martes, 19 de abril de 2011

Un canto preñado de fe y de lágrimas

“He visto a un pequeño pueblo cristiano, de tradición pacífica, de una extrema y casi excesiva sociabilidad, endurecerse de repente, he visto cómo se endurecían sus rostros, hasta los de los niños”: Georges Bernanos. Los grandes cementerios bajo la luna.

¡Qué fácil es hablar de la muerte y qué difícil es hablarle a la cara! Delante del que sufre la muerte en carne propia sólo puede haber balbuceos, una voz que murmura una lengua que no sirve para maldita sea.


La muerte de un hijo –cuentan los sobrevivientes– es la más dolorosa. Sin embargo, una señora joven que sufrió la experiencia del secuestro de su pequeño hijo me dice: peor que la muerte es la angustia de no saber si el niño vive, si lo torturan, si lo violan, si esto y lo otro y todo lo que esa angustia es capaz de causar con su multiplicidad de horrores.


Rabia, impotencia, coraje, odio. A uno de mis hijos lo han asaltado en varias ocasiones en el trayecto del trabajo a su casa. Todas fueron a punta de pistola y a punta de sol y multitud, a pleno rayo de infortunio.


“¿Sentiste miedo”?


“No, sentí coraje”.


Es la ira de la impotencia. En un camión urbano, sin que nadie lo imagine porque la violencia y el asalto viajan en el asiento de junto, tres tipos lo encañonan y le quitan cartera, reloj, dinero. . . En la calle, en la soledad de la humillación, es inútil pedir ayuda y todavía más inútil denunciar; no queda en el bolsillo ni un trapo húmedo para enjugar la ira ni a quién recurrir para pedir una gota de agua para remojar la aridez del alma; la gente pasa de largo; algunos voltean la mirada pero nadie voltea el corazón. ¿Denunciar? ¿No han ejecutado a algunos denunciantes, incluso antes que amanezca? El procurador de justicia de un estado del noreste me lo dice sin reborujos: “De muchas denuncias se enteran los denunciados antes que yo”.


He visto, en el norte, ejecuciones a unos metros. El tiempo se empantana; todo ocurre en cámara lenta; el aire se densa y las piernas se transforman en metales inarticulados; los testigos de junto parecen robots de ojos extrañamente abiertos, ojos que se convierten en el rostro completo, manos y pies que se mueven pesadamente, cuerpo y alma incapaces de un salto, inhumados todos en el aire de concreto.


Es la eternidad. Luego viene la sordera. Las ráfagas se escuchan toda la noche, en la cabeza; las luces que salen de las metralletas rebotan en el cerebro durante días y semanas, y la sordera permanece toda la vida. Pero otra sordera es peor aún: la sordera de la conciencia. ¿En quién confiar? Lo razonable es confiar en las instituciones de seguridad y de justicia; sí, pero el corazón tiene sentimientos que la razón desconoce.


¿Es la barbarie contra la civilización? En parte lo es; creo que es mucho peor. En Las armas y las letras dice Andrés Trapiello de la Guerra Civil española que la barbarie se ensañaba contra el candor: niños y jóvenes asesinados simplemente porque sí, porque era la Guerra, porque la Revolución o la Nación lo justificaban, y para el caso daba igual que los asesinos fueran dos minorías que luchaban, una, para defender la civilización católica, y, la otra, para redimir al proletariado.


Acostumbrarse a la muerte es la muerte misma. Escribe Bernanos que es fácil acostumbrarse a los muertos, a la visión, al olor de los muertos, pero los pudrideros son los pudrideros. Allí un bruto se transforma en un cobarde, y un cobarde se pudre, se licua.


Pero ¿de qué valentía genuina se puede hablar cuando los muertos no son muertos de guerra sino muertos de paz? ¿Qué pueden hacer los pacíficos habitantes de una pequeña comunidad ante la violencia que a todas horas los roba y los mata? En algunos pueblos la gente ha dado muerte a los criminales. No, no es el camino, el remedio es peor que la enfermedad.


