martes, 16 de agosto de 2011

El poeta o de la injusticia

A veces pienso que el mártir es el tirano perfecto.
Imre Kertész

El poeta Javier Sicilia, con su voz enhebrada de verdad, honradez y amor, ha dirigido su mirada y su palabra a los malos gobernantes y ha desnudado la injusticia activa y pasiva de los mexicanos, injusticias ambas sufridas y causadas, en medidas distintas, por los mexicanos. El verso del poeta polaco Cyprian Kamil Norwid (1821-1883) nos queda a la medida: “Uno pinta un tanto por ciento de lo que contempla”. Como dice la politóloga letona Judith Shklar en Los rostros de la injusticia todos somos potenciales víctimas, primera regla para diferenciar desventura e injusticia. La maldad que nos encarna es que tratamos la injusticia como si fuera una sorprendente normalidad. La paisana nativa y teórica de Isaiah Berlin, estudiosa de la justicia negativa, formula la necesidad de tener un sentido de la injusticia: indignarnos mediante una propuesta democrática y no a través de una reivindicación enconada.
El poeta Sicilia declaró hace unos días que él es un poeta que hace política. Mala señal y pésima autodefinición. Es preferible su voz de ciudadano racional que de profeta de la desventura.
El mayor riesgo que corre el poeta es que la política lo devore y que sea cada vez menos poeta. La indignación que le produjo su tragedia familiar lo tiene encaramado en el templete del aplauso y la fama, un peligro del que nadie sale indemne El inicio de su movimiento cívico fue, por decir lo menos, esperanzador. La desobediencia civil era y es el camino menos farragoso; es, por el contrario, el terreno apisonado donde podemos movernos sin caer en la tentación del heroísmo. Pero muy pronto lo abandonó y fue conducido a la plaza de los aullidos a decir lo que piensa y a pensar lo que dice. Lo suyo es la palabra y exige que la palabra del político deje de ser una mentira sistemática. Al poeta le va la vida en la palabra, pero no en cualquier palabra, pues el siglo XX nos enseña cientos de lecciones de escritores que hicieron de la palabra un fusil y de su poesía un llamamiento al asesinato. La paradoja de Sicilia se hace cada vez más clara: es un buen poeta y un ser humano sencillo, honrado, amoroso; no se le da el odio; sin embargo, sus palabras pueden avivar el odio que se palpa en la marrullería de resentidos y oportunistas, entre los miles que le aplauden rabiosamente y entre quienes le aconsejan y asesoran. El caso es que un poeta sin odios –Oh Dios– tiene el poder de henchirlos.
Al poeta Sicilia se le aplaude por un lado y se le fustiga por el otro. Ambas actitudes no son fiables. Su tono mesiánico es poco cuerdo, de acuerdo, pero su voz ha logrado abrir un debate que aún tiene mucho que ofrecer. En el trayecto a Ciudad Juárez se fueron agregando voces antes apagadas por la impotencia o el anonimato, pero también se colgaron delincuentes, rémoras del activismo social e intereses partidistas. Su regreso a la ciudad de México fue triunfal. Contra las voces radicales que rechazaban el diálogo, tomó la decisión de acudir a la cita con el presidente Felipe Calderón. La democracia nos permitió darnos cuenta del contraste de intereses y puntos de vista. En la reunión se habló de los muertos, de las categorías de los muertos, del número de muertos. Erró el poeta: dejó la poesía e hizo de la estadística su argumento. Pero ¿de qué tenía que hablar el poeta? ¿Cuál es la voz, la palabra y la sustancia con las que debe dirigirse al presidente y a los mexicanos?
Recordé a propósito una de las más célebres llamadas telefónicas de todos los tiempos. En 1937 el poeta Borís Pasternak habla por teléfono con Stalin para interceder por la vida y la libertad del poeta Ósip Mandelstam. El tirano le reprocha su actitud en relación a Maldelstam. Pasternak insiste. Stalin cambia bruscamente de tema. Entonces Pasternak le solicita una cita para hablar.
Stalin: ¿Para hablar de qué?
Pasternak: De la vida y de la muerte.
El “montañés del Kremlin” le colgó al poeta.
La URSS de 1937 no se parece en nada al México de 2011: Calderón no es Stalin, Javier Sicilia no es Pasternak y yo no soy poeta y nada sé de poesía o de lo poético. Sin embargo, el tema de la vida y de la muerte sigue siendo el tema del poeta. No tenemos derecho a juzgarlo de manera simplista, pero él no es inocente de las simplificaciones. Para explicarme me auxilio de la reflexión de Imre Kertész (sufrió los campos de concentración del nazismo): el asesinato, cuando supera cierta intensidad, cierta duración y cierta cantidad y cuya continuidad no depende de las ganas o la desgana de los participantes, ni de su llameante afán o su repentino hartazgo, ni de su entusiasmo o su repugnancia, en una palabra, no depende del estado de ánimo momentáneo de los individuos, ni siquiera de su constitución psíquica, sino de la organización, del funcionamiento de la cadena de montaje, de una maquinaria cerrada que no da tiempo para respirar. Además (sigue Kertész), no cabe la menor duda de que esto también le ha dado el golpe de gracia a la representación trágica. En México la muerte se ha convertido en normalidad cotidiana, en un hecho de la naturaleza, como la desnudez de los árboles en otoño.
