miércoles, 18 de diciembre de 2013

Indemasiados libros



Vivo en una ciudad donde hay un buen número de librerías. En su mayoría son sucursales de empresas libreras de la ciudad de México. Una vueltecita de vez en cuando no le hace daño a nadie, y además yo tengo el mal hábito de espiar a los compradores de libros y el bueno de husmear por las estanterías repletas.
Me agrada que la mayoría de los compradores de libros sean mujeres.
Ya estoy en la librería. Ya pasa de las once de la mañana y parece que soy el primer cliente. Enseguida, cosa de segundos, entra una joven señora de buen ver. Sigue mis pasos. No pregunta por ningún libro. Se dirige a la mesa de novedades, se detiene un instante, casi nada, y luego recorre pausadamente los estantes de literatura universal. Ahora yo la sigo, de reojo. Finjo que veo títulos, pero en realidad fisgo lo que ella ve.
En la librería la mayor parte de los libros de literatura son prescindibles. Con un poco de paciencia uno puede encontrar, estrujado entre mamotretos, una joya literaria a la que no sin dificultad liberas de las cárcel a la que fue condenada por un absurdo orden alfabético que iguala lo que no es igualable. Así, por ejemplo, un libro de Joseph Brodski sobrevive milagrosamente entre dos gordinflones libracos de Dan Brown.
No tengo nada contra los libros de Dan Brown. No me parece criticable que un lector compre El código da Vinci y se entretenga unas horas con la sucesión de aventuras de los protagonistas. Lo que es criticable es que los que tienen la obligación de leer (escritores, profesores, intelectuales, periodistas, dirigentes) sólo lean a Brown. De hecho, fue un prestigiado profesor universitario quien me regaló El Código da Vinci. Lo leí y punto. Ni uno más.
Me parecería raro que una lectora principiante comprara un libro de Brodski en lugar de Por qué los hombres prefieren a las cabronas. Pero mi larga carrera de espía de compradores de libros me da derecho a afirmar que, en su mayoría, los profesores universitarios compran libros de superación personal y autoayuda. Mi vasta experiencia en el oficio de espionaje me permite concluir que los periodistas, que están obligados a leer, jamás entran a una librería. Conozco a algunos que ni siquiera leen la noticia o el artículo que ellos mismos escribieron el día anterior. 
Recuerdo, a propósito de las librerías, al escritor Isaac Bashevis Singer (1904-1991), el escritor judío a quien se concedió el Premio Nobel de Literatura de 1978.  En un artículo publicado en The New York Times en junio de 1989 (El futuro del saber, traducido por Antonio Saborit) el literato  escribe su preocupación por la superabundancia de publicaciones mediocres y expresa su temor de una inflación literaria semejante a la del dinero.
Isaac Bashevis recuerda que cierta ocasión fue a una librería en una cruda noche de invierno. El propietario era escritor. Platicaron sobre literatura durante horas y en ese tiempo no entró a la librería un solo cliente. Llegó el momento de cerrar el local y, para sorpresa de Singer, la puerta de la librería tenía tres o cuatro cerraduras pesadas. Le preguntó al propietario: “¿Por qué tantos cerrojos? ¿Quién te va a robar libros en medio de esta tormenta de nieve?”.
–No me da miedo que se roben los libros –respondió el dueño de la librería. Lo que me da miedo es que algunos autores puedan aparecer a la mitad de la noche y metan más libros.
Isaac Bashevis fue un gran escritor y sus libros se siguen publicando. Si consideramos que el otorgamiento del Premio Nobel de Literatura suele tener criterios geográficos y geopolíticos, algunos creemos que el premio lo merecía Chaim Grade (1910-1982), nacido en Wilno, que también escribió en yiddish. Su libro My Mother’s Sabbath Days (A jason Aronson Book, 1997) es una de las obras autobiográficas más conmovedoras que he leído, a la altura de Una historia de amor y oscuridad de Amos Oz (Siruela, 2004). Años después de leer las memorias de Chaim Grade, me dio mucho gusto conocer la opinión de Czesław Miłosz, también lituano, sobre este escritor extraordinario. Fue entonces, luego de Miłosz, cuando busqué y compré otros libros de Chaim Grade. Hace poco le regalé a Enrique Krauze las memorias de Grade. Vio el libro, lo acarició, sonrío, suspiró: “Mi padre leía a Chaim en yiddish”.