Es cierto, los rostros se endurecen, incluso las caritas de los niños. La piel de las mujeres se hace fibrosa. Los hombres son piedras duras del desierto, rugosidades que miran el desconsuelo en el horizonte de sol y desolado. La dureza de esos rostros parece una máscara mortuoria, impenetrable, pero dentro permanecen los sentimientos blandos del duelo y el coraje. Viven en tierra inhumana, con el dolor a cuestas por la violación de una hija, el asesinato de un hijo, el robo de ganado o la extorsión que pende encima de ellos como espada de Damocles. En esas comunidades cristianas y pacíficas no se comprende qué pasa. La impunidad tiene domicilio conocido pero en movimiento: viaja en el tren del ostento.


Hace algunas noches, una camioneta de lujo con los vidrios polarizados se interpuso en el camino del taxi donde yo viajaba. No podíamos ver quiénes iban dentro; percibimos el peligro, el riesgo de ser vistos como presuntos muertos. Eran las ocho de la noche, en la avenida Constituyentes, casi para doblar en la colonia Cimatario. La camioneta lo abarcaba todo; esperaba un lugar para estacionarse y no tenía prisa; le hice un comentario al taxista: “ahora ya no puede uno mentarle la madre al abusivo, pues te salta con una metralleta”. El taxista entendió y aquietó su impaciencia.


Vivo en la ciudad donde circula el mayor número de automóviles de lujo en el país. La inseguridad no es un problema grave. La ciudad está de no verse de tanta cirugía. Sin embargo, no hemos tenido suerte con los gobernantes. Entre ladrones y sacristanes, la ciudad-estado fue entregada a la voracidad inmobiliaria. Estamos sentados en un barril de pólvora. Nada aceptaría con más gusto que el desmentido del tiempo. Y es cosa de días que la falta de agua y las inundaciones desmientan a otros.


Hace unos días, en la sala de abordar del aeropuerto de la ciudad de México, vi llegar a Luis H. Álvarez con su esposa en silla de ruedas. Durante la media hora que duró la espera, nadie se acercó a saludarlo. Solo y su serenidad. Es un funcionario importante pero es un personaje más importante aún. Parece El espectador orteguiano; pero sólo parece, pues en esa figura frágil y quebradiza vive acumulada la fuerza de un político que por más de cincuenta años ha bregado por un México mejor.


Cuando se anuncia el inicio del abordaje, ellos van delante. Él mismo empuja la silla de ruedas de su mujer y la lleva hasta la puerta. Ella entra, él no. Más tarde, los busco entre los pasajeros de clase premier. No van ahí. Dos horas después, en el arribo, ya lo esperan dos personas. Ayudan a su esposa; salen, parten en un auto Toyota Camry, y detrás de ellos una Suburban. Ni el presidente municipal del pueblo más jodido se atreve a salir a la calle con solo un par de escoltas. El alcalde de la ciudad donde vivo es mi vecino. Suele salir de la colonia en procesión de vehículos. Más que una autoridad democrática parece una caravana de belicópatas.


¿A qué viene esto de las escoltas de los funcionarios?


El poeta Javier Sicilia llama a un gran acuerdo social para frenar la violencia. Los acuerdos generales son necesarios. El pronóstico de Mario Vargas Llosa sobre el riesgo de que América Latina se convierta en un gran México no es descabellado y, sin embargo, no se quiere debatir seriamente la propuesta de despenalizar y reglamentar la producción, venta y compra de drogas. El acuerdo tiene que ser entre México y los países de América Latina y entre todos con Estados Unidos, la sociedad que más consume drogas ilegales en el mundo. Se debe atizar por todos lados, de arriba abajo y a partir de la base, con leyes generales y reglamentos municipales, aliándonos con el vecino y no apartándonos de su mirada, agrupándonos civilmente y exigiendo resultados.


