miércoles, 18 de marzo de 2009

Dos cartas sobre México



La unidad partidista es la clave de la competencia electoral. La unidad se ha impuesto como un valor político primario, como la condición sin la cual el éxito se mancha de improbabilidad. La unidad va por delante, lleva la estafeta del primer tramo, pero no se ve que los relevos estén provistos de protagonismo. Si no fuera porque hay que simular algo de competencia democrática interna o porque las presiones de los prietitos en el arroz declaran sus inconformidades, la unidad sería declarada como el valor único de los partidos, en detrimento radical de otras virtudes inequívocamente democráticas: competencia, deliberación, debate, crítica, auto crítica, pasión política. . . Pero estas virtudes lo son sólo si se privilegia la madurez de los que ganan y la dignidad de los que pierden. Sólo entonces podemos decir que la unidad ha salvado sus rasgos esenciales. Pero no es así: por encima de todo –y a veces de todos– se predica la unidad del partido como medio y como fin. Este hecho ha desnaturalizado la sustancia democrática de los partidos, pues si la unidad se enferma de susto al acercarse las contiendas internas, entonces esa delgada unidad es tan frágil que cualquier disenso puede romperla, ya no digamos la abierta competencia, la franca disputa de los cargos en juego.
Pero es justo decir que la ciudadanía no ve con buenos ojos los pleitos internos de los partidos ni oye con buenos oídos el estruendo que suelen producir las contiendas democráticas. Acaso esta deformación cultural sea el telón de fondo de dos males políticos: no se sabe ganar y no se sabe perder. No se sabe competir. Sea por exceso o por defecto, la competencia degenera en resentimientos duraderos o en una mera simulación. No hay esos equilibrios de pasión y razón, de crítica y madurez, de contienda real y compañerismo resultante. En nuestros partidos el pleito suele ser inútil, vacío, improductivo, tribal. Por eso se prefiere la simulación.
Uno de los pensadores políticos más influyentes del siglo XX estuvo en Cuernavaca en 1945. De su estancia en México Isaiah Berlin dejó constancia en dos cartas que en su edición de diciembre de 2007 publicó la revista Letras Libres. En la primera de ellas, fechada el 4 de abril de ese 1945, Berlin agradece a su anfitriona Elízabeth Morrow, viuda del que fue embajador estadounidense en México Dwight Morrow de 1927 a 1930, y expresa la perplejidad que le causó nuestro país: “Regresé inundado de las más contradictorias emociones acerca de México y los mexicanos; me parecieron mucho más oscuros y violentos de lo que esperaba, llenos de superstición y auténtica barbarie medieval, y con temperamentos más intensos y una vida interna más secreta que los alegres, sonrientes y, supongo, frívolos latinoamericanos de otros países con los que uno se encuentra en Washington. Obviamente, la tierra de México es muy rica y exuberante y la vegetación muy abundante, pero las expresiones en los rostros de la gente me parecían más bien atemorizantes. Podía respetarlos y admirarlos, pero creo que nunca llegaría a sentirme cómodo entre ellos. . .”

Isaiah Berlin

La percepción del gran pensador político puede ser juzgada de superficial, sobre todo si se toma en cuenta el poco tiempo que estuvo acá. Isaiah Berlin, un fabulador de tiempo completo, vio esa parte trágica de los mexicanos y a partir de ella juzgó en definitiva. Años más tarde, en 1968, Berlin recuerda su estancia en México de un modo similar al que muestra su carta de 1945: “México me daba mucho miedo. . . Esos murales empapados de sangre –sangre por todas partes– en Cuernavaca y también en la ciudad de México: primero un mural de Rivera, de los aztecas haciendo sacrificios humanos; luego los españoles masacrando a los aztecas; luego gente siendo asesinada en siglo XVIII; luego los españoles masacrados en la Revolución Mexicana; después sangre que manaba en tiempos del buen Juárez; después Madero, Zapata. . . finalmente un gran mural de un guerrillero y a sus pies un campesino degollado con una guadaña (creo) diciendo Tierra y Libertad. . .”
México es un mural de sangre a los ojos de Berlin. Es del todo improbable, según la mirada asustada del pensador británico, que en México pueda darse la democracia. La fatalidad con que juzgó la cultura mexicana contrasta sus batallas liberales contra los determinismos históricos. Es cierto que la historia pesa; en nuestro caso, el peso es enorme, una carga trashumante que ha cabalgado durante varios siglos y que aún hoy se manifiesta en una religiosidad supersticiosa y en unas ideas políticas impregnadas de tragedia, fatalidad y virulencia. Como sea que fuere, han transcurrido más de sesenta años desde que sir Isaiah Berlin vio lo que escribe en sus cartas. ¿Estamos condenados al arrebato político violento, a fundar las ideas políticas en una especie de mesianismo troquelado en el dilema trágico del todo o nada, a sufrir repetidamente la barbarie del robo de urnas, la inequidad manifiesta, las trampas del poder, la toma de tribunas de la oposición, el ancestral fanatismo religioso trasminado en las ideas y conductas políticas?
No hay democracia donde no hay competencia, o donde ésta es escasa, imperfecta, simulada. Entre los extremos de la virulencia y la simulación, los equilibrios son débiles y la civilidad es una tela desfibrada que se rasga con cualquier arañazo. Quizá por eso los dirigentes de los partidos prefieren los candidatos de unidad a la competencia genuina; tal vez a esa civilidad que se desdibuja en cuanto es sometida a la prueba de los hechos se deba que la competencia electoral navegue por un río que se desborda con extraña facilidad; es probable que nuestras imperfecciones democráticas merezcan un definitivo ajuste de cuentas con el pasado.

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