lunes, 8 de agosto de 2011

Marqueses y Atamanes

El autoritarismo en México es, a pesar de los partidos, la alternancia, la transparencia y la rendición de cuentas, un pantano farragoso donde se hunde la urgencia de buenos gobiernos. Sólo convencionalmente se puede conceder que la Presidencia Todopoderosa llegó a su fin con la organización imparcial de elecciones y con gobiernos bordeados de equilibrios y contrapesos, pero el principio del fin del autoritarismo se puede vislumbrar arriba, en el funcionamiento cotidiano de los poderes federales, en un poder judicial que ha despercudido la toga de su histórico servilismo; pero conviene seguir la pista del autoritarismo fragmentado en esos poderes y en los gobiernos estatales y municipales. El autoritarismo político, esa montaña rocosa que parecía indestructible, se partió en cientos de piedras brozadas de herrumbres y azolves duros como el concreto.
El presidente de México ya no es el presidente imperial de México. Cosío Villegas no exageró al calificar el sistema político mexicano como una monarquía absoluta sexenal. Ya no hay tal: la competencia política y los muchos ojos que ahora escudriñan el telón de fondo del poder han convertido en una masa calcárea la base del poder absoluto; sin embargo, la arbitrariedad pública permanece, con faces y fauces distintas, adherida a los apeos de las prácticas políticas. Mi hipótesis es que el autoritarismo fragmentado no significa el fin de su historia, sino el inicio de otra. Se ha diluido su unicidad y se han diversificado sus agentes. El reparto del gran poder en treinta y dos poderes estatales y en más de dos mil poderes municipales no ha desenredado la madeja del capricho, la corrupción y el gasto abusivo. El autoritarismo se ha federalizado y también se ha municipalizado. Los gobernadores son presidentes de los estados y los alcaldes se conducen como gobernadores de los municipios.
Los poderes legislativos locales, no obstante los partidos representados, obedecen acríticamente las órdenes e intereses de cada gobernador y los poderes judiciales locales mantienen su vocación servil. En el país retoña, como serpea la hiedra entre las piedras, la cultura de los jefes políticos del centralismo del siglo XIX. En su mayor parte, los alcaldes del país ascendieron a gobernadores de sus localidades. Herederos de los atamanes que asolaron los campos mexicanos durante doscientos años, los actuales presidentes municipales pasaron en poco tiempo de la pobreza casi extrema al dispendio casi monárquico. Un puñado de buenos alcaldes y gobernadores son la excepción que confirma la regla.
El voto libre no ha construido estados libres y soberanos sino gobernadores arbitrarios y libertinos. La autonomía municipal no ha restaurado comunidades libres que eligen a sus alcaldes y deciden sus necesidades, sino en presidentes que reproducen el esquema burocrático de los gobiernos estatales. La empleomanía que criticaba el Doctor Mora como uno de los defectos públicos de los primeros años del México independiente, en la actualidad es un vicio que gangrena la política y entumece la esperanza de los ciudadanos.
En la ciudad-estado donde vivo los municipios gastan alrededor del ochenta por ciento de sus presupuestos en gasto corriente, quedando una nadería para prestar servicios y ayudar un poco a la tanta miseria de pueblos y comunidades municipales.
En un municipio conurbado a la ciudad-estado donde vivo el contraste entre la pobreza y una burocracia untuosa y engominada puede ser tomado como muestra representativa de lo que ocurre en los municipios del país. Se ve a las claras ese contraste, a la pura pasada. Es curioso que este municipio conurbado a la ciudad-estado donde vivo lleve por hombre un título monárquico: El Marqués. Su cabecera municipal, La Cañada, fue el lugar preferido de Venustiano Carranza para descansar, comer, gozar de los manantiales y contemplar una arbolada tan alta que apenas dejaba entrever las chispas soleadas del día o los fulgores misteriosos de la noche.
El nombre se le dio en honor a don Juan Antonio de Urrutia y Arana, Marqués de la Villa del Villar del Águila, que en el siglo XVIII aportó el dinero para la construcción del acueducto que condujo agua de La Cañada a la ciudad-estado. En El Marqués el contraste indigna: de un lado, gente pobre, modesta, tradicional; del otro, una burocracia de cuello blanco montada en autos de lujo y sueldos que ya quisieran en la Cámara de los Lores. En La Cañada ya no hay agua: ahora es una hondonada de estío y estrío. Las comunidades son muy pobres y por todas partes ruge la voracidad de poderosos constructores aliados con atamanes avariciosos. Los campesinos, cimbreando su pena entre los matorrales, toman el camino del norte. Ya ni el tamo del maíz desgranado queda en el aire. Las estragadas milpas hieden a hojalata oxidada. El color de las madrugadas, antes turquesa, ahora pandea entre el tono manfla y el manflorita.
Hace poco se discutió el gentilicio de los habitantes de El Marqués. “Pues marqueses”, pensé yo con implacable lógica gramatical. Descarté por feos “marqueños” y “marquetos”. Parece mejor “Marquenses”, pero se oye horrible “Marquensas”. Recordé que Vicente Fox se dirigió a los habitantes de Cuauhtémoc, Chihuahua, como “Cuauhtemenses y Cuauhtemensas”. La rechifla ruborizó a los manzanos en flor. Ignoro el gentilicio de los habitantes de Nuevo San Juan Parangaricutiro o Parangaratirimícuaro. ¡Es el colmo de las microidentidades! ¡Como si a los parangaratirimicuarienses les importara un bledo el asunto!
El atamán autoritario de El Marqués se decidió por “marquesinos”. Sin embargo, a las tantas mujeres hermosas color malva de El Marqués yo prefiero llamarlas marquesas y no marquesinas.
Le pregunté a una buena mujer su opinión. Alzó los hombros y dijo: “No sé, no se me había ocurrido, yo siempre he sido de los Socavones”.

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