jueves, 5 de agosto de 2010

Dialéctica artificial

Parece, a juzgar por los discursos oficiales y los pronósticos de los especialistas, que la economía empieza a recuperarse. Lo que sea que eso signifique, los “estadistólogos” lo aseguran con esas pruebas ininteligibles que son los cuadros y las curvas. La realidad, sin embargo, es huidiza: no se deja atrapar fácilmente por los pronósticos cuadriculados; no los oye, ocupada como está en el farragoso sudor de ganarse la vida.
La recuperación se puede ver en las estadísticas, no todavía en los apuros de la gente que apenas gana lo indispensable ni entre los varios millones que no encuentran trabajo. La recuperación no sigue una línea discursiva única: algunos, los pesimistas, nos ofrecen un panorama menos alentador. La economía mexicana tiene puesta la mirada en Estados Unidos, economía de la que dependemos en un altísimo porcentaje. La geografía nos ata y la política económica nos esclaviza. No obstante la experiencia y el sentido común, la economía propia no ve el sol hace ya mucho tiempo; no dependemos de nosotros sino de otros; y si bien ya casi nadie en el mundo depende para subsistir de sí mismo, de sus propias fuerzas productivas y de su propio mercado, una economía no goza de buena salud si sus remedios los importa en lugar de sembrarlos y cosecharlos.
La inversión extranjera es el dios de la política económica mexicana. La trilogía es inversión extranjera, crecimiento económico y creación de empleos, como antes se hablaba de ser más productivos, autosuficientes y ahorrativos. Se han sustituido los tres objetivos que estaban a nuestro alcance por tres ilusiones que no lo están. Vivimos entre vaivenes y no sabemos quiénes mueven la embarcación que nos marea.
Un cuento-ensayo de Isaiah Berlin nos puede ayudar a entender la dependencia casi absoluta de nuestra economía de lo que pase o deje de pasar en Estados Unidos:
Había una vez un hombre que aceptó un trabajo como camarero en un barco. Le explicaron que, para evitar romper platos cuando el barco se balanceaba a causa del mal tiempo, no debía caminar en línea recta, sino desplazarse en zig-zag: eso era lo que hacían los marineros expertos. El hombre dijo que lo entendía. Como era de esperar, llegó el primer día de mala mar, el camarero perdió el equilibrio y enseguida se oyó el estrépito de los platos haciéndose añicos contra el suelo. Le preguntaron entonces por qué no había seguido las instrucciones. “Lo he hecho –aseguró–. He hecho lo que me dijeron. Pero cuando yo hacía zig el barco hacía zag y cuando yo hacía zag el barco hacía zig”.
El cuento-ensayo de Berlin se refería a política estalinista en la URSS. La habilidad de coordinar con cuidado los movimientos en el vaivén dialéctico del Partido –un conocimiento semiinstintivo del instante preciso en que el zig se convierte en zag– era el arte más preciado que un ciudadano soviético podía dominar. La carencia de esa pericia, que ni siquiera el mayor de los conocimientos teóricos del sistema podía compensar, demostró ser la perdición de algunos de los partidarios más capaces, útiles y, en los primeros tiempos, fanáticamente devotos y menos corruptos del régimen. Explica Berlin que la política soviética se basaba, al menos en su parte medular, en la vieja teoría de las fases alternas: distinguir montañas y valles era el principio de sabiduría política que los dirigentes debían conocer si querían permanecer en el cargo. Era el juego del zig-zag.
En México el zig-zag tiene raíces antiguas y profundas. La llevamos en la sangre. Estamos incapacitados para ser razonablemente libres, para ser nosotros mismos, para tomar lo mejor del mundo y no lo peor, para esperar una señal del cielo y ponernos en acción. En tiempos recientes el zig-zag fue conocido como la teoría de los péndulos históricos: el barco se mueve a la derecha, luego al centro, luego a la izquierda, y otra vez al centro y a la centro y a la izquierda. El bamboleo es divertido pero marea. La creencia de que la política se mueve pendularmente es una forma marítima de dar nombre a nuestro determinismo histórico.
También se le conoció con el mote de La línea. La línea oficial era uno de los misterios de la política mexicana. Unos cuantos políticos aprendieron a intuir ese misterio y la vida los compensó con generosidad desmesurada, pues siendo absolutamente incapaces para gobernar, no obstante nos gobernaron, con consecuencias funestas para el país.