 De la inflación literaria como fenómeno de decadencia (política, cultural, moral) se ha hablado durante mucho tiempo. Hugo von Hofmannsthal (1874-1929) creía que la devoción por el arte estaba vinculada con la angustia que provocaba el fracaso cívico. En la Viena de fines del siglo XIX, los valores liberales y democráticos eran arrasados por la irrupción de las masas y por muchos políticos que, ante el derrumbe de los valores tradicionales de la Ilustración, engrosaron las filas de los literatos que loaban el arte por el arte, una moda que no significaba otra cosa que el fracaso cívico; es decir, el desprecio de la política. Y, así como de repente la plaza se llenó de gente, las librerías se retacaron de libros.
Ignoro si la superabundancia de libros del presente tenga algo que ver con la decadencia de la propia literatura o si sea un efecto de la creciente decepción democrática. Ignoro si la hiperinflación literaria sea un efecto positivo de la democracia o si la recesión democrática sea un efecto negativo del espectáculo literario. Ignoro asimismo si la proliferación de sectas y fanatismos religiosos esté vinculada con la angustia del fracaso cívico o si el fracaso cívico esté vinculado con la angustia del temor de Dios.
Cualquiera que sea la explicación, podemos parafrasear a Karl Kraus: las ideas liberales y democráticas se han reducido a un salón donde la arrogancia de los literatos se aleja de la vida y del habla común.
Sigo espiando a la joven señora. Mira los títulos sin tocar ningún libro; por fin se decide y toma uno entre sus manos. Lo ve un momento y se dirige a la caja. Y ahí voy yo, con las Narraciones completas (que están incompletas) de Pushkin, palmoteando el libro con la mano derecha sobre la izquierda.
“Buena elección”, le digo a la joven señora cuando estamos frente al mostrador de la caja. “¿De veras?”, dice sorprendida. “¿Es usted escritora?”, pregunto inocentemente pero con mala leche. “No, sólo me gusta leer”, me responde.
Sólo me gusta leer”. Me gusta ese Sólo. Y que sólo haya comprado un solo libro en media hora de mirar libros, me gusta más.
La joven señora compra el libro de Nelson Mandela Conversaciones conmigo mismo, con prólogo de Barack Obama (yo había leído ese libro unos días antes y no me asombró en lo mínimo). Sin que lo supiéramos, a esa hora expiraba Mandela.
Regreso a Amos Oz.
Fui a la librería a seleccionar cuatro libros para otros tantos regalos de Navidad. Cuando vi el nombre de Amos Oz, supe que compraría cuatro libros de Contra el fanatismo de este escritor excepcional. No tenían el libro. “Si lo encarga, tarda una semana. Cuando mucho, dos”.
Contra el fanatismo (Siruela, 2005) es un pequeño gran libro y está al alcance de todos los entenderes y bolsillos. Amos Oz le cuenta a la periodista  Silvia Cherem que en Suecia el gobierno distribuyó más de 150 mil ejemplares del libro entre los niños de edad escolar. También en Suecia se creó la Orden de la Cuchara de Té, inspirada en una frase de Oz: Ante la tragedia sólo hay tres caminos: echarse a correr, escribir para quejarse o bien agarrar una cucharita, llenarla de agua y comenzar cada quien a hacer su parte para terminar con el fuego. 
La joven señora paga el libro de Mandela y se despide. “Gracias, felicidades”, me dice . Una hora más tarde, enfilado por la 11 Sur, veo a la joven señora leyendo el libro de Mandela, sentada tan campante en una banca sombreada del Paseo Bravo.
Un lector es tan importante como un escritor, decía el poeta Ósip Mandelstam. Pero sólo el lector que se sabe sólo lector, no el presunto  escritor que, en lugar de leer, se pasa la vista esperando a que la librería cierre sus puertas para entrar furtivamente y acomodar en la primera fila de las novedades sus obras maestras.
Es un hecho comprobado que, en general, la arrogancia intelectual y literaria es un fenómeno típico de los escritores mediocres.
En las librerías hay, si utilizamos el neologismo de un poema de Miron Białoszewski, indemasiados libros: Todo está bien/cuando está indemasiado bien/sobre todo cuando no está bien . . .
No echemos a perder lo indemasiado. Mejor reforcemos las puertas, agreguemos un cerrojo más pesado a las librerías.




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