domingo, 12 de abril de 2009

Elogio de la estulticia

A veces ocurre que el sonido más ruidoso es el que no se ve ni se escucha; no hace falta poseer ningún don especial para ver y oír el silencio; está al alcance de cualquier persona, no importa su edad, sexo, escolaridad o preferencia metrosexual; no requiere de análisis especializados o agudas reflexiones; el ruido de la oscuridad y del silencio es a veces estruendoso; advertir sus escondrijos y madrigueras no requiere instrumentos de largo alcance o de precisión milimétrica; ese ruido coexiste y retumba dentro del escándalo audible, en medio de la multitud chillona y quejumbrosa.
La sabiduría común nos recuerda que en la vida hay hechos o situaciones inocultables: la riqueza, el embarazo, el amor y la estupidez. Tal sabiduría es una verdad general y las excepciones sólo confirman la regla. El sabio Erasmo, en su Encomio de la estupidez (conocida universalmente como Elogio de la locura), hace decir a la diosa Necedad que la vida de los incompetentes y los serviles es más grata y admirable que cualquiera otra. Parece que el genio de Rotterdam se inspira en nuestros representantes populares ¿Dónde se ha visto a un diputado infeliz? ¿No son los representantes populares los seres humanos más sonrientes de la comarca? ¿No son ellos los más contentos y satisfechos, ellos que de todo se alegran y ríen? ¿Cuántos diputados y senadores exultan felicidad apoltronados en el silencio, forjando en el mutis y la invisibilidad el camino de la perfección humana, la ruta que escalona nuevos cargos y prerrogativas? Pero ¿sabe el ciudadano común los nombres de sus diputados locales o los apelativos de los federales? ¿Conoce un hombre de la calle el nombre del diputado de su distrito? ¿Ha visto el hombre sencillo al que habla y legisla en su nombre? ¿Han oído los ciudadanos la voz de sus representantes en el congreso local y en la cámara federal de diputados? Y si los conocen y escuchan, ¿siente el hombre común que esos diputados lo defienden contra los abusos de los poderosos del reino? Nuestros representantes, es decir nuestros comunes, son los menos comunes de nuestros semejantes; de ellos lo desconocemos prácticamente todo, salvo las escandaleras de arrabal, los ingresos desmesurados o sus rostros despampanantes, plenos y ensoberbecidos.
Histriónicos, desdibujados o pertrechados, no hay en nuestra bella comarca personas más felices que los diputados. No saben y por eso no son ningunos demonios, pues bien nos ilustra el sensato Erasmo que en griego los demonios son “los que saben”, y bien comprobado está que el saber es causa de tristeza, infelicidad e infierno. “Suerte te dé Dios”, sentenciaba la antigua conseja, tan verdadera antes como ahora. Los diputados son muchos y todos son personas felices; ninguno padece las punzadas de la discordia interior. Los diputados se dividen en dos grupos generales: los visibles y los invisibles. Entre los visibles son más evidentes los gritones; lanzan anatemas de fuego y con tales aspavientos encarecen sus servicios; son felices porque están en el mercado, aunque su costo es extraordinariamente bajo: sólo valen dinero; su alma se llena de dicha cuando venden sus artificios y malabares; su corazón se llena se llena de gozo cuando su Alteza Serenísima se divierte con ellos, de ellos o contra ellos. Recogen las monedas y pavonean mil caravanas en señal de cortesana gratitud. Los diputados que venden alharacas son, como buenos comerciantes, expertos en vender sus baratijas al mejor postor. Su mayor y más preclara virtud es que nacieron sin escrúpulos, pues ¿cómo se puede ser feliz cargando en la espalda esos estorbosos y filosos escrúpulos políticos, morales o filiales? De ellos se suele decir que son capaces de vender a su madre, virtud por excelencia de su vendimia indiscriminada. La felicidad de los diputados de mercado no tiene parangón. De ellos afirma el prudente Erasmo que están satisfechos de sí mismos cuanto más pesada es la cadena que se cuelgan al cuello, cual si quisieran mostrar tanto la riqueza como la robustez de sus espaldas. Estos abucharados y filisteos suelen ser los jayanes de la zoocracia representativa.
Los invisibles son felices porque nadie los ve ni los oye. Este grupo es mayoritario y lo forman diputados de todos los partidos. Entre los estultos invisibles podemos encontrar fascistorros, goliardos, jumatanes, maturrangas, mesalinas y julandrones. Los invisibles tienen como santo patrono no a Tomás Moro sino al santo Houdini: son prófugos del conflicto. De ellos dice el sapientísimo Erasmo que “prefieren gruñir en una pocilga antes que afrontar los peligros”. Poseen el don bendito de la ubicuidad posmoderna: desaparecen al mismo tiempo de todos los lugares justo cuando más se les necesita. ¿Quién conoce los nombres de los diputados federales que nos representan? ¿Quién ha visto a los diputados locales? ¿Quiénes son, cómo se llaman, dónde viven? ¿Hablan? Disfrutan la vida porque nadie puede verlos; son como esos santos de los templos a quienes nadie identifica pero ante los cuales la gente se santigua. Las limosnas caen solitas; nadie les exige un milagro, una intercesión o una providencia. Son simples mirones que disfrutan el solaz divertimento de los tropiezos de los atorrantes y los sibilinos; ellos, desde el silencio de su necedad, nadan en el ancho río de los privilegios. Los diputados son felices en su inconsciencia: no representan a la gente, no impiden los abusos, no corrigen los desvíos, no denuncian las arbitrariedades, no limitan los excesos, no desaprueban los caprichos, no frenan las frivolidades, no indagan las injusticias, no se oponen, no protestan, no responden. Pero lo ignoran y por eso son los hombres y mujeres más felices de la comarca. Sirven a los poderosos y sus servicios son ampliamente recompensados. Pero su cómplice estulticia se escucha cada vez más fuerte.

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