La maquinaria de asesinatos no puede lanzarse a la cara de los gobernantes si no se le identifica con la infernal maquinaria de avaricia, fuego y corrupción que ha producido la delincuencia organizada y el narcotráfico. En México el deseo de la muerte se castiga con la muerte y se mata del mismo modo espantoso a los que no quieren morir.
El poeta Javier Sicilia hace política y ha tenido que dejar lo que es suyo o reducir el tiempo que antes de su tragedia le dedicaba a leer y escribir. El daño es inmenso. Ya le mataron a su hijo y ahora lo están matando a él. Escribe Kertész: “Dejé de leer: he aquí la sangre, el placer y el demonio condensados en una sola figura e incluso en una sola frase”.
Sicilia dice que es un poeta que hace política. Es un contrasentido. En realidad es un ciudadano que pelea limpiamente porque en este país la muerte no sea esa maquinaria infernal de dinero, éxito y barbarie. Cuando Sicilia habla de paz emerge el poeta, pues la pregunta es la misma de un personaje del escritor rumano Vintila Horia en Dios ha nacido en el exilio: ¿acaso no es tarea del poeta explicar el verdadero sentido de la palabra paz? El poeta sabe que la poesía es más intensa que el mundo, y por eso podría preguntar, como lo hace la campesina geta al poeta Ovidio en la obra de Vintila Horia: “Me han dicho que ustedes no aman más que el amor. ¿Pero qué es el amor sin la muerte?”. La misma campesina opina y vuelve a preguntar a Ovidio: “Podríamos vivir en paz si no tuviéramos miedo los unos a los otros. El miedo nos hace hablar idiomas diferentes. Se fabrican armas en vez de inventar palabras de paz. Usted, que trabaja con palabras, como yo trabajo la tierra, ¿por qué no inventa palabras de paz?
No vive México en La Hora 25 de Virgil Gheorghiu puesto que los mexicanos vemos que el poeta Sicilia –el ciudadano Sicilia– es la voz de miles de víctimas condenadas a no tener voz. Un poeta habla de la vida y de la muerte, del amor y de la muerte, de la pesadilla que nos impone esa temible verdad de que todos somos potenciales víctimas; como ciudadano es un peticionario privilegiado: sus peticiones pueden ser justas o no, factibles o quiméricas, pero los riesgos en uno y otro caso son formidables: el poeta puede tener cien o doscientos lectores en un país de 111 millones de personas; el riesgo es que, repentinamente, diez mil o cien mil consumidores compren sus poemas y el poeta quede cosificado por el mercado. Javier Sicilia es un buen poeta y no tengo duda de que diez buenos lectores valen mucho más que cien mil consumidores.
El poeta no es el demiurgo de una humanidad envidiosa y mezquina. El poeta jaspea palabras en el arcoíris que se alza en el horizonte cuando ha pasado el diluvio. Quizá a eso se deba que el poeta, si se erige en representante moral de la sociedad, oficie la bendita división del mundo en buenos y malos. La belleza poética queda desbrozada en simplismos políticos. Es probable que para entonces el poeta decida descansar de las palabras y acabe de candidato o de líder fulguroso de jaurías rencorosas.
Levantar la propia desgracia hasta las alturas es un privilegio de unos pocos. Sicilia es por eso un privilegiado. Su voz truena y se oye en todas partes. Su obligación como poeta, diría Brodski, es una sola: escribir bien. Metido a la política –como poeta o como lo que él quiera– debe saber que el ser humano, como dice el escritor serbio Danilo Kiš en El reloj de arena, es lo más parecido a una patata: no fue creada por Dios sino por un chamán estéril-fértil demente. La papa es feísima; es un tubérculo abultado, imperfecto; las patatas más horrendas crecen en la política; su imperfección es vistosa y viscosa, indecorosa y deforme; es resistente, de piel rugosa; su sabor es desagradable y su aroma, cuando se pudre, es como un caño coagulado. Kiš cree que la manzana del Edén era en realidad una patata.
Para Sicilia no ha sido difícil levantar la propia desgracia a las alturas. La tentación del heroísmo no le es ajena. Es quizá el riesgo más tenebroso: el heroísmo. Antes, sin embargo, el poeta ha despostillado la abulia y ha puesto en la mesa la imagen de la maquinaria de la muerte. En el camino puede causar más mal que bien, sobre todo si lo arrastran los profesionales del resentimiento; él, el poeta que sonríe como poeta; él, el poeta que sueña como poeta; él, el poeta que abraza y besa las patatas a las que llamamos políticos; él, el poeta que ha tornado en acción una herida profunda y eterna. La voz del poeta puede ser bella, no necesariamente verdadera; sus apremios no son los de la política y sus palabras no representan a las verdaderas víctimas del país, siempre invisibles y siempre apagadas.

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