No es casual que en México la política fuera instintiva, intuitiva e instantánea; entrar a la política implicaba aprender a comportarse como un primitivo ilustrado; era escasamente racional, poco razonable y nada democrática. Si lo decimos en el lenguaje académico de la actualidad, sólo unos pocos sabían “leer” los mensajes cifrados del gran poder, que no era otro que el del presidente de México, a quien, entre muchos otros epítetos gloriosos, se le daba el nombre de “Jefe de las instituciones nacionales”, una variante tropical de El Benefactor de Zamiatin y del Gran Hermano de Orwell. El Señor Presidente era la Nación misma; era el partido, la federación, el agua, la tierra, el viento, el sol y las estrellas; era la economía, la cultura, la historia y todo lo que de manera adyacente o subyacente le correspondiera por derecho teológico-revolucionario.
Creo que a diez años de la alternancia en el poder presidencial no hemos apreciado en todo lo que vale el hecho de que el presidente de la república no sea ya el dueño del destino de los mexicanos. La cultura autoritaria tiene raíces hondas, está en la política y en la conciencia de una ciudadanía poco ilustrada y nada participativa.
Se murió el perro pero no se erradicó la rabia.
Sin embargo, en una década el federalismo ha adquirido cierta realidad. No lo fue durante ciento setenta y seis años, de la primera república federal de 1824 al año 2000. En pocos años la CONAGO (Conferencia Nacional de Gobernadores) ha sumado más logros que esos ciento setenta y seis años de discursos federalistas y reuniones republicanas.
Pero la rabia autoritaria se desperdigó por todo el país, en los gobiernos de las entidades federativas y en los ayuntamientos.
La rabia autoritaria no es un mal que pertenezca en exclusiva a la clase política, empresarial o clerical. Nos pertenece a todos y todos le pertenecemos. Consiste en esperar que otros nos indiquen el camino.
Donde no hay variedad es en la línea económica. La línea es la inversión extranjera directa, los grandes negocios y las grandes empresas. La rabia zigzagueante se ha apoderado de la inversión pública y privada y no la decidimos nosotros ateniéndonos a lo que somos y tenemos, sino a lo que no somos ni tenemos.
He escuchado a cinco o seis gobernadores decir que sus estados son líderes en la generación de empleos. Lo que no se informa es el alto costo de los empleos creados, los escasos beneficios empresariales y comerciales que esos empleos producen, la proporción entre capital-salarios-calidad de vida, los daños económicos, ambientales, urbanos y sociales causados por el crecimiento económico y la forma como se distribuye ese crecimiento.
Gabriel Zaid precisa sus críticas y nos ayuda a reflexionar. Resumo:
1. Las grandes empresas no son las más productivas. Su mayor capacidad de producción, su tecnología, la velocidad que alcanzan algunos de sus procesos, sus imponentes edificios, su presencia destacada en las ceremonias, la prensa y la televisión son visibles y dominan el panorama. Todo lo cual oculta que sus inversiones no son tan productivas como las inversiones de las microempresas.
2. Las grandes empresas producen menos que las pequeñas en proporción a lo que invierten. Está documentado en las tablas de los censos económicos que presentan la producción por rangos de tamaño de los establecimientos (número de personas ocupadas).
3. Este hecho irrefutable no es un hecho pequeño. Debería tener consecuencias en la política económica. Si todos los proyectos de inversión del país se jerarquizaran según su productividad, es obvio que el ahorro interno y externo para la inversión debería orientarse a donde produce más, no a donde produce menos. Pero se concentra donde produce menos: en los grandes proyectos nacionales y trasnacionales, privados y públicos.
4. La política de inversiones privadas puede coincidir o no con lo deseable en términos de política social. Pero lo práctico es que cada empresa tome sus decisiones, jerarquice sus inversiones, arriesgue su capital y coseche el éxito o el fracaso, dentro del marco legal.
5. Tanto el Estado como el mercado han dado preferencia a los proyectos grandiosos, pero menos productivos. Por eso la economía requiere inversiones cada vez mayores para impulsar un crecimiento cada vez menos suficiente.
6. Las inversiones fueron más grandiosas que nunca, pero poco productivas. El capital que viene de los países ricos trae una tecnología y formas de operar diseñadas para un mundo en el que sobra capital (es barato y hasta se exporta), pero falta personal (es caro y hasta se importa). No es criticable que venga y reproduzca su modus operandi en un país donde la situación es la contraria. Lo criticable es suponer que de ahí va a venir el crecimiento y el empleo para toda la economía. Lo criticable es no ver la oportunidad de negocios, utilidades, crecimiento y empleo que hay en las microempresas a un costo de inversión sumamente bajo.
Extrañamente, los gobiernos siguen administrando una abundancia que sólo existe en su revuelta cabeza.

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