jueves, 4 de agosto de 2011

La democracia de los simples

Hitler decía: “No soy un tirano, sólo he simplificado la democracia”. En realidad no la simplificó: la desapareció del mapa alemán por completo.
El nazismo y el estalinismo no son comparables con ninguna otra época política. Ni antes ni después la humanidad ha conocido esas formas monstruosas de ejercer el poder absoluto, y, sin embargo, las secuelas de su monstruosidad no las han podido borrar del todo las democracias. La conciencia democrática es el dique que las ahuyenta; los principios, reglas y procedimientos democráticos son los más eficaces antídotos contra cualquier forma de tiranía; la aceptación universal de principios y derechos humanos son barreras que impiden a los gobernantes transitar de una elección ciudadana al autoritarismo y luego a la dictadura. Sin embargo, conviene detenerse en las vísperas, en ese entramado de frustración, odio, racismo e ideología que antecedió el ascenso de los totalitarismos.
La simplificación de la democracia es una realidad mexicana cada vez más visible. De por sí compleja, la democracia está resultando demasiado engorrosa para la clase política del país y para no pocos intelectuales y ciudadanos. Hacer que la democracia sea fácil es el mejor camino para hacerla más difícil, lo que en México significa “ahorrarle” al ciudadano una participación más atenta, enterada y crítica de lo que ocurre en los partidos y en el gobierno. Ese “ahorro” está resultando costosísimo, pues la distancia entre la clase política y la ciudadanía es cada vez más lejana y difusa. Cuando un candidato dice que gobernará cerca de la gente, entiéndase que hará precisamente lo contrario.
Tengo algunos argumentos lógicos y empíricos contra las candidaturas independientes. El primero de ellos es que sus promotores y defensores exageran las expectativas. Creo que no hemos superado la tentación heroica de la política. Se mantiene, a veces disfrazada de apertura ciudadana, la creencia básica de que los muchos defectos de nuestra democracia tienen una solución más o menos suprema y hasta milagrosa.
Es cierto que nadie en su sano juicio puede sentirse complacido con los partidos políticos, pero las candidaturas independientes no son, ni en el colmo de la desesperación ciudadana, la solución y ni siquiera una solución digna de tomarse en serio. Es muy probable que en el poder legislativo federal o en el Constituyente se apruebe el ingreso de candidatos independientes a todos los puestos de elección popular, desde regidores y alcaldes, pasando por diputados locales y gobernadores, hasta diputados federales, senadores y el presidente de la república. De aprobarse, hay que ensayar y tener paciencia para evaluar sus resultados; hay que examinar paso a paso sus bondades y maldades, sus méritos y sus defectos; hay que fortalecer los primeros y corregir los segundos; hay que darle tiempo a una reforma de esta importancia y no sentenciar, a la primera, que no sirve. Ya se sabe que en México tenemos la tara cultural de pretender que una reforma funcione a partir del día siguiente de su entrada en vigor. No sabemos de ensayar, errar, corregir y volver a ensayar.
Uno de los focos de contaminación política más pestilente lo podemos advertir sin ninguna dificultad en los partidos políticos. En general, carecen de vida propia, de la autonomía suficiente para cumplir su naturaleza democrática. No hay discusión ni debate internos. Los problemas del país no se deliberan y no existe competencia interna. En general, el debate, la crítica y la competencia causan terribles divisiones internas. Por eso se ha generalizado la práctica de designar candidatos de unidad, que debiera ser una excepción a la regla general de contiendas internas. A nadie se le ocurriría decir que José López Portillo (candidato único a la presidencia) fue electo democráticamente. En los partidos hay, qué duda cabe, competencia, a veces feroz y trapera, otras matizada de buenas formas y mediatizada; pero esa competencia es soterrada, como una pelea de campeonato en un auditorio cuya entrada se veda al público.
Cuando la dirigencia de un partido anuncia con orgullo que elegirán candidato de unidad, es un deber cívico formular tres conclusiones: 1) no hay unidad, pues si una contienda interna divide a dirigentes y militantes, ese partido es apenas una expectativa de partido; 2) no hay en realidad una elección, pues una elección es necesaria y suficientemente el contraste entre propuestas y el debate entre aspirantes; 3) no hay identidad partidista, pues si se proclama con orgullo que se ha logrado “elegir” a un candidato de unidad, eso no significa sino que no tuvieron la madurez de competir democráticamente sin acabar divididos y a trompadas. El anuncio de un candidato de unidad puede interpretarse del modo siguiente: “En vista de que no pudimos ser democráticos, nos da mucha vergüenza informar que la decisión fue la candidatura de unidad”. Eso sería sinceridad política. Pero como a los políticos no podemos pedirles sinceridad, los ciudadanos haremos bien en entender el verdadero significado de la decisión.
El punto es que la democracia mexicana ha sido simplificada y cunde en el país la anti política y el peligro de la violencia. El PAN, el partido con experiencia democrática, se ha desmemoriado; el PRI, que nunca tuvo competencia interna con reglas y procesos claros, apuesta por la debacle de los gobiernos panistas; el PRD, que nace democráticamente y con un proyecto de justicia distributiva de grandes alcances, ha reciclado sus orígenes dogmáticos; su trauma asambleísta los tiene de la greña; no tienen experiencia democrática y cada convocatoria a elecciones internas es una declaración de guerra.
La simplificación de la democracia es un engaño político que sólo engaña a los políticos y a algunos analistas que exaltan la capacidad de un partido o de un gobierno de “operar” (sic) unas elecciones, pero nada dicen de los principios, las reglas y los procedimientos democráticos.

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