miércoles, 15 de abril de 2009

Propiedades curativas de la verdad



La noche del dos de julio del año 2000 el país experimentó un júbilo popular que no se veía desde el triunfo electoral de Francisco I. Madero en 1910. Aquí, miles de ciudadanos reunidos en Plaza de Armas vivieron una alegría nueva. E bullir de esa alegría desconocida se apoderó de la masa en cuanto se hizo oficial del triunfo de Vicente Fox. Los candidatos panistas que estaban en el lugar fueron paseados en hombros y el tiempo nublado y cálido de aquella noche de julio se iluminó de artificios y algarabía. Si hasta parecía que la selección mexicana había goleado a la de Estados Unidos. Fue una noche especial; esa misma alegría popular se vivió con igual o mayor intensidad en las plazas principales del país. Y el sueño imposible se hizo carne: el PRI había sido derrotado en las urnas. Esa noche y los siguientes días muchos ciudadanos hablaban de zafarse de la modorra cívica y agruparse para apoyar, respaldar y defender al nuevo gobierno. En el ambiente fluía el fervor de que en México había comenzado una nueva época; la esperanza que brotó de las urnas expresaba abiertamente nuevos alientos de participación y un entusiasmo cívico liberador: quedaban al fin desahogados los agravios de las crisis económicas de 1976, 1982 y 1994; quedaban al fin cobradas las viejas cuentas electorales de setenta años de mañas y trampas. En la conciencia de millones de mexicanos permanecían, difusos pero palpables, antiguos y recientes agravios a los ideales democráticos. La alegría festiva de ese dos de julio del año 2000 duró hasta altas horas de la noche. No era para menos: los ciudadanos habían derrotado al PRI. Sin embargo, no lo vieron de este modo los nuevos gobernantes, y en respuesta la gente replegó sus banderas optimistas. ¿Cuánto duró el fervor? ¿En qué momentos y debido a qué circunstancias, razones y responsabilidades el entusiasmo se tornó en una mueca generalizada de decepción? Una explicación obvia pero contundente es que los gobiernos que alternaron (dos federales y dos estatales) no tomaron en serio a la población civil. Y la ciudadanía, muy pronto, le pagó al gobierno con la misma moneda. Regresó el desaliento ciudadano, la sospecha, la sensación de que todo es igual y de que todos son iguales, la sensación de que la política mexicana se mueve como en la Ola Giratoria, aquel juego de la infancia empujado por dos o tres jóvenes que lo movían en bamboleos circulares. Un poco más mareados, parece que hemos vuelto al mismo sitio. Según las encuestas, apenas el 30 por ciento de los electores afirma que acudirá a votar el próximo cinco de julio. Es predecible que la votación real supere ese porcentaje, pero difícilmente rebasará el cincuenta por ciento del padrón electoral, excepto en los estados donde habrá elecciones locales, que es el nuestro. En todo caso, el abstencionismo será el telón de fondo de las elecciones del cinco de julio, esa ancha sombra que nos grita con su silencio amenazador. Pero la amenaza no interesa a partidos ni a instituciones electorales, prisioneros del breve y pequeño espacio de lo inmediato.
He escuchado la insistencia de algunos amigos y amigas que buscan organizar la promoción del voto nulo. Se trata de acudir a la urna con la intención de que su voto sea legalmente anulado, tachando todos los nombres de los candidatos, en manifiesta señal de protesta. Anular deliberadamente el voto no es una costumbre electoral en México. Según los antecedentes, los votos nulos representan un porcentaje ínfimo del total de la votación emitida. Pero anular voluntariamente el voto es, por donde se le vea, un acto de conciencia, una decisión racional, porque ¿quién obliga a los ciudadanos a decidir sobre el falso dilema de uno u otro? No se puede acusar de irracional a quien decide anular su voto, pues ¿no es más irracional votar automáticamente por los candidatos de un solo partido, sin diferenciar personas y cargos?; ¿no es todavía más irreflexivo votar aleatoriamente, mediante el sorteo del tin marín o del volado?; ¿no es irracional votar por el candidato que más publicidad pagó durante la campaña?; ¿qué de razonable tiene, en fin, el sufragio sensiblero que vota porque el candidato es hombre o mujer, gordo o figurita, católico o empresario o magnífico padre de familia y excelente esposo?
Lo peor es quedarse en casa. Lo más razonable es votar de modo diferenciado, repartiendo el poder entre partidos, de suerte que, desde el voto mismo, se tienda a evitar que un partido obtenga la mayoría absoluta de los cargos. No hay garantías seguras, pero distribuir el poder es, sobre todo en situaciones de animadversión ciudadana, una forma de impedir su concentración, lo que de suyo ya es útil. Sin embargo, acudir a las urnas con la intención de que se anule el voto es una acción comprensible. Estamos ante un voto de rechazo general que trasciende a la votación misma, ante una crítica a las instituciones públicas en general, ante un acto de repulsión a los partidos. Lo peor de la vida es el miedo y la indiferencia. Pero la decepción ciudadana sólo puede curarse con la verdad: en política elegir es siempre elegir a los menos malos. Tal es la verdad que cura.
¿En qué creen los que no creen? La pregunta la hizo clásica Umberto Eco en su reflexión sobre la religiosidad del siglo XXI. Una paráfrasis útil puede ser ¿Qué piensan, sienten o creen los que no votan? En las democracias consolidadas la abstención ronda el 60 por ciento. Pero sería pueril y dañino justificar el abstencionismo mexicano en ese consuelo y suponer que la votación mexicana está dentro de los parámetros internacionales. Por lo que se ve en estos días, gobernantes, candidatos y partidos navegan en un reino que no es de este mundo. Ya veremos cómo hablan los electores reales.

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