viernes, 22 de noviembre de 2013

El purgatorio de la utopía


Me gusta el lema del filósofo polaco Leszek Kołakowski: “Cuando las cosas parecen claras, hay que sembrar una confusión curativa y cubrirlas con un velo de inseguridad”.
El lema es, en el mejor de los sentidos, el método racional de Karl Popper: la búsqueda crítica del error.
Sembrar un tanto de confusión cuando las verdades se decretan como definitivas es saludable. Sólo de esta manera podemos alternar certezas y dudas. Además, tenemos la obligación de salvar los aspectos constructivos de los ideales, de las utopías abiertas al ensayo y al error.
En uno de sus lúcidos ensayos, Kołakowski reconsidera la muerte de la utopía. Desde luego, el filósofo piensa en el principio de esperanza de Ernst Bloch (el hipotético plagiario de Walter Benjamin), cuya obra hunde sus raíces en el romanticismo alemán del siglo XIX; pero sobre todo el filósofo polaco piensa en la necesidad contemporánea de mantener la inconformidad frente a la homogeneidad universal del pensamiento.
La clave para reconsiderar la utopía es, de entrada, evitar la tentación de construir soluciones definitivas. Sabemos que lo posible no siempre es factible y que lo factible no siempre es posible.
Kołakowski escribe que cuando le preguntan dónde le gustaría vivir suele contestar: “en un bosque de alta montaña a orillas de un lago que esté en la esquina de Madison Avenue de Manhattan con los Campos Elíseos de París en un apacible pueblecillo”.
El filósofo asume que es un utopista no porque no exista el objeto de sus sueños sino porque es intrínsecamente contradictorio.
Si hacemos descender la utopía del perchero donde la humanidad ha colgado los sueños apocalípticos o despeluzamos su contenido de la grandilocuencia de la perfección, entonces podemos detenernos un poco para ver si algo queda.
Y, en efecto, algo queda.
Dicho de manera muy sencilla, queda la idea de que el mundo siempre puede ser mejor de lo que es. Si esta idea implica esfuerzo, indignación, asombro y persistencia, la utopía desgrana sus contenidos en cientos o miles de pequeñas utopías enteramente realizables.
A cualquiera le gustaría vivir en el domicilio soñado por Kołakowski. Sin embargo, también podemos soñar en vivir en el mismo lugar donde vivimos y desear que sea distinto –a veces, radicalmente distinto.
Es utópico soñar en vivir donde mismo si lo mismo recobra su mismidad.  El gigantismo urbano es ahora el formidable monstruo que aturulla los sueños de vivir donde mismo. El problema es que los gobernantes y la mayoría de la gente venera y le rinde culto a ese monstruo que nos destruye. Si hay un ejemplo de progreso ilusorio sin duda lo tenemos frente a nosotros: se llama Querétaro.
La publicidad ofrece el paraíso. Es una pena que la ciudad la decidan los publicistas, pues generalmente estos “visionarios” tienen la extraña costumbre de vendar sus corvejones y cubrirse el lomo con un gualdrapa de papel de estraza. Lo cual demuestra lo que decía Karl Kraus: en el mundo hay más burros que burros.
Algunos hechos son irrebatibles: la ciudad es una de las más caras del país; los traslados son largos y costosos y bien podemos espantarnos de que en pocos años nos convirtamos en eternos pasajeros; los restaurantes se cuentan por miles, son carísimos, y no hay dónde se pueda comer decentemente; el centro histórico es inalcanzable; las aceras son estacionamientos y las calles son, para los que caminan, más inseguras que las de la ciudad de México; el paisaje urbano ha sido turbado por la fealdad de los edificios montados en los cerros y por la falta de imaginación de los que diseñan la verticalidad urbana; la agresividad de los automovilistas serpea en cada esquina y uno debe precaverse de la grosera prepotencia de quienes esconden su complejo de inferioridad en el lujo de camionetas absurdamente monstruosas, etcétera.
En cambio, hemos mejorado en otros tantos aspectos de la vida urbana. Hay más opciones para elegir y este hecho es bueno en sí mismo.
La pequeña utopía, sin embargo, pervive en los sueños de quienes vivimos en el paraíso: evitar que el crecimiento de la ciudad destruya el medio ambiente y las relaciones humanas.  
Si la gran mayoría de los habitantes toma por verdades los artificios del progreso, grave. El citado Karl Kraus ya advertía que la consigna de su época era la estandarización. Hoy es más cierto que hace cien años.
En la utopía que nos merecemos, bien haremos en desmontar los engaños del crecimiento económico desnudo: ¿crecer para qué?; ¿crecer en perjuicio y a favor de quiénes?; ¿generar empleos a qué costo y para quiénes?;  ¿es democrático gobernar con sustantivos, pero sin adjetivos?
El problema de nuestros economistas es que no saben economía. Una mirada a la historia suele delatar a los insensatos que deciden el destino de todos.

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