En el breve espacio donde esos pueblos cristianos y pacíficos de los que habla Bernanos también se puede empezar con actitudes públicas que nos devuelvan la confianza: en nosotros mismos, en los vecinos, en las instituciones. La ejemplaridad pública es un acuerdo básico que corre en distintas direcciones. Los burócratas de cuello blanco deben dejar de comportarse como narcotraficantes. Si una autoridad mediana se traslada en una caravana de escoltas y ayudantes, representa la imagen misma de las caravanas de narcotraficantes que se trasladan a masacrar a sus enemigos o ejecutar a un grupo de migrantes.


Es un arcaísmo lo que voy a decir pero no tengo más: los representantes populares y los funcionarios de la burocracia no deben conducirse y mostrarse como si fueran delincuentes. Los gobernantes deben saber que en el 94 por ciento de los municipios del país no hay librerías y de que México es uno de los países con el más bajo índice de lectores en América Latina. Otra propuesta vejestoria es que los ayuntamientos restauren la naturaleza educativa del municipio. Antes se decía que los municipios eran escuelas de democracia, y en tiempos lo eran; no lo son ya; su tarea más elemental de educar a los habitantes en las formas primarias de relación interhumana, vecinal y comunitaria, no existe más, no obstante que ahora disponen de más recursos y autonomía. Es una imbecilidad propia de retrasados morales que el dinero lo utilicen para darse una protección que en la mayoría de los casos no necesitan. Muchos alcaldes también viajan en el tren del ostento.


Todos somos responsables del caos que vive el país, ha dicho Javier Sicilia. De acuerdo, pero no todos somos culpables. Él no lo es. El “todos” siempre es peligroso, induce a confusión: se pierde claridad en el deslinde de responsabilidades. El poeta cita el primer verso de Ósip Mandelstam: “nos hacen ya no sentir el suelo bajo nuestros pies”. Se trata del célebre poema que Mandelstam dirigió contra Stalin. La tierra inhumana donde estamos viviendo merece el recuerdo de la primera parte del poema:


Vivimos sin percibir el país bajo nuestros pies,
nuestras palabras a diez pasos no se oyen,
y donde con una breve charla basta,
nos salen con el montañés del Kremlin.
Sus gruesos dedos son como gusanos, sebosos,
y sus palabras exactas, como pesas macizas.
Sus bigotes de cucaracha se ríen,
y las cañas de sus botas refulgen.


El poema fue la base de la incriminación que la KGB utilizó como prueba para instruir y enjuiciar a uno de los grandes poetas del siglo XX.


Borís Pasternak, en una desesperada defensa de Mandelstam, llamó a Stalin, buscando salvar la vida del maestro:

Stalin: ¿Es realmente un maestro?

Pasternak: Ésa no es la cuestión.
Stalin: ¿Pues cuál es?


Pasternak respondió que le gustaría reunirse con él y hablar tranquilamente de eso.


Stalin: ¿De qué?
Pasternak: De la vida y de la muerte.


Stalin le colgó a Pasternak. Mandelstam murió a la medianoche del 26 de diciembre de 1938 en una cárcel del Gulag. En 1987, casi cincuenta años después, a duras penas el Tribunal Supremo soviético lo absolvió. Ya no se enteró Nadieshda, que luchó por ello “contra toda esperanza”.


La muerte no tiene permiso pero entra a rajatabla a punta de metralla y crueldad. Jósef Czapski, pintor y escritor polaco, estuvo en un campo de concentración soviético a principios de la Segunda Guerra mundial. Una vez liberado, dedicó su vida a investigar el destino de los miles de oficiales polacos desaparecidos. Dicho con más precisión, Czapski fue un excavador: tuvo la misión de descubrir fosas clandestinas. En su libro En tierra inhumana escribe que en la búsqueda de desaparecidos, en medio de insultos y trifulcas, alguien canturreó:


A tu Amparo, Padre del cielo,
Tus hijos entregan su suerte.
Bendícelos, ahórrales duelo,
Defiéndelos de la muerte.


“Y todo el establo –dice Czapski– entonó aquel cántico como un solo hombre. En aquel cántico había un arrobo infantil preñado de fe y de lágrimas”.


Va por las hijas e hijos de todos y por los hijos de nuestros hijos.
Omein.


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