martes, 17 de agosto de 2010

El espectáculo del olvido

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El primero de los deberes cívicos de una sociedad democrática es con la memoria. El olvido es el malestar menos estudiado de la cultura mexicana de nuestro tiempo. Paul Ricoeur (La memoria, la historia, el olvido) explica su preocupación pública ante el espectáculo de conmemoraciones, abusos de la memoria (y del olvido) que hay en el mundo. Las celebraciones del Bicentenario del inicio de la Guerra de Independencia y del Centenario del inicio de la Revolución son el espectáculo del olvido mexicano. Los festejos se han comprimido en una frase publicitaria: “Bicentenario y Centenario”, como si se tratara de una moneda de oro de dos caras que se pone a la venta. Dos grandes sucesos de nuestra historia, distanciados cien años uno del otro, van empaquetados en una oferta de dos en uno por el mismo precio. ¿Por qué van juntos en una sola exhibición? ¿Qué recordamos cuando se conmemoran a un tiempo dos acontecimientos distanciados cien años? ¿Por qué no separarlos, distinguirlos, situarlos en su propio contexto, en su propia lógica, en sus respectivos ideales, circunstancias y pasiones?
Las conmemoraciones mexicanas son, en efecto, abusivas; sus efectos son más dañinos que los de cualquier otro abuso: oscurecen, obnubilan, empañan, anulan la memoria. Las conmemoraciones del Bicentenario y del Centenario abonan a la desmemoria. Los excesos de festividad oficial han borrado del mapa de la reflexión pública la obligación cívica de la memoria; los decibeles que producen los cohetones y los fuegos artificiales entontecen la necesidad de mirarnos en los espejos de doscientos años de historia propia; los mamotretos conmemorativos que están publicando los gobiernos, las universidades y los institutos de investigación son, a juzgar por su peso, tan lapidarios como el bronce y la cantera de las estatuas de los cientos de héroes que llenan todas las plazas del país; las marquesinas, los anuncios espectaculares, las carteleras celebratorias, los suplementos de los periódicos, los balbuceos de los historiadores en programas televisivos (los cortes comerciales no permiten sino balbuceos) no han logrado sino adelgazar la memoria, difuminarla, hacerla añicos, fragmentarla hasta convertirla en un polvo negruzco que nos impide mirar el rico trayecto de doscientos años de sucesos y edificaciones, de encuentros y desencuentros, de enfrentamientos y confrontaciones, de las muchas maneras con que nos hemos entendido y desentendido, de la inmensa variedad de modos como nos hemos conocido y reconocido. Las conmemoraciones del bicentenario y del centenario son quizá los peores abusos públicos que durante este 2010 nos han infringido el poder, los intelectuales y los paparazzi de la historia. Los organizadores de la fiesta no fueron capaces de mostrar el objetivo de construir “la idea de una política de la justa memoria” (Ricoeur) como el deber cívico más importante del 2010.
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Nos invitan a conmemorar, no a rememorar. Conmemorar tiene un sentido eminentemente religioso, sobre todo en su acepción de “solemnizar el recuerdo”. Conmemorar en vez de rememorar es un viejo defecto nacional. El lenguaje religioso, los símbolos, los iconos, los ritos, el incienso, las ofrendas florales, los cantos, los rezos, los altares, las celebraciones, el amplio conjunto de formas solemnes y sacras de la religiosidad mexicana labrada durante más de trescientos años pasó a ser, como escribe David Brading (Mito y profecía en la historia de México), nuestra “religión cívica, provista de su propio panteón de santos, su calendario de fiestas y sus edificios cívicos adornados de estatuas”. ¿Acaso no alardeaban los discursos de los gobiernos del PRI de fe republicana, altar de la patria, panteón de los héroes (los santos laicos), veneración de los símbolos patrios, desfiles de peregrinos?
En la escuela aprendimos a conmemorar, no a rememorar. El proceso conmemorativo ha sido largo y festivo; proviene, en línea recta, del liberalismo sacro del siglo XIX; pasó por la fastuosidad de las fiestas porfirianas del Centenario de la Independencia en 1910, y llegó hasta nosotros radicalizado por la ideología revolucionaria y por un nacionalismo patriotero que justificó, en nombre de la justicia social, los peores atropellos a la razón democrática y el retraso de la reconciliación histórica.
