martes, 24 de noviembre de 2009

El demonio de la servidumbre voluntaria

Tal vez sea exagerado solicitar al poder constituyente queretano (la legislatura y los ayuntamientos) la restauración del orden constitucional, devolviendo de un modo simbólico pero práctico la dignidad a la vida pública local. Además de exagerada, puede parecer una solicitud ociosa, extemporánea, absurda; a fin de cuentas, se dirá, las constituciones de los estados no han sido durante el siglo XX documentos de la importancia política que tuvieron las emanadas de la Constitución federal de 1824 y de la liberal de 1857, cuya elaboración y aprobación por parte de los congresos de los estados estuvo precedida de una interesante e imaginativa tarea de creación y organización política de las respectivas entidades. Sin embargo, restaurar el orden constitucional queretano no es del todo ocioso si consideramos que los anteriores diputados aprobaron las más aberrantes y bochornosas reformas políticas de la historia queretana: merma del derecho a la información pública, reforma para extender la duración en el cargo al presidente de la comisión de derechos humanos, inclusión en el texto constitucional de teorías jurídicas antidemocráticas, atropello a la autonomía de los ayuntamientos, desaseo sintáctico y semántico, exención al gobernador de acudir al congreso a rendir las cuentas finales. . . Lo peor fue, no obstante, el régimen de servidumbre al que fueron sometidos los anteriores diputados y ayuntamientos, aunque tal vez no les falte razón a quienes aseguran que no hubo tal “sometimiento”, que en realidad se trató de un sencillo acuerdo de voluntades (en dinero contante y sonante). En cualquier caso, estamos ante una servidumbre voluntaria, más vergonzosa aún que la explicada por De la Bôetie en su célebre discurso. El deshonor de los diputados de la anterior legislatura quedó lacrado, en su última exhalación ruidosa, con la reforma al artículo 2 de la constitución local, que de un plumazo unánime le arrebató a las mujeres una de sus libertades fundamentales.
Con mayor razón, creo, la legitimidad del poder legislativo local bien podría fundarse en el rescate de su dignidad (es decir, de su autonomía e independencia) y en la seriedad con que en adelante deben estudiarse y discutirse las reformas a la constitución. Es una petición de principio. Hay que decir que las peticiones de principio suelen producir más problemas que los que resuelven. En política son excepcionales. O deben serlo. No conviene que la vida publica acabe convertida en un choque permanente entre principios. No habría práctica o ésta se vería constantemente detenida. Los inevitables choques entre grandes bienes o valores deben ser suavizados mediante acuerdos legislativos que atemperen las contradicciones, minimicen el conflicto y reduzcan las consecuencias de una elección siempre difícil. No se trata de hacer la síntesis de los contrarios sino de superarlos, decía Norberto Bobbio. Pero una petición de principio también puede formularse como una actitud que separa el antes y el después. Me parece que es el caso. Fueron tantas y tan graves las decisiones legislativas del anterior congreso que sería irresponsable mantener la vida pública como si nada hubiera pasado. No se trata solamente de reponer los procedimientos antidemocráticos por otros democráticos, sino de discutir con toda seriedad la reforma de unas normas fundamentales que se cambiaron caprichosamente.
Sabemos que en México se ha abusado de la Constitución. Por razones culturales que no vienen al caso, hemos pretendido resolver los problemas públicos reformando la Constitución. En las abstracciones hemos fundado las esperanzas de mejoramiento real de la vida democrática del país y en esas abstracciones navegamos en las turbulentas aguas de la desigualdad social y la manifiesta injusticia. Es cierto que la constitución de un país no es un altar sagrado o una ciudad prohibida, pero también lo es que en México ha sido reformada artera e innecesariamente. La Constitución ha sido desde 1917 el almacén de las glorias sexenales. Cada presidente de la república acomodó en ella su marca personal, su estilo, su proyecto de gobierno. Pero el país no necesita buenas leyes sino buenos gobernantes, escribió hace poco Gabriel Zaid. Lo que sobran son leyes y reglamentos. Lo que faltan son gobernantes honrados y competentes.
A pesar de lo cual el abuso constitucional cometido por los diputados de la anterior legislatura estatal puede ser corregido no con nuevas y grandilocuentes reformas, sino restaurado el orden constitucional que teníamos hace tres años. La actual constitución da pena ajena. En las reformas aprobadas formalmente por el Constituyente Permanente se incluyeron, a modo de exposición de motivos, algunos párrafos tomados literalmente de juristas post modernos que son francamente antidemocráticos. El problema de meter con tirabuzón algunas frases de teorías jurídicas y políticas modernas da como resultado que el orden jurídico se vuelve más selvático e incomprensible. Perfeccionar el orden jurídico sólo tiene sentido si de ello se sigue una mejoría en la convivencia democrática, si la justicia se pone al alcance de todos. En todo caso, la sencillez y claridad legislativas no están reñidas con la profundidad de las normas. Por eso creo que los actuales diputados bien pueden construir su legitimidad con cimientos duraderos. Para empezar, restaurando el orden constitucional. En los tiempos que corren –por razones históricas y por razones democráticas– no es ociosa una declaración de independencia, una declaración que sea a la vez una crítica al pasado y el punto de partida de una nueva etapa en la vida política del estado. Porque ¿qué democracia es aquella que no ha logrado que los órganos del poder público ejerzan su competencia de un modo libre y responsable? ¿Qué podemos hacer todos para arrancar de nuestras almas el demonio de la servidumbre voluntaria?

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