domingo, 1 de marzo de 2009

Una señora muy aseñorada

Con el federalismo en México nos ocurrió algo similar a lo que sucedió con la propuesta de constitución en la Rusia imperial durante la Revolución Decembrista de 1825 El movimiento revolucionario de ese año se produjo con una sublevación armada inspirada en la tradición republicana y jacobina de la Revolución francesa. Cuando los revolucionarios aclamaban la Constitución en las calles de Petrogrado, los habitantes creían que se trataba de la mujer de Constantino, hermano del zar Nicolás I, y heredero legítimo al trono.

– Sí: ¡Viva Constantino y su esposa Constitución!

Antes de 1824 en México no se conocía la palabra “federación”. No existía en el lenguaje político y menos en el habla de eso que José María Luis Mora llamaba, descontados los españoles y los indios, “la gran masa de mexicanos” o el pueblo llano o los paisanos. La Federación bien podía ser la Señora Esposa del Señor Federal. Lograda la Independencia y derrocado el imperio de Iturbide, los defensores de la República se dividieron en centralistas y federalistas. Fray Servando Teresa de Mier y Carlos María de Bustamante, alumnos distinguidos del liberalismo de Cádiz y de los pensadores ilustrados franceses, defendieron la formación de una República unitaria con “un fuerte poder ejecutivo central”. Uno de los argumentos federalistas, más de opinión pública que de organización política del nuevo estado, argüía que de las provincias exigían una República federal, que tal era la voluntad general (el fantasma de Rousseau ha penetrado el pensamiento político en México) que debían representar los diputados del Constituyente de 1823. Teresa de Mier replicaba: “¿Cómo han de querer los pueblos lo que no conocen?”: Nihil volitum quid prae cognitum. “Llámense cien hombres –alega fray Servando–, no digo de los campos, ni de los pueblos donde apenas hay quien sepa leer, ni que existen siquiera en el mundo angloamericano, de México mismo, de esas galerías háganse bajar cien hombres, pregúnteseles qué casta de animal es república federada, y doy mi pescuezo si no responden treinta mil desatinos. ¡Y esa es la pretendida voluntad general!”. Teresa de Mier y Bustamante fueron derrotados tanto en su pretensión de rebautizar al país con el nombre “Anáhuac” como su propuesta de una república central. El liberal y partidario de la república federal Lorenzo de Zavala le da en parte la razón a fray Servando. Reconoce que el nombre mismo de “federación” era nuevo para muchos de los constituyentes; que no tenían ni podían tener ideas sobre una forma de gobierno de la que no se habían ocupado los libros políticos franceses y españoles que circulaban en México. “El acta constitutiva –celebra Lorenzo de Zavala en “Los albores de la República”– fue recibida con entusiasmo por los que en los nuevos estados representaban la opinión pública”. Frente al realismo de fray Servando y de los conservadores, estaban en plena ebullición los ideales que desde entonces están en la mesa de los contrastes nacionales: en las ideas y en la constitución somos un país y en la realidad el país es otro. Sin embargo, el tiempo le fue quitando la razón a Teresa de Mier, así fuera por el hecho de que los liberales tenían, con el federalismo, un proyecto de Estado liberal más cercano a la modernidad que el de los conservadores. Pero que el tiempo le quitara la razón a fray Servando fue relativo, pues su argumento acabó siendo una profecía maligna.
Dr. José María Luis Mora
Desde esa primera discusión centralismo-federalismo los bandos o partidos en México delinearon su identidad: los centralistas se abonaron al partido conservador y los federalistas al bando liberal. Es cierto que la razón estaba de parte de Fray Servando: el desconocimiento de los significados e implicaciones del sistema federal era casi absoluto, salvo que para las principales ciudades y regiones del enorme país la federación poseía un significado general que denotaba libertad, autonomía, poder de decisión sobre problemas locales y regionales, y fue apoyada no porque esa señora muy aseñorada fuera teóricamente la mejor de las formas de organizar políticamente al Estado, sino porque representaba un desagravio frente a siglos de centralismo monárquico. El sistema federal, aprobado en la Constitución de 1824, fue copiado sin más del sistema norteamericano. El tiempo le arrebató la razón a Teresa de Mier: los sucesos del siglo XIX configuraron una razón histórica que acabó por imponerse durante la República Restaurada de la época de Juárez, y el federalismo no tuvo en adelante oposiciones doctrinales ni levantamientos armados en contra, sino lo contrario: las luchas por la autonomía estatal están presentes durante el siglo XIX (de Texas a Yucatán), y en el XX los estados, contra su voluntad, fueron sometidos a eso que fray Servando llamaba “fuerte poder ejecutivo central”. La profecía de Teresa de Mier se cumplió con Porfirio Díaz y, pasada la época de los caudillos, en el presidencialismo mexicano del siglo XX. La alternancia en el poder presidencial el año dos mil modificó el presidencialismo monárquico, pero el “fuerte poder ejecutivo central” se mantiene hasta nuestros días, salvo que ahora es tan ineficaz como lo fue en sus primeros tiempos.
Del mismo modo que la federación fue impuesta del centro a la periferia (a diferencia del sistema federal norteamericano), la cultura federalista echó raíces en la conciencia de los mexicanos: la pertenencia a un estado de la república borró las viejas adscripciones virreinales y se convirtió en un punto de referencia, a veces combinado con la pertenencia a una región. Los mexicanos albergamos sin problemas una triple pertenencia: a México, al estado y a la región. Así, el norteño se considera norteño pero invariablemente define su pertenencia a un estado; el mexicano de la Huasteca siente orgullo de ser huasteco pero antes es de San Luis Potosí o de Tamaulipas o de Veracruz. En todos los casos, la pertenencia estatal es más fuerte que la regional, pero también en todos los casos la pertenencia nacional no está fuera de duda. La división política se superpuso a la geografía. Pero junto a esta realidad cultural que se arraigó desde la primera constitución federal (1824), hemos tenido otras realidades también culturales que no se han podido desarraigar: “la provincia” es el término con que se designa a los 31 estados de la federación. Y, con la provincia, los adjetivos denigratorios de lo provinciano y los provincianos. Ni siquiera la expresión “el interior de la república” logra borrar la profunda raíz centralista que heredamos de la Colonia. Por eso mismo, tampoco se han borrado del todo los agravios que los “provincianos” manifiestan contra los capitalinos, los odiados chilangos, por su actitud sabionda, ruidosa y prepotente.
Pero ¿dónde vive la federación mexicana? Su domicilio legal fue fijado por el artículo 117 de la Constitución de 1857, texto que recogió sin discusión el artículo 124 de la Constitución vigente, salvo la breve pero interesante discusión de incluir “al pueblo” como un órgano constitucional, propuesta que habría apoyado –tal vez tomando la tribuna del Teatro de la República– Andrés Manuel López Obrador, y del agrado de quienes a estas alturas ignoran el significado e implicaciones de la democracia representativa. El vestido con que adornaron a esa señora muy aseñorada llamada “Federación” señala: “Las facultades que no están expresamente concedidas por esta Constitución a los funcionarios federales, se entienden reservadas a los estados”. El texto lo hubiera suscrito gustoso el genial Groucho Marx, pues equivale a decir que después de repartir un gran pastel entre los invitados a la mesa federal, las migajas sobrantes, incluidas las del mantel y las del piso, son todas de la exclusiva propiedad de los estados.

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