miércoles, 4 de marzo de 2009

La docena tragicómica



Hace doce años, en la euforia civil de las elecciones internas para elegir a su candidato a gobernador, el número de militantes del PAN rondaba los dos mil miembros activos. Ya era un buen número. Muchos de ellos, a los que podemos contar por centenas, se acercaron al PAN impulsados por dos movimientos telúricos, uno trepidante y otro ondulante, ambos de intensidad destructiva: el primero, la valerosa campaña presidencial de Manuel J. Clouthier en 1988; el segundo, los efectos ondulatorios de la crisis política de 1994 (levantamiento armado en Chiapas, asesinatos de Colosio y Ruiz Massieu, escándalos de la familia presidencial) y la crisis económica de 1995 en adelante. Dos sexenios después, en este crítico 2009, el número de miembros activos del PAN en Querétaro es de alrededor de ocho mil y el de adherentes se calcula en 26 mil. Cumplidos los trámites internos de plena aceptación, en poco tiempo el PAN albergará a más de treinta mil militantes, dependiendo de los resultados electorales del próximo cinco de julio. ¡Treinta mil solicitantes de empleo público! El PAN ha crecido en el poder, desde el poder y para el poder; pero la calidad política del partido no ha corrido, ni mucho menos, al parejo del crecimiento numérico. Esta desproporción entre cantidad y calidad condena al partido al clientelismo (deciden la clientela, no la autonomía política de los militantes; deciden los intereses particulares, no los objetivos públicos; deciden las masas, no los individuos responsables). El clientelismo, ese vicio histórico de la política mexicana desde la invención del PRI en 1929 (hace ya ochenta años), ha trasminado sus hedores en una institución que tuvo en la dignidad de la persona el más humanista de sus valores políticos.
El problema central del PAN es el de la memoria. Así en lo federal como en lo estatal se gobierna sin significados. Los contrastes con el pasado autoritario se esfumaron en poco tiempo: honradez frente a corrupción, transparencia frente a oscuridad, agilidad frente a tortuguismo, división de poderes frente a concentración del poder, libertad de expresión frente a manipulación de los medios, sobriedad republicana frente a excesos suntuarios, sencillez democrática frente a complejidad autoritaria, claridad frente a simulación. . . Los marcos de comparación se notan apenas. Reducidos a cenizas los cotejos o contrastes históricos, el PAN carece de referentes, de símbolos, de ideas. Todavía peor: carece de ideales. Los perdió en poco tiempo; los abandonó en el camino sin ver que la práctica política es ociosa e inútil sin el respaldo de ideas claras y contundentes; los echó a la basura sin evaluar que esos ideales poseían carne, dolor, años de perseverancia electoral, discursos bordados en el alma de la sencillez, la civilidad, la razón común y la participación desinteresada. Sin memoria no hay futuro. Y el PAN ha dilapidado, en apenas dos sexenios, el enorme caudal de recuerdos honorables de su pasado democrático. El poder los vence y los convence. Las palabras de los panistas no dicen nada; los discursos son huecos, desprovistos de vínculos con sentimientos y aspiraciones reales; sus informes, repletos de millones como los de siempre, carecen de significados sociales; y las acciones, casi todas al borde del abismo que conduce al cielo, se llevan a cabo sin contactos con la tierra, sin radares que ubiquen el plan de vuelo, la velocidad, la posición que guardan frente a la pista de aterrizaje. En general, los gobiernos del PAN son gobiernos de anuncios publicitarios. Han hecho de la repetición de estribillos no un recurso sino un sistema de gobierno, a un costo altísimo, así porque los comerciales le cuestan a toda la sociedad, así porque la política ha sido encapsulada en anuncios radiofónicos que rallan en la imbecilidad creativa.
No hay en las palabras del panismo gobernante eso que en buen español se llama “emoción democrática”. En las vísperas de sus contiendas internas, unos y otros se atacan con furia desenfrenada, nada que ver con la generosidad de su patria ordenada; la vileza de sus guerras internas no es el agua sucia que caracteriza a cualquier lucha por el poder, sino estiércol cuyo hedor asciende hasta su cielo y ensucia a la familia, enloda a los hijos y pudre con su pus maligna todo lo que toca. Ecce tibi qui rex populi. He aquí al PAN que quería gobernar al pueblo. He aquí a los católicos panistas: buenos hermanos y mejores hijos, estudiantes de excelencia y devotos precoces de la fama. El estiércol que lanzan desde las sombras contra sí mismos no es pasión política sino política pasional. Durante décadas miles y millones votaron por el PAN aduciendo que sus miembros eran católicos; es decir, gente honrada y de bien. Probado está, sin embargo, que la virtud privada suele degenerar en vicio público. El poder iguala. Creyentes y no creyentes son igualmente susceptibles del poder corruptor, pero también está probado que hay unos más susceptibles de ser corrompidos, lo cual depende más de valores políticos y civiles antes que de creencias religiosas, y de reglas de responsabilidad pública antes que de conciencia moral. El abandono panista de los valores de civismo y democracia es la peor de sus derrotas: sencillamente ya no es posible distinguirlos de los demás. Con la exclusión de los viejos militantes, el PAN excluyó también un pedazo de memoria viva. Han olvidado el móvil fundamental de su origen y desarrollo histórico: la democracia. Han dejado de lado, como se comprueba con sus acciones y discursos, la confianza en los ciudadanos. Éstos, en sabia reciprocidad, también han perdido la confianza en sus representantes. En este punto es posible encontrar la ausencia de significados políticos en el discurso del PAN y el desvanecimiento de los contrastes. Si después de dos sexenios panistas la mayoría de los ciudadanos expresa que da lo mismo, que son iguales unos y otros, el PAN es el partido perdedor, no importa que gane las siguientes elecciones.
“En 1995 supe –me dijo un empresario panista el año 2001 después que desde la tribuna del Senado fustigó, con más rencor que inteligencia, al régimen del pasado– que era mi deber participar en política y aportar mi granito de arena para dignificar la vida de este maravilloso país. Yo entré al PAN y a la política –agregó con una sinceridad admirable– movido por el coraje, por odio al PRI”. Me simpatizó el empresario-político. Unas semanas después, un alto funcionario de gobernación –mejor abogado que funcionario– me chismeó: “Es yunque, es un incendiario, y tiene de empresario lo que yo tengo de guapura”. Y era cierto, el funcionario de gobernación era francamente feo, aunque contara chistes de curas como nadie. El empresario-político es ahora diputado federal; luego podrá ser funcionario administrativo, y luego otra vez senador. En realidad antes fue gerente de una de las empresas de su padre, todas quebradas por la crisis de 1995, y ahora sé de buena fuente –contar chismes no es contar mentiras, sino contar verdades de mala fe– que, como por arte de magia, las dichas empresas han prosperado milagrosamente. Y como bien remata un viejo chiste subido de tono –impublicable por grosero–, parece que al político-empresario-político ya se le acabó el rencor. No estamos ante un caso aislado. Por desgracia es representativo del panismo que predomina en el poder.
Conozco a jóvenes panistas talentosos, algunos con doctorado en alguna disciplina humanista. Da pena escucharlos. Recitan como loros algunas frases aisladas de pensadores políticos que están de moda en los centros académicos: Habermas, Ferrajoli, Foucault. . . ¡Tres enemigos de la sociedad abierta! Sería más útil y práctico que aprendieran de memoria la historia de su partido y las ideas políticas acumuladas durante décadas. Quizá se restauraría el orgullo genuino, la sensatez civil, la inteligencia creadora.

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