martes, 31 de agosto de 2010

Los nombres de la intolerancia

(Tercera de cuatro partes)
El conflicto de valores que estaba en el centro del debate sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo y su derecho de adopción se convirtió, en cuanto la Corte resolvió su constitucionalidad, en un espectáculo. La acusación del cardenal Sandoval Íñiguez de que los ministros de la Suprema Corte habían sido maiceados por el jefe de gobierno Marcelo Ebrard fue el cerillo que encendió la mecha del talk show. Y la demanda civil por daño moral interpuesta por Marcelo Ebrard alfombró la pasarela del espectáculo y el tema central del debate prácticamente desapareció del escenario.
Como sea que fuere, el conflicto de valores que produjo la resolución de la Corte sobre la constitucionalidad de las reformas que amplían el derecho de matrimonio y de adopción a personas del mismo debe servir para formular el problema de fondo: el papel que la religión desempeña en la política y en la vida pública. La pregunta es obligada: ¿De qué modo podemos construir un debate genuino acerca de la influencia de la religión, lo religioso y la religiosidad en la política con tal de evitar el encendido recurrente de la hoguera de intolerancias que nos enfrenta?
Un principio democrático nos recuerda que las mayorías deciden; la otra cara de la moneda es que las decisiones mayoritarias no han de aplastar a las minorías; pero más importante es que las minorías no impongan, en nombre del muy rentable papel de víctimas o de cualquiera otra razón histórica o moral, su ideología e intereses a todos.
En las dos primeras partes de estos apuntes he tratado de argumentar a favor de la pertinencia sustantiva y procesal de la resolución de la Corte. El fundamento jurídico y democrático es el principio de igualdad de derechos del artículo 1º de la Constitución, reforzado con el principio derivado que prohíbe la discriminación. Jurídica, política y moralmente la resolución de la Corte es legítima y parece justa. Sin embargo, sobre ese mismo principio de igualdad se fincó el derecho de adopción. El argumento fue en esencia el mismo, aderezado con algunas consideraciones de índole sociológica que sólo consiguieron desemparejar el piso donde tenía que haberse dado la discusión principal. Si el matrimonio entre personas del mismo sexo se examinó en el plano de la igualdad de derechos, la extensión analógica al derecho de adopción resultó impertinente. La argumentación en este caso debió situarse en la perspectiva del menor, no del matrimonio. Una primera pregunta se puede formular así: ¿no tiene un niño el derecho de igualdad de ser adoptado por un matrimonio formado por un hombre y una mujer?
Como sea que cada quien responda a esta cuestión, creo que el debate tuvo el defecto de reunir en un mismo expediente dos asuntos distintos. Una segunda pregunta se puede formular del siguiente modo: ¿no es la adopción un derecho derivado del matrimonio y no es el derecho del niño un derecho original, primario? Por lo demás, me parece que la decisión de aprobar ambos derechos de un jalón tuvo el yerro político de atizar el brasero de un rencor añejo.
¿Por qué no se pospuso el tema de la adopción? ¿Estábamos realmente ante un problema tan apremiante que no pudiera postergarse un poco, teniendo en cuenta que millones de creyentes se sentirían ofendidos, lastimados o agredidos? La falta de sensatez, escribe Amartya Sen en La idea de la justicia, puede ser fuente de equivocaciones morales. El juicio es aplicable con mayor razón a las equivocaciones políticas, más aún si en medio vibran los sentimientos morales de la mayor parte de la población.
La verdad jurídica y la mayoría de votos no son los únicos valores en juego. Las decisiones políticas son, al menos en teoría, racionales. Pero la razón no es una señora que corre desnuda por la plaza pública gritando que es dueña absoluta de su cuerpo, proclamando su libertad a los cuatro ventarrones, pero cancelando la libertad que tienen otros de pasear con sus hijos en esa plaza. No hay libertades absolutas; ni siquiera la libertad de pensamiento lo es, decía Spinoza. Si esa señora autonombrada “razón” insiste en alegar su derecho a correr desnuda alrededor de la plaza porque es dueña absoluta de su cuerpo, una simple y sencilla norma municipal llega y la cubre; luego la encarcela y la multa; si el comisario tiene un mínimo de caridad y sentido del humor, sugerirá a la razón desnuda que su derecho lo puede ejercer a sus anchas carnes en una playa nudista, no sin advertirle el riesgo de que nadie voltee a mirarla.
Razonamiento y sensibilidad son actividades profundamente interrelacionadas. A doscientos cincuenta años de que Adam Smith escribió su Teoría de los sentimientos morales (1759), el mejor festejo es volverlo a leer; tal vez reaprendamos la obligación intelectual de mantener una indispensable imparcialidad frente a dichos sentimientos, con tal de no petrificarnos en el pueblerinato moral que anula el ejercicio de la crítica a la influencia de los intereses creados y a las costumbres y tradiciones.
