martes, 17 de agosto de 2010

Gracia plena

El mayor acontecimiento intelectual de un ser humano ocurre cuando aprende a leer. Sabemos cuándo nacemos porque nos fiamos del acta de nacimiento. Los que nacimos durante la época de las grandes migraciones del campo a la ciudad tenemos más de una inscripción natalicia, constancias que no siempre coinciden. ¡Benditos aquellos que pueden confiar plenamente en su acta de nacimiento y dar santo y seña del minuto, la hora, el día, el mes y el año en que tuvieron el privilegio de nacer, tal vez sin merecerlo!
La fecha de nacimiento es el primer acto de fe. En la niñez lo sabemos por nuestros padres y les creemos, con acta de nacimiento y sin ella. La gente del campo (abuelos y bisabuelos) no sabía cuándo había nacido. Aunque el Registro Civil se instituyó durante la Reforma Liberal de mediados del siglo XIX, la tardanza de su puesta en práctica brincó la ralla que separaba dos centurias, no se diga entre la población rural, ampliamente mayoritaria, que habitaba el inmenso territorio mexicano.
Una vez le pregunté a mi abuela su fecha de nacimiento. No la sabía ni se la habían dicho nunca sus padres. Sin embargo, recordaba que tenía ocho años cuando pasó el ferrocarril.
El escritor hindú-trinitario-inglés V. S. Naipaul (Premio Nobel de Literatura 2001) escribe en Leer y escribir (cita a un personaje de Stendhal que no tenía recuerdos), que él mismo recuerda que no tenía recuerdos: no poseía referencias de sus antepasados más allá de cincuenta años, en la lejana y misteriosa India.
Algo similar nos ocurrió a millones de mexicanos que nos tocó nacer en una época migratoria: conocimos, claro, a nuestros padres; de nuestros abuelos sólo sabíamos sus nombres (excepto la abuela materna, en mi caso, que sólo recordaba que tenía ocho años cuando pasó el ferrocarril). Somos suertudos los que no sabemos más allá de los propios padres, y poco, pues hablaban casi nada de la historia familiar, no por otra cosa sino porque la genealogía era irrelevante: el presente era el único tiempo; importaban la lluvia, el barbecho, la cosecha, el rastrojo, el arado. Es penoso que mucha gente de la ciudad se preocupe por investigar sus orígenes remotos; algunos indagan con la esperanza de encontrar en sus ancestros un hidalgo manchego de casa solariega y blasonada y heredad conyugal.
Ahora, con el desarrollo de la genética, hay empresas cuyo negocio es construir el árbol genealógico de una familia. En las ciudades del centro esas empresas son muy solicitadas, no así en ciudades de la costa, del sur o del norte del país. Un costeño de Veracruz compadecía a esas familias que compran una historia de blasones y prosapias; decía –parafraseó a Borges sin saber quién era Borges– que a él no le gustaría enterarse de que es nieto de su abuela y del compadre de su abuelo.
Nacer sin la conciencia de unos antepasados es una suerte que no todos tienen. Supongo que hemos sido favorecidos al poder disfrutar de una vida libre de mitos domésticos, de facinerosos tornados en héroes, de matrimonios incestuosos. Lo cual no significa que no tengamos raíces culturales tan hondas como las de cualquiera. En la tradición de Aristóteles, la memoria es un hábito, un ejercicio, un cultivo, una victoria fabulosa contra el olvido; los libros que leemos esculpen la procedencia, nos acercan a la común pertenencia humana. Compete a la historia deshacer los mitos de la memoria artificial, incluidas las trampas heráldicas.
Casi nadie recuerda el momento en que aprendió a hablar, pero aprender a leer es un recuerdo fundamental que no se rememora ni se conmemora. No he oído una charla donde los participantes platiquen de ese momento cumbre. En casa, entre padres e hijos o entre hermanos, es raro que se recuerde el momento y circunstancias en que cada uno aprendió a leer. No parece que sea una remembranza digna, quizá porque aprender a leer fue para muchos una tarea engorrosa. Aprender a leer es, no obstante, el más sublime de los acontecimientos intelectuales, como que de ese aprendizaje ha dependido la anchura o estrechez del universo.
Creo que se podría escribir un libro inmenso e interesante sobre las circunstancias que rodearon el momento en que cada quien aprendió a leer, con sus balbuceos y deletreos, con los misterios que rodean ese proceso.
Cada quien podría fijar, no sin arbitrariedad, una fecha exacta de su nacimiento a las primeras letras. Junto al cumpleaños y al santo, el día que aprendimos a leer sería una fecha memorable y festejable: “Te invito a la fiesta de mi segundo nacimiento”, podría ser la frase de cortesía con la que se anunciara el festejo del mejor momento intelectual de nuestra existencia. El anecdotario sería extenso y entretenido. El brindis de honor sería un acto de gracia plena: agradecer a la vida por haber tenido el privilegio de haber aprendido a leer, quizá sin merecerlo.
