domingo, 31 de mayo de 2009

La federalización del autoritarismo



Fray Servando Teresa de Mier profetizó, en un discurso pronunciado en el Congreso Constituyente de 1823, que el sistema federal era una forma ideal de gobierno para los angloamericanos, que tenían una larga experiencia de autogobierno, pero que en México, carcomido por la esclavitud de tres centurias, el federalismo traería división, desorden, ruina y “el trastorno de nuestra tierra hasta sus cimientos”. La profecía política de Teresa de Mier no se cumplió. Si en el siglo XIX prevaleció la división, el desorden, la ruina y “el trastorno de nuestra tierra hasta sus cimientos”, la causa no fue el sistema federal, que apenas pudo asomar la cabeza durante un siglo. El hecho de que la profecía de Fray Servando no se cumpliera no significa que no estuvieran de su parte varias de las razones que esgrimió en su brillante argumentación contra un federalismo calcado del sistema de Estados Unidos. La Revolución de 1910 y los debates del Constituyente de 1916-1917 mostraron sin lugar a dudas que la federación era una realidad geográfica y cultural, pero no una realidad política. Sin embargo, el espíritu profético de Teresa de Mier se quedó a vivir entre nosotros. La modernización porfiriana adujo razones y motivos para concentrar el poder; razones y motivos los tuvieron los gobiernos que siguieron al triunfo del Constitucionalismo y también los gobernantes surgidos del partido fundado por Plutarco Elías Calles hace ochenta años. En los tres casos, el país fue gobernado a contracorriente de las aguas catastróficas anunciadas por Fray Servando, para impedirlas, paliarlas o exterminarlas. Al final, el sistema federal mexicano acabó siendo un “federalismo centralizado”. A fin de cuentas, la consolidación del presidencialismo tenía hondas raíces culturales en el pasado virreinal, que se impusieron a las no menos profundas raíces políticas de autogobierno, autonomía y libertad para decidir los asuntos locales. Durante las últimas tres décadas del siglo XX uno de los ideales políticos más recurrentes fue el de deshacer el complejo entuerto del presidencialismo autoritario, y sólo en la primera década de nuestro siglo podemos observar algunos avances en la construcción pactada de un federalismo posible. Aunque las causas y los efectos del presidencialismo son vigentes, el presidente de la república del siglo XXI ha tomado distancia del Señor Presidente del siglo XX. Por fin hemos podido comprobar que el sufragio efectivo es realmente efectivo. Con todo, el federalismo centralizado goza de buena salud; el complejo entramado cultural, político y jurídico del autoritarismo no se ha desactivado estructuralmente. El espíritu de Teresa de Mier sigue vivo en los prejuicios con que el gobierno federal mira el país, y también están vivas las visiones centralistas de muchos intelectuales de la ciudad de México, incluso entre los defensores más conspicuos de la democracia y el federalismo.
Es cierto que el presidente de la República ya no decide los nombres de los gobernadores ni aprueba o desaprueba los nombres de los presidentes municipales más importantes del país, empezando por el jefe de gobierno de la ciudad de México, sede de los poderes federales. Hay que agregar, sin embargo, que la construcción de un federalismo que combine autonomía, colaboración y coordinación es un proceso cuya data es anterior a la institucionalización de elecciones confiables. Es indudable que el voto libre es la base de una nueva legitimidad que ha venido empujando la firma de acuerdos federalistas en materia fiscal, hacendaria y de seguridad. Sería necio no reconocer que la Conferencia Nacional de Gobernadores ha rendido en poco tiempo más frutos que todas las reuniones de la República que se celebraron con gran pompa en Querétaro los días 5 de febrero y 15 de mayo de cada año. Se puede probar que la CONAGO ha sido más útil al sistema federal que todos los discursos y leyes federalistas de 1823 al año 2000. Pero en el proceso de construir un federalismo cercano a los viejos y nuevos ideales de autogobierno, capacidad para resolver problemas locales y nuevas atribuciones para tomar decisiones oportunas, estamos sufriendo lo que se puede llamar la “Federalización del autoritarismo”. No son pocos los estados de la Federación donde los gobernadores, no obstante su legitimidad democrática, administran los recursos públicos de manera patrimonial, donde deciden como dueños de los poderes legislativo y judicial y propietarios del partido que los llevó al poder, donde controlan a los ayuntamientos y corrompen a los partidos opositores y a los medios de comunicación, donde se carece de normas eficaces para regular las licitaciones públicas o se trampea o se viola las que se tienen, donde la transparencia se reduce a la publicación de una página en internet y la rendición de cuentas es un sistema de regateo informativo, y donde se exalta la grandeza del gobernador y se esconden, en la manga ancha de la arbitrariedad, ineficiencias graves, desvíos de recursos, favoritismos, clientelismos y otros vicios autoritarios del siglo XX. ¿Cómo lograr que las buenas cuentas del ámbito de federal (división y equilibrio de poderes, democracia deliberativa, libertad de expresión, transparencia y rendición de cuentas, entre otros) permeen en el suelo jabonoso de los estados?
La cultura política y su hija legítima la conciencia democrática están en todos los vientos del país, con diferente intensidad y rumbo. Por eso, a la hora de evaluar el fenómeno de la federalización del autoritarismo, es difícil generalizar. Hay estados ricos con gobernadores autoritarios y estados pobres con gobernadores moderados. Hay estados con buenos niveles de escolaridad, industrializados y bien comunicados que son gobernados por políticos prepotentes y atrabiliarios y estados que sufren graves atrasos educativos, culturales y económicos que son gobernados por políticos juiciosos. El criterio geográfico no ayuda mucho. La conciencia democrática en Chihuahua está más arraigada que en Coahuila, Durango o Tamaulipas. En el centro del país, el Estado de México y Jalisco tienen, con problemas más complejos y desigualdades más profundas, sociedades más críticas y participativas que las de Aguascalientes, Guanajuato, Hidalgo y Querétaro. Y se puede constatar que en algunas regiones rurales los ciudadanos podrían dar una lección de inteligencia política y sensatez electoral a los ciudadanos del Distrito Federal.
El crimen organizado desnuda y pone en evidencia al autoritarismo federalizado. No es exagerado decir que en todo el país las autoridades ofrecen protección a los delincuentes, organizados o desorganizados, del fuero común o del federal. Y digo “ofrecen” porque en México son más los funcionarios que buscan ser corrompidos que los delincuentes que buscan corromper. En el mercado de la corrupción la demanda es superior a la oferta. En ocasiones la competencia es feroz entre autoridades federales, estatales y municipales por ganar la interlocución con el narcotráfico. El operativo policial para detener a diez alcaldes y 17 funcionarios de Michoacán es apenas una hebra de la madeja de las relaciones entre política y criminalidad. Tal vez el gobierno de Felipe Calderón quebrantó una norma o el espíritu del pacto federal; pudo incumplir una regla de cortesía política, e incluso se puede discutir si violó la Constitución. Sobre esas cuestiones se pueden llenar los mares de tinta en pro y en contra. Pero ¿y las pruebas? Si treinta detenidos han sido sometidos a arraigo de cuarenta días, ¿entonces no tenían pruebas bastantes para consignarlos judicialmente cuanto antes, evitando las suspicacias? Lo más lamentable del operativo michoacano fue la presencia triunfalista y burlona del líder nacional del PAN. No sé cuánto beneficie electoralmente al PAN el espectáculo de las detenciones, pero la altanería de Germán Martínez aguijonea con su torpeza la debilitada estructura democrática del país.


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