El poder democrático es un poder moderado y el estado laico nos provee de normas y prácticas que frenan legalmente los excesos y abusos de cualquier poder: un clan familiar, una tribu social, el Mercado de Margaret Thatcher, el cardenal de Guadalajara o las mentiras de sanaciones milagrosas, medicamentos mágicos o promesas absurdas. En un sentido amplio, la laicidad significa moderación del poder; su significado genuino consiste en evitar que se imponga a la sociedad un pensamiento político y económico único, una ideología única, una moral única, una religión única, un consumo único o una forma de relación interhumana única.
Se exige que la secretaría de gobernación sancione al cardenal Sandoval Íñiguez y al vocero del Arzobispado Juan Valdemar por violar el artículo 130 de la Constitución. El asunto nos recuerda que están por cumplirse veinte años de vigencia del marco jurídico en materia de libertades religiosas y asociaciones de culto. Ahora podemos examinar, a la luz de las nuevas realidades políticas, una legislación que puso fin, desde 1992, a una etapa de conflictos entre la autoridad civil y la iglesia católica que se remonta a los tiempos del Regio Patronato. Hagamos un poco de memoria.
El presidente Carlos Salinas decidió, influido por la diplomacia vaticana y por el desmoronamiento de los gobiernos totalitarios y las sociedades cerradas, reformar la Constitución para modernizar la situación jurídica de las iglesias y dar por terminado el régimen que las desconocía en términos absolutos y negaba derechos humanos básicos a los ministros del culto.
En 1991 la clase política del PRI y la intelectualidad mexicana padecían, en distintos grados, el virus que recibimos del anticlericalismo de los siglos XIX y XX. El secretario de gobernación, el legendario Fernando Gutiérrez Barrios, le pidió al presidente Salinas que excusara a su secretaría de la tarea de dar marcha atrás a unos principios respecto de los cuales se tenían convicciones profundas e innegociables. Por decirlo así, el secretario de gobernación opuso una objeción de conciencia para no ser él quien derribara uno de los pilares del liberalismo anticlerical sintetizado en el artículo 130 constitucional de 1917. El presidente Salinas lo excusó y encargó la tarea a otra área de su gobierno, donde se organizó la comisión redactora de la que fui parte. La redacción de la propuesta que el presidente Salinas suscribiría en calidad de iniciativa de ley para enviar al Senado estuvo caracterizada por un ánimo entre temeroso y escéptico; había un ambiente demasiado cauteloso y las discusiones a veces se radicalizaron. A mí me parecía insostenible, por ejemplo, la negación de derechos humanos a los sacerdotes; igualmente me parecía indigno que el estado regulara asuntos de la vida interna de las corporaciones eclesiásticas. Aún recuerdo las quisquillas gestudas de quienes profetizaban que los curas se apoderarían del poder. Tal vez confirmaron sus sospechas cuando el PAN ganó la presidencia el año 2000. Es curioso que ese mismo año se hizo visible el inicio de la peor crisis de la iglesia católica en siglos, pero es un mito jacobino culpar al clero católico de la derrota del PRI el año 2000. En realidad la “culpa” fue de los ciudadanos.
La legislación resultante no era la mejor que se podía lograr pero fue el principio de una transición que se esperaba civilizada. Hoy creo que el nuevo marco jurídico de 1992 fue suficiente para dar por concluido un largo período de enfrentamientos y discordias. El clero mexicano no consiguió lo mucho que pedía en 1991 y 1992. Ellos proponían una ley orgánica que trajeron de la España episcopal, y hubo los que enviaron un proyecto similar al alemán, donde el estado recauda impuestos religiosos para entregarlos a las iglesias, proporcionales al número de fieles de cada una de las confesiones, previa declaración de fe. Aceptarlo era, en el caso mexicano, la violación a una libertad religiosa: nadie puede ser obligado a declarar sus creencias. Los obispos alegaban que en México el noventa por ciento de los creyentes era católico, y que había que considerar en la ley ese hecho cultural. Otras propuestas insistían en la neutralidad religiosa al estilo de los modelos de otros países, pero el modelo de neutralidad rompía innecesariamente con nuestra tradición laica y liberal. Algunos intelectuales todavía creen que el estado debe ser neutral en materia religiosa. Suponen que neutralidad y laicidad son sinónimos. No es así: el estado laico considera que las libertades religiosas son de orden público pero no de interés social. En la neutralidad el estado promueve la religiosidad, sin favoritismos, y en la laicidad la religiosidad es un asunto exclusivo de los particulares. El estado laico ni siquiera implica neutralidad; en sentido estricto tampoco implica arbitraje.
Visto a la distancia de casi veinte años, el artículo 130 aprobado en diciembre de 1991 es un caso ejemplar de abuso de la memoria. La razón histórica pesó más que la razón democrática. Ni el estado ni la iglesia católica fueron capaces de ver que la sociedad caminaba delante de ambos.

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