las entrañas de cada tragedia, y en algunos casos no hicimos sino confirmar lo que algunos testigos ya habían denunciado. La literatura enrejada por fin pudo respirar, los testimonios aterradores inundaron las librerías, los diarios reafirmaron su importancia estética. Uno de esos diarios se publicó recientemente (en 1998 en Alemania y en 2003 en español): Quiero dar testimonio hasta el final. Diarios 1933-1945 del filólogo alemán Victor Klemperer. El material de esos diarios le sirve como base para escribir una obra insuperable: Lingua tertti imperii (La lengua del Tercer Reich). En la lengua del régimen nazi el autor descubre no pocas de las causas del decaimiento moral del pueblo alemán y del ascenso del totalitarismo. La lengua no es solamente uno de los efectos de una crisis política; también es una causa; la degradación del idioma es a la vez un móvil y un resultado; es una espiral que asciende y desciende y contamina todos los rincones de la vida social. A muchos les parece que el habla y la escritura son asuntos menores en la formación cultural de un pueblo. Sin embargo, Klemperer logra demostrar que la gramática sufre una transformación de tal manera profunda –imperceptible al oído desatento o indiferente– que trastoca la convivencia misma. Los diarios de Klemperer, comparados en importancia con los de Anna Frank, apuntan decididamente al desvelamiento de los misteriosos procesos de la crisis del lenguaje alemán y a la consecuente demolición de valores espirituales, morales y políticos. Cuando el lenguaje ha degenerado su prosodia, su sintaxis y su ortografía y cuando los significados han sido suplantados por la oscuridad y el espanto, lo que sigue no es sino la debacle de la condición humana. Con sus casi dos mil páginas, los diarios de Klemperer son una invitación a la lectura pausada de cada una de las construcciones idiomáticas que al final edificaron la lengua del régimen nazi. Y en el mismo sentido podemos referirnos a la corrupción de la lengua rusa: prohibición de palabras, exterminio de lenguas, control del pensamiento, subordinación total de la vida privada a la pública, vulgaridad chillona de la cultura de masas, preeminencia de la charlatanería literaria.
Por eso creo que una de las lecciones del Muro de Berlín es de tipo gramatical. Es, aunque a nadie parece interesarle, una lección fundamental. Es una lección compleja, pues se trata de devolverle al lenguaje su sencillez, su claridad y su belleza. Sin esta lección, creo, la historia del siglo XX estaría incompleta. Le faltaría, por decir lo menos, la mirada crítica acerca de la importancia que tuvo la degradación del lenguaje en la configuración del rostro de la barbarie totalitaria. En la Alemania de Hitler y en la Rusia Soviética de Stalin, la depredación de la lengua era el telón de fondo de la negación de las libertades. Ya Dostoievski había advertido que la vulgaridad del habla significaba la vulgaridad de la dignidad humana. Antes de la Segunda Guerra Mundial, durante el ascenso y consolidación del régimen nazi, el escritor Karl Kraus atizaba cotidianamente contra el lenguaje podrido de la época, al que consideraba un indicio poderoso para explicar la decadencia de los valores colectivos. En cuanto las lenguas rusa y alemana perdieron la rica variedad de su vocabulario y sus tonalidades, la desvaloración de la persona humana fue el pasto seco donde los incendios totalitarios crepitaron sobre la humanidad, hiriéndola de muerte. La lección gramatical es vigente: nos previene, nos alerta, nos recrimina.

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