La conmemoración irreflexiva en la que fuimos formados en la escuela nos dio una fe cívica, no el examen de una experiencia histórica ni el ejercicio de una razón política. Se nos enseñó a creer, no a pensar: fe en la Patria, en los héroes, en el Señor Presidente, en las Instituciones Nacionales; y también se nos enseñó a odiar: a los traidores, a los infieles, a los enemigos de México, a los reaccionarios, a los diferentes. . . Es exagerado decir que fuimos educados para el fanatismo, pero no lo es decir que el abuso de las conmemoraciones abonó el camino del rencor y luego el del olvido. Padecemos el abuso de la memoria pero más padecemos el abuso de la desmemoria. En la escuela nos predicaron la devoción patriótica, no la rememoración de acontecimientos, la explicación significativa de hechos, guerras, personajes, ensayos constitucionales y políticos, certezas culturales, agravios y desagravios sociales, edificaciones liberales y democráticas. La historia fue objeto de conmemoración y los héroes de la Patria fueron objetos de culto y devoción; petrificados en pedestales, a nuestros personajes históricos les cercenaron sentimientos, emociones, razones, circunstancias: fueron silenciados a perpetuidad, deshumanizados por una fe histórica que santificó a unos y condenó a otros. La división que nos produjo la interpretación bipolar de nuestra historia se mantiene hasta nuestros días como un muro descarapelado y enmohecido pero macizo y macilento.
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Rememorar es la búsqueda del pasado que nos habita, el pasado que nos lastima y nos divide, el pasado que es necesario traer al presente porque nos es útil para conocernos y reconocernos. Rememorar es una afección en el sentido clásico, pero es también un esfuerzo de memoria, la edificación racional de los recuerdos. Si, como decía Platón, la memoria es la presencia de lo que está ausente, el esfuerzo de memoria es una tarea caracterizada por la tensión y la relajación. La imaginación histórica –una virtud del historiador– nos permite conciliar esfuerzo y complacencia, dolor y gratificación, sentimiento y razón.
De nuestra historia tenemos imágenes, no imaginación. Las imágenes son figuras pétreas que representan lo que no fue o lo que no fue como nos dicen que fue. Rememorar es, en todo caso, dar razón del pasado, mirarnos en sus muchos espejos, reconciliarnos con lo que ellos reflejan. Y dar razón del pasado no es concebir la historia como una abstracción de sucesos aislados y desencarnados, desprovista de hilos nos ayuden a desmadejar la complejidad de hechos y personas, sino –escribe Enrique Krauze en La presencia del pasado– como una fuerza que “tiene caras, sentimientos, pasiones, ideas y creencias”.
La memoria es memoria del pasado. Pero el esfuerzo memorioso no es un oficio de anticuarios o nostálgicos; su creatividad consiste en aspirar a mirarnos en el pasado con la afección que nos produce el sufrimiento de los que se enfrentaron y la gratitud que debemos a miles o millones de héroes anónimos que construyeron la mejor de las sociedades posibles, con defectos innegables y virtudes evidentes. Pero esto requiere un esfuerzo que convierta la memoria en un hábito cívico. Escribe Ricoeur que el recuerdo ya no consiste en evocar el pasado, sino en efectuar saberes aprendidos, ordenados en un espacio mental: “Pero esta memoria-hábito es una memoria ejercitada, cultivada, elaborada, esculpida”.
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Lo primero que debemos recordar es que hemos olvidado. Recordar el olvido es quizá una de las tareas que debió estar en el centro de las conmemoraciones. El Bicentenario de la Independencia se conmemora en todo el país, en cada rincón, a todas horas, en cada acto oficial, en multitud de hechos y motivos: nombres de calles, grandes avenidas, puentes y circuitos viales, presas, parques, espectáculos, carreras pedestres o ciclistas, partidos de futbol, conciertos, iconografías voluminosas y pesadas como lápidas que son abandonadas en las habitaciones de los hoteles, discursos, pirotecnia, pura memoria artificial. Se repite como estribillo de lotería de pueblo que estamos en el año del Bicentenario de la Independencia y del Centenario de la Revolución, sin diferencia alguna entre un suceso y otro, ni siquiera la temporal, la de cien años de distancia entre esos momentos, como si ambos acontecimientos fueran una sola cosa. Las evaluaciones escolares en conocimiento de nuestro pasado ofrecen resultados que serían risibles si no se tratara de la memoria histórica. La confusión espacio-temporal es una catástrofe cultural de grandes dimensiones.
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La rememoración lleva implícita la idea de “concertación”. Habría que empezar por denunciar los usos peyorativos que tiene en México ese vocablo y las perversiones que el fanatismo histórico y la intolerancia política han hecho de esta palabra cuya genealogía nada tiene que ver con la descalificación. Concertar proviene del latín concertare: combatir, debatir, discutir; se deriva de certare, luchar; su paso a las lenguas romances devino en acordar, pactar, componer, poner de acuerdo. . . La combinación semántica de la palabra resulta en un debate que tiene como objetivo llegar a un acuerdo. Su significado y uso como “acordar” y “acuerdo” se extienden sin dificultad semántica a recordar y recuerdo. La concertación refleja dos usos históricos que pertenecen al ámbito de la razón: recordar que hemos olvidado y debatir para llegar a un acuerdo.

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