domingo, 15 de marzo de 2009

Si ahora no, ¿cuándo?

“Si ahora no, ¿cuándo?” Así titula Primo Levi una de sus mejores novelas. Utilizo la pregunta para mostrar, de ese modo simple y claro, el apremio que tiene la vida pública mexicana de recuperar la dignidad del régimen republicano. Esto último parece ampuloso. Sin embargo, la propuesta es sencilla y concreta: es urgente emparejar con la naturaleza republicana los ingresos de los funcionarios públicos del país: salarios, compensaciones, sobresueldos, gratificaciones especiales, bonos, préstamos o adelantos imprevistos, prestaciones privilegiadas, gastos de representación, viáticos injustificados o desproporcionados, apoyos técnicos, materiales y humanos que no son escrupulosamente indispensables, gastos diversos por la organización de foros, congresos y consultas que en su mayoría no sirven a nadie y un sinfín de recursos públicos que se destinan a insuflar la fama de millones de altos y medios funcionarios de todo el país. Utilizo el verbo “emparejar” en su sentido de igualar, en el mismo sentido que fue usado en la primera de las Leyes de Reforma, la Ley Juárez del 23 de noviembre de 1855, que se proponía reorganizar el sistema de justicia y eliminar los privilegios (militar y clerical) y los monopolios. Los privilegios atentan contra el principio de igualdad; su eliminación es una idea y un programa esenciales de una república, en oposición a la monarquía y su extenso caudal de arbitrariedades y concesiones políticas y económicas. Lo absurdo de los privilegios es que en la actualidad están en manos de quienes tienen la responsabilidad pública de erradicarlos e impedirlos, y para el caso es irrelevante que el cargo público provenga directamente del sufragio o de una de sus derivaciones.
Con el paso de los años la idea de “república” degeneró en una abstracción vacía. En su momento tuvo una significación inequívoca: justa oposición a todo lo que fuera una prerrogativa especial. Los contenidos del programa liberal fueron la supremacía civil, la eliminación de los fueros, la autonomía de los estados y la cultura del servicio y del servidor público. La república tuvo en su origen principios claros y una imagen que la representaba: mesura, temperancia, trabajo, ahorro, honradez y responsabilidad. Esa imagen que la reflejaba fue durante el período de la República Restaurada un cuadro reconocido porque en él se reconocía la población. Juárez habló de honrosa medianía de los salarios de “los servidores de la República”. Pero ya en 1867 la medianía estaba perdiendo sus contenidos virtuosos y en cambio se nutría de sustancias denigratorias.
En su ensayo ¿Qué hacemos con los mediocres? (Incluido en el libro El secreto de la fama de enero de este 2009), Gabriel Zaid ilustra con su genuina erudición el proceso degenerativo que ha sufrido el justo medio. Dice que la medianía fue neutral, luego positiva, después negativa y ahora tabú. En español se le designa con muchas palabras: medio, en medio, mediano, mediocre, promedio, intermedio, medianero, mediador, mediante, inmediato. En latín, agrega, mediocris describía una posición de mediana altura, en un monte o elevación física, a toda posición que no llega al extremo: mediocre malum (enfermedad no grave), mediocris animus (espíritu moderado), mediocris vir (hombre de clase media). Escribe Zaid que la sabiduría antigua desconfiaba de la desmesura, lo desproporcionado, el exceso. Por eso se elogiaba la medianía y la moderación: el justo medio aristotélico entre dos extremos. Horacio celebra la dorada medianía. Séneca sentenciaba que “Es de gran ánimo despreciar las cosas grandes y preferir lo mediano a lo excesivo”. Lo mediano era lo razonable. El desprecio por lo mediano es de siglos recientes; parece surgir con lo barroco y su amor por el exceso, exaltarse en el romanticismo y el culto al genio y lo sublime. El resultado de esta conversión es el relativismo moderno que niega todo criterio de valor: nada es inferior y por tanto nada es mejor; todo es igualable; tan válida es una propuesta como su contraria; hay que estandarizado todo. Ante el fracaso de las mitologías del superhombre nazi y el hombre nuevo socialista, ascendió la fanfarria del hombre común. Si todo hombre es un líder en potencia, no puede haber mediocres: todo es cuestión de superación personal. Surge entonces la industria del progreso. Así como se decía hasta la náusea que México era un país en vías de desarrollo, ahora las personas hablan de superación constante, de mejora continua. Nuestro tiempo es de mediciones. Escribe Zaid que reducir las personas a una medida las degrada y la sociedad entera se degrada: todo se reduce a medir y ser medido. Para evitar la discusión y el análisis racional de las diferencias, todo se limita a mediciones mecánicas: el candidato con más puntos suele ser el más mediocre, el producto con más ventas puede ser el de peor calidad, el más calificado en las encuestas puede ser el más ignorante, el programa con más raiting puede ser una porquería. De este modo todos somos cómplices del trabajo mal hecho, y un pobre diablo puede llegar a ser el número uno: el alumno que fue aprobado compasivamente, el profesor que no enseña porque no sabe o no asiste, el escritor que escribe libros sólo porque el éxito se mide por el número de libros publicados, el investigador que destina más tiempo a llenar formularios para obtener estímulos económicos que a investigar seriamente, el diputado o senador o funcionario (el mediocris habilis) que es competente para competir pero absolutamente incompetente para desempeñar el cargo.

La imagen de la república sufre también esta desgracia cultural del desprecio de lo mediano; es decir, de la mesura, la moderación, el equilibrio. Los sueldos reales de los funcionarios son excesivos porque su monto significa éxito, fama, reconocimiento. Así, el régimen representativo no lo es en términos cualitativos. Nada tiene de representativo que un diputado local se embolse mensualmente doscientos mil pesos o que un ministro de la Corte perciba alrededor de medio millón de pesos cada mes. Tengo entendido que el salario mensual del juez español Baltasar Garzón no rebasa los noventa mil pesos, y vaya que ha corrido y sigue corriendo graves riesgos al enjuiciar a los poderosos. Hace años la Audiencia Española se declaró competente para enjuiciar a la CIA por el traslado de iraquíes que, con destino a Guantánamo, hacían escala en algún aeropuerto español. Por esos días hablé por teléfono con Garzón para invitarlo a Querétaro a un curso de juicios orales. Al instante me dijo que sí. Le pregunté sobre sus gastos y honorarios. Me contestó que él no cobraba honorarios porque ya tenía un sueldo, pero que la Audiencia no le cubriría los gastos de un viaje con tal objetivo. En el último momento se disculpó porque en esos días estaban citados unos agentes de la CIA y él personalmente debía interrogarlos.
Me gusta repetir la imagen que tuvo de la república Julien Benda en su niñez, narrada en sus Memorias. En el edificio de clase media donde vivía en París, un grupo de chiquillos jugaba ruidosamente en los pasillos. Un hombre salió de su departamento a pedirles de favor que no hicieran tanto ruido, que él era el ministro de educación de la República Francesa y que en ese momento elaboraba el programa educativo. Escribe Benda: “Creo que desde aquel día me figuro que así es como deben vivir los conductores del Estado”. La lección fue ejemplar. Por eso creo que la moderación ejemplar de los salarios de los gobernantes es el inicio de la recuperación de la confianza y la credibilidad. La pregunta inicial es inocente pero deliberadamente inquisitiva: si ahora no, ¿cuándo?

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