Dice Joseph Brodsky que la conciencia humana empieza cuando se dice la primera mentira. Tiene razón el poeta y él recuerda nítidamente la primera que dijo; pero no todos recordamos el nacimiento de nuestra conciencia moral. Algunos dijimos tantas mentiras que no podríamos saber, siquiera con mediana precisión, cuál fue la primera. Sin embargo, he conocido a algunos que no tienen las manchitas de la selenosis; tienden a decir la verdad o al menos sufren cada vez que se ven forzados por las circunstancias a fingir, simular, mentir. No obstante, mentir fue para muchos la única defensa disponible frente a la hostilidad del medio.
Un compañero de la licenciatura acabó tan asqueado de los libros que juró solemnemente por “mi santa madrecita de Guadalupe” que nunca más en su vida abriría un libro. Luego del último examen, se fue al monte e hizo una pira con los tratados y textos acumulados durante cinco años. Su sinceridad no es ni mucho menos digna de alabanza, sino lo contrario, pues nada le hubiera costado regalar a un estudiante pobre su pila de libros. Extrañezas de la vida: tres décadas más tarde, ese compañero fue diputado federal por el PAN, miembro de la comisión de educación de la cámara de diputados. Merecía el cargo, pero no el privilegio de haber aprendido a leer.
Incluso quienes padecieron el aprendizaje de las primeras letras pueden, si hacen memoria, descubrir que, con todo, aprender a leer fue el momento que constituyó su entrada a la humanidad, como que gracias a ese aprendizaje, quizá sin merecerlo, disfrutan de una película leyendo los subtítulos y no se vuelven locos en un aeropuerto norteamericano, francés, portugués o italiano.
Ignoro absolutamente a qué se debe que aprender a leer haya transitado en tan poco de tiempo del placer al dolor y del entusiasmo a la pereza.
Hace unos días vino a casa un gran escritor mexicano y charlamos sobre el tema. Recordamos que nuestra generación aprendió a leer en los poemas de Gabriela Mistral y de Rubén Darío, y que las de hoy aprenden con “mi mamá me mima”, un enunciado sencillo que, sin embargo, tiene escasa correspondencia con la realidad, pues no se entiende que un niño lea “mi mamá me mima” mientras la madre le da un sopapo en la cabeza.
Aprender a leer con poemas bellos y sencillos me sigue pareciendo el método más práctico y divertido para entrar en el mundo de la lectura.
Aprender a leer es, además, el momento constitutivo de la libertad humana. Una verdad histórica incuestionable es que el analfabetismo y la ignorancia fueron cadenas de esclavitud, dependencia y sumisión. El llamado “analfabetismo funcional” (saber leer y no leer) es, casi en la misma medida que la esclavitud, causa de un encierro más áspero y desolador que el dolor que nos producen algunos libros.
La curiosidad es un virus; avanzada la infección, no hay antídoto que la revierta. Cuando un libro me gusta quiero saberlo todo: el espacio y el tiempo donde ocurren los hechos narrados, la vida del autor, su familia, sus amigos, los libros que leyó y todo cuanto tiene que ver con los personajes del relato. Mantengo el hábito (o maña, según mi madre) de apodar a las personas que conozco o a las que veo en la calle con los nombres de los personajes que me han impresionado. Me alegra que Gógol haya descubierto su estilo gracias al Quijote y que V. S. Naipaul decidiera ser escritor luego de leer El lazarillo de Tormes. Que la gran literatura española influyera en la gran literatura del mundo es una suerte que tenemos los mexicanos, quizá sin merecerla. Esa es nuestra verdadera genealogía. Si se tiene conciencia de que el Quijote es nuestro antepasado, no sé de un orgullo más noble y digno. Este orgullo consiste en darnos cuenta de que no hemos perdido la tristeza al comprobar cada día que en el mundo no hay justicia. Si alguien quiere descubrir su procedencia remota, lea el Quijote y hónrese de tan noble origen.
Al perrito de la casa, cada vez que brinca a una silla del comedor para sentarse con la familia y los amigos, le cambiamos su nombre de pila y lo insultamos con el apodo Shárik, el personaje principal de la novela de Mijaíl Bulgákov Corazón de perro, una obra que todos en casa hemos leído; además de compartir un pequeño lenguaje común, nos ha hecho reír, llorar, enojar, entristecer. Digno heredero de Cervantes, Bulgákov construye personajes trágicos de apariencia cómica. He contado a algunos amigos la historia de Corazón de perro y la tragedia de Bulgákov: el virus de la curiosidad quedó inoculado.
Hace unos días un gran amigo me comentó que quería volver a leer Vida y destino de Vasili Grossman. Le respondí que yo también. Descubrí en ese momento que no es lo mismo releer que volver a leer, pero no sabría decir por qué.
Una vez que en el grupo familiar o de amigos comentamos un libro que todos hemos leído, me quedo con la certeza de que somos merecedores del privilegio de haber aprendido